Cuando yo
empezaba a dominar la lectura, mi padre puso en mis manos el relato titulado Colmillo
Blanco, del autor que hoy nos ocupa. Recuerdo cuánto me gustó aquel
animal, medio perro y medio lobo, que a partir de una inclinación muy lejana decide
irse a vivir con el hombre. Pero lo que me quedó grabado en la memoria fue la
frase que mi padre me repitió varias veces señalándome su belleza. La frase
decía: ”...era la selva, la terrible selva boreal, cuyo corazón estaba
congelado”. Ahora, al leer La Hoguera, comprendo bien su sentido,
porque en el relato que hoy consideramos, ni el perro, ni la selva, ni la
Naturaleza entera, sienten nada acerca del hombre. Esa es la diferencia entre los dos relatos.
Hoy me encuentro
de nuevo con Jack London para contemplar la soledad del protagonista y su
indiferencia hacia el otro ser con quien vive y al que maltrata, el que lo
acompañará hasta la muerte, dentro de
aquel paisaje donde se nos dice que no había sol. Y veo también la prepotencia
del hombre cuando, ignorando las advertencias que le hacen los veteranos y despreciando totalmente las leyes de la
Naturaleza, sólo atiende a la fría y urgente necesidad mercantil de “extraer
madera de las islas del Yukón antes de la primavera”
En este
relato tan impresionante, el autor, que vivió de la escritura, nos señala al
prototipo del hombre moderno, caprichoso y dividido, que no sabe aunar en sí
mismo las dos dimensiones del hombre social, la humana y la colectiva; el que
realiza acciones sin pensar en las
consecuencias ni entender el significado de lo que hace, sobre todo frente a
esa Naturaleza que aquí se nos presenta como fría. Ella es el paradigma de un
mundo sideral totalmente indiferente a nosotros y esta es, tal vez, la verdad
suprema del Universo, aunque nosotros desde nuestro antropocentrismo exagerado
lo olvidemos. Así es como la Naturaleza nos lo enseña, porque al salirnos de
esos caminos trazados por sus leyes, caminos que el perro conoce muy bien, se
muere. Pero no hace falta ir tan lejos para entender la enseñanza que guarda el
relato, primera, la del necesario respeto al otro que nos acompaña y segundo, a
esa Naturaleza que nos acoge. Y de ahí a considerar la necesidad de no alterar
su equilibrio con la emisión de productos tóxicos, algo tan actual, va un solo
paso. Pero al margen de esta idea ecológica, vale la pena observar cómo vivimos
ajenos a todo funcionamiento sideral y así tejemos a nuestro alrededor, un complejo
mundo de intereses y pasiones, de intrincadas relaciones personales en un
espacio convencional y mentalmente nuestro al que denominamos “la vida”. Porque
la vida “es así”, decimos constantemente sin darnos cuenta de que la vida la
hacemos nosotros y que fuera, en esa Naturaleza indiferente y fría, lo nuestro
no tiene ningún sentido. Y lógicamente digo esto al margen de cualquier creencia
religiosa.
Y pensando
en los perros, los lobos y los hombres, creo que nos está empezando a
ocurrir algo parecido a lo que le pasó
al protagonista, cuando desde nuestra más antigua sociedad europea despreciamos
las más elementales leyes humanas y acudimos a la depredación poniendo como
disculpa a los famosos mercados, encontrándonos conque al dejar de lado las
leyes más humanas, los tan proclamados Derechos del Hombre, éste se comporta
como un lobo contra quien lo acompaña en la historia y hasta contra sí mismo.
Hoy podríamos comparar la impasibilidad de las personas que nos gobiernan, con la frialdad que muestra el
protagonista volviéndose trágicamente
insensible en pos de una idea material. Y tal vez sea bueno observar como el
perro, que mantiene intacto el instinto animal de conservación, sabe que es el
calor lo que le salvará la vida y que si no hay fuego, podría pararse y “al
menos hundirse en la nieve y acurrucarse a su calor, huyendo del aire”, de la gélida y mortal atmósfera del no querer ver la
realidad de las cosas. Hasta en la nieve de las dificultades hay solución si se
vive con cordura, nos viene a decir el autor, ya que cuando el hombre actúa sin
pensar y “desarticuladamente”, provoca su propio desastre. Y ese pensar pausado,
ese poner orden en la mente, es la base de todas las meditaciones tanto
orientales como occidentales. Tal vez el terrible hombre moderno no quiere ver que el tiempo y el
camino que hagamos sobre la Tierra, hemos de
hacerlo todos juntos en igualdad de condiciones, no mandando al otro por
delante para detectar el peligro tal como hace el protagonista de la narración.
Al final, el hombre irresponsable, acaba envidiando al perro que mantiene su
instinto natural. Nacer, vivir, procrear y morir, como decía Alexis Carrel, en
su libro La incógnita del Hombre, libro que también me leyó mi
padre. Esas cuatro cosas, sí, y algo más, añado yo: con la necesaria aunque no
natural solidaridad. Porque la solidaridad hay que enseñarla.
Pero la
Naturaleza le tiende trampas al hombre, y así, el hombre moderno, tan atento a
los que cree sus únicos intereses, acaba olvidando las necesarias precauciones hasta
percibir como su propia sangre, “se retraía y se hundía en los recovecos más
profundos de su cuerpo”. Luego, al ver que el hielo gana terreno en todo su ser,
le invade el pánico, y hasta el perro, el compañero tratado a latigazos que ya
está harto de su amo, a la vista del peligro huye de él. El hombre que tanto
quiso correr y ganar, acaba quedándose
solo. Y es que estos dos personajes no eran amigos: el uno era el siervo del
otro.
“Cuando lo
que legalmente iguala a dos seres humanos, desaparece, los débiles están en
manos de los fuertes”. Eso dice Muñoz Molina, nuestro reciente Premio Príncipe
de Asturias de las Letras, en su último libro Todo lo que era sólido.
Al final el
protagonista, siente un cierto estoicismo orgulloso y un especial sopor que lo
consuela, porque así morirá fácilmente, fácilmente, sí, pero sin haberse enterado
de nada. Ya se reconoce muerto y entonces se reencuentra con su ser entero, sin
dividir, recordando al anciano del Arroyo del Sulfuro que le había aconsejado
bien.
Y el perro, sólo el perro, el siervo, el
maltratado, el que conocía bien las leyes de la vida, llegó al campamento y
encontró a los amigos.
Mª José Martínez