viernes, 27 de abril de 2012

Proyección del documental "La Première Séance", de Gerard Miller

El encuentro con el psicoanálisis: 

la primera sesión


Viernes 4 de Mayo, 18:30hs

Academia de Cine
c/Zurbano nº3


Os invitamos a compartir la proyección del documental "La primera sesión", del psicoanalista francés Gerard Miller, que se efectuará el día 4 de Mayo a las 18:30 hs. en el auditorio de la Academia de Cine, c/ Zurbano nº3. La entrada es libre y gratuita, y después del pase está prevista la celebración de un coloquio sobre el contenido del filme, abierto al público.

El evento está convocado y organizado por la sede de Madrid de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis del Campo Freudiano (ELP).


En el documental, de 50 minutos de duración, se interrogan distintos aspectos del hecho que supone acudir a un psicoanalista; sobre ello opinan los entrevistados, algunos famosos -Karl Lagerfeld, Patrice Leconte, Claude Chabrol o Carla Bruni- y otros más anónimos que han pasado o están actualmente atravesando la experiencia de un tratamiento psicoanalítico.


Se puede ver el trailer del documental en el siguiente enlace y compartir con amigos y conocidos: 

http://www.youtube.com/watch?v=FmLRBjGDJdI

Os esperamos:

Joaquín Caretti
, Director de la sede de Madrid de la ELP

Comisión Organizadora: Luis Seguí (responsable), Esperanza Molleda, Olga Montón, Alberto Estévez

lunes, 23 de abril de 2012

"Un puñado de esplín", comentario de Antonio Hernández sobre el cuento de Nadine Gordimer "Un Hallazgo".

Esperaba este final. Creo, incluso, que era un final esperado por todos. Porque el hombre que se va de veraneo acompañado únicamente de un puñado de esplín sobre los hombros (y rindo homenaje así a aquel hermoso tango de Piazzola y de Horacio Ferrer), nos ha hecho entender desde el principio que la mujer, una mujer,  ha sido siempre imprescindible en su vida. Hasta llega a decirnos que ha creído alguna vez enamorarse de rameras y vagabundas.

Me permitís que haga un inciso. Se trata de una breve referencia al lugar donde confiesa tal debilidad. Y es que algo hizo que yo, después de leer el corto párrafo que comienza en un punto y aparte con un “Pero aquellas rameras y vagabundas…”,  me volviera hacia atrás. Quizá me pareció que, sin querer, me había saltado un trozo. Y no, no era así. Y me desconcerté. Y lo leí de nuevo. Porque situado donde estaba no resultaba claro si tal párrafo era una reflexión sobre un tiempo anterior, o si era un suceso que le había pasado en aquellos momentos. ¿Será que el párrafo se ha traducido mal, o que en la edición en castellano se ha puesto en un sitio equivocado?

Y entonces dejé el escrito, salí a la calle, me fui a una librería y consulté la obra en su idioma original. Mi suposición segunda era la cierta: el párrafo estaba en un sitio equivocado. O, para contar todo el problema, la edición española había, de un lado, introducido un punto y aparte donde no correspondía, y, de otro, había partido el párrafo en dos. Porque el párrafo en inglés se inicia tras la frase que indica que se va de vacaciones, y sus palabras son: “Fort he first time he could remember…”, es decir, “Por primera vez recordaría…”, para seguir después, sin ningún punto y aparte …”que aquellas rameras y …”. Me causa un enorme desconcierto que se publique un texto tan irrespetuoso con el original. Me deja realmente asombrado.

Pero dejemos ya el inciso y volvamos al punto en el que estábamos, cuando nuestro hombre se va de vacaciones a una playa. Es un buen escenario para que la autora nos recuerde que en la cabeza de aquel hombre bulle sobre todo la mujer, y en este caso, el espectáculo que ofrece la mujer, ya sea con sus gritos alegres, sus piernas, sus brillantes escorzos contra el sol o sus escotes. Las mujeres.

No sólo las mujeres, sin embargo. Hay otro interés que le atrapa. Está construido con recuerdos de infancia. Se refiere en este caso a las piedras, a las pequeñas piedras y a los trozos de roca. Como tantos otros chicos, él también disfrutaba de pequeño haciendo que las más  planas saltaran sobre la superficie del agua. Entre ellas es donde descubre la sortija perdida que, a partir de ese instante, constituirá el motivo de la trama.

De entrada, sirve para mostrarnos un lado muy ético, muy justo, muy “legal” (como dicen ahora los chavales) de aquel hombre solitario. Porque se esfuerza mucho en hallar el método mejor para que la sortija sea devuelta realmente a su dueña. Y piensa que la persona que venga a reclamarla, tras el oportuno anuncio en el periódico local, deberá describirla muy bien, muy acertadamente. Cualquiera apoyaría este plan. Como creo que, de acuerdo con el inicio de mi escrito, también apoyaríamos lo que a continuación sucede.

Y es que una voz distinta, que luego se acompaña de unos ojos serenos gris verdosos, le reclama la  joya por teléfono. Y ella, una vez que se acerca hasta el hotel, no sólo no atina muy bien a describirla sino que, al intentar probársela, pone de manifiesto claramente, puesto que no sabía cuál era el dedo en que debía ir, que nunca había estado en su mano. Pero a él no le importa. Era la mujer que esperaba. Acabarán casándose.

Nuestro protagonista, llevado por un pathos que se piensa es muy propio de todos los varones, lo que de verdad parecía buscar es que una mujer le atrajera enormemente, sin que fuera posible duda alguna, una mujer que se acercara, lo mirara y, por encima de una verdad legal que siempre podría arreglarse, le llevara enganchado tras su aliento hacia una verdad más esencial.



La escritora nos cuenta, pues, que el toque de azar que juega en nuestras vidas, aquí representado por el  brillo de aquella sortija entre la arena, lo que viene a recordarnos es que el varón, más allá de otros motivos, más allá del poder o de la ética, más allá de cualquiera conveniencia, terminará por elegir a la pareja que alimente su libido. Eso es lo que ocurre en este caso. La lógica que encierra tal conducta, aunque ni al mismo hombre se le alcance, quizá sea una táctica para sentirse vivo en la existencia. Porque puede meterle en la trampa de una elección equivocada, pero quizá le sirva para vitalizar su alma de persona, algo agarrotada en el camino de su definición como varón. Entre el deseo y el deber, parece intuir que su lado más humano se perfila mejor del lado de la sexualidad.
Y actúa en consecuencia.

Antonio Hernández

De una impotencia a la imposibilidad; Alberto Estévez comenta "Un Hallazgo" de Nadine Gordimer

Quiero iniciar el comentario que elaboré para ustedes con la frase de un colega francés, Jacques Alain Miller, que me parece muy pertinente para el relato que nos ocupa, dice así: “Que los hombres amen a las mujeres no es una evidencia, es un problema”.

¿Por qué uno se casa? ¿Qué es lo que lleva, en el caso que nos ocupa hoy, a un hombre a renunciar a su soledad para unirse en matrimonio? Podríamos coleccionar un buen montón de respuestas, pero hay una que tendría un lugar destacado entre el resto, la misma que en tantas ocasiones es la responsable de que esa decisión se lleve a cabo, y aunque suene un tanto poética no por ella es menos cierta: un hombre puede renunciar a su soledad por amor.

La soledad de un hombre es un bien muy preciado para él, no piensen que hablamos de cualquier cosa. Los tiempos actuales testimonian claramente de esto, y hoy nos encontramos con mujeres, me refiero a aquellas que ya dejaron atrás el bachillerato, incluso la universidad, aunque éstas últimas seguro que estarían dispuestas a sumarse, que se quejan de qué pasa con los hombres, han desaparecido de la escena romántica embelesados por un nuevo amor, el que les suministra el mercado a través de las pantallas de sus distintos dispositivos electrónicos, en ellos encuentran probablemente la medida justa que permite no lamentar ninguna ausencia, al menos no lamentarla tanto como para salir a buscar una mujer que la rellene.

Sin embargo, el papel de esta ausencia es central para entender el amor, porque sin ella no hay amor que pueda darse. Algunos pueden no llegar a sentirla nunca, o más precisamente, han colocado otros objetos que sustituyen la presencia del amor y con los que pueden llegar a paliar la sensación de soledad, hablo ahora de la soledad no elegida. Hay otros casos en los que estos objetos tienen nombre y apellidos, y brazos y piernas, y un cuerpo capaz de alumbrar un hijo; son las madres, objeto entre los objetos del hombre, capaz de acompañarlo a lo largo de toda su vida combatiendo cualquier atisbo de soledad por muy ruda que sea su soltería, y que en muchos casos esto rige igualmente para el casado.

Trato de marcar la línea por la que el relato de hoy resulta absolutamente esclarecedor, ya que presenta un tratamiento del amor muy delicado; Nadine Gordimer parece tener claro de qué se trata cuando para el hombre hablamos de amor.

En un primer momento partimos del desengaño, del desgarro, el trauma: “Que se las lleve el diablo”. Nuestro herido protagonista, un hombre sin nombre, un hombre cualquiera, aparece ante nosotros víctima de las mujeres, esas arpías que no parecen querer de uno más que lo material, los bienes, y una vez asegurados estos te dejan en la estacada. Son dos los matrimonios que se cuentan por fracasos y con los que carga a la espalda, aunque esto último debiera precisarse porque lo que no está muy claro es que él haya aprendido nada de lo ocurrido en ellos, más bien decide una versión que su psicoanálisis, en caso de que diera oportunidad a que se produjese, pronto localizaría y evidenciaría sospechosamente parecido a un guión, el guión que lo tiene preso. Como en vez del diván, elige para tumbarse las piedras de la playa, no hay posibilidad de que el texto deje de repetirse, entre otras cosas porque no es consciente de que se esté repitiendo nada.

Que nuestro protagonista es un hombre de amor, de eso no cabe duda, es de los que siente la ausencia y está convencido que una mujer puede aplacarla, no hay más que pararse a pensar qué sentido, qué puerta abre el hallazgo para él. Podría haber pensado ir a la casa de empeños a hacerlo efectivo, convertir en dinero la joya que encontró, seguramente sería una suma nada despreciable, pero no se trata de dinero, todo lo contrario, lo que este hallazgo abre, lo que el encuentro con el anillo despierta es lo siguiente: este anillo estaba en la mano de alguna mujer, que aunque en un primer momento, el momento en que lo encuentra, nos invitan a pensar que su obsesión es devolverlo, pronto la sabio mano de Gordimer nos enseña que no se trata de devolverlo, sino de encontrarla, encontrarla a Ella.

Ahora bien, lo interesante del relato, la paradoja, si puede decirse así, es el medio, y el medio que él encuentra es un objeto, el anillo. Esto creará un escenario, unas condiciones del encuentro muy concretas, desde el ángulo que pretendo mostrarles incluso diría calculadas.

Nuestro desengañado, aparentemente huyendo de sus divorcios y maldiciendo de las mujeres parece darse un respiro que figuradamente tiene la forma de un retiro, alejarse del mundanal ruido que supone la relación con una mujer para poner sus pensamientos en orden, es la primera vez que toma vacaciones solo. No obstante, que él se engañe no quiere decir que nosotros debamos seguirlo por esa senda, porque resulta más que curiosa la elección de dicho lugar, un lugar en el que la voluptuosidad femenina aparece por doquier, cuerpos bronceados, pechos desnudos, largas y húmedas melenas, ínfimos triángulos como bikinis… Un lugar en el que, para colmo, no es que no hubiera hombres, pero es que él no los ve. Allí se imagina tiburón hambriento eligiendo presa, pero ese no es su guión y no le sale, no hay el más mínimo flirteo con ninguna de esas bellezas que tenga la sanción de intento de acercamiento. Como dice muy bien el texto,… sobre las  piedras, entre las mujeres. A pensar”. Y estando en esas, qué llama su atención : las madres, madres jóvenes con sus infantes, aferrados a ellas, “tan recientemente separados de allí que parecían aún formar parte de aquellos cuerpos femeninos en los que fueron sembrados por varones como él”. Esto mismo, mucho antes ya lo decía Freud, que en la sexualidad masculina la elección por la madre condiciona el conjunto de la vida amorosa.

Aquí ya estamos más cerca de la realidad psíquica de este sujeto, que no es la de un tiburón, más bien la de un niño, tirando piedras al mar, qué fina la autora, “Como suelen hacer los hombres cuando están solos”, que habrá querido decir, y observando las piedras como los adultos han dejado de verlas. Un niño, y además un niño solo, identificado a esos pequeños abrazados a sus madres,… y entonces: entonces aparece el anillo.

Ahora ya podemos hablar de acercamiento; el anillo le ofrece la posibilidad de conocer a un buen número de mujeres, revestido de su brillo, se atreve, pero es indudable que al elegir esta vía, al elegir la oportunidad que para él ofrece la joya ya nos ha dibujado sus condiciones de elección amorosa, por eso empecé con la frase del psicoanalista francés, aquí está el problema de los hombres con el amor perfectamente recogido por Nadine Gordimer: el hombre no reconoce a la mujer sino su propia condición amorosa, su condición de elección, su guión decíamos antes, lo que causa su deseo. Hasta entonces qué teníamos, las escenas en la playa, que por muy concupiscentes que puedan antojársenos, del lado de este hombre no podemos inscribir más que la impotencia, impotencia para acercarse, impotencia para pasar al acto, en suma, impotencia para desear a cualquiera de ellas.

Por eso mismo pienso que las condiciones del encuentro son calculadas, las condiciones del encuentro están marcadas por lo que provee el anillo, un anillo que por su clase formaría parte de lo que llamamos las posesiones, aquello con lo que su última esposa se largó, un anillo que, como él mismo piensa, merece una póliza de seguros. La voz al otro lado del teléfono puede sonar mentirosa, pero si resulta atractiva, suave, o claramente juvenil, entonces pedía a su interlocutora que viniera al hotel para reconocer el anillo. Hay incluso una que lo convence, y la deja marchar, porque no se trata de eso, no busca a la dueña del anillo.

Él siempre podrá decir que fueron sus primeras vacaciones solo, sin llevar consigo a ninguna mujer, que no tenía intención alguna de encontrar pareja y que sus nobles intenciones fueron las de devolver una valiosa pertenencia a su desolada dueña. Incluso si este tercer matrimonio encontrase su fin prematuramente, no lo permita la divina providencia, nuestro hombre podrá culpar a esta última mujer y acusarla de astuta, taimada, prestidigitadora y oportunista; esta condición, en los casos más graves, se repite interminablemente dejando una ristra de matrimonios rotos, y hay una alta correlación de este escenario en varones casamenteros con el alto valor que para ellos tiene su objeto primordial, su madre. Mientras tanto, dejemos que el engaño siga funcionando, este hombre como tantos otros lo que nunca sabrá es que no se puede amar a ninguna mujer, su impotencia en realidad es síntoma de algo mucho más grave, una imposibilidad, y siempre le resultará imposible amarla a no ser que ella entre a formar parte de lo que causa su deseo.


Alberto Estévez

Un hallazgo, de Nadine Gordimer. El amor, la perversión y la astucia. Comentario de Miguel Alonso

Este relato de Nadine Gordimer puntúa perfectamente el recorrido que este año hicimos en el ciclo dedicado al amor. Si en La balada del café triste, y en El rastro de tu sangre en la nieve planteé el tema del amor por el lado de la falta, aquí, en Un hallazgo, lo plantearé por el lado de la degradación de la vida amorosa, tanto en el hombre como en la mujer.

Quizá Un hallazgo no tenga la potencia de otras obras que analizamos en la tertulia en cuanto a la elaboración de una trama. Su valor residiría en la concreción de los hechos que narra y sus referencias, también muy concretas, al cuento clásico La cenicienta. Esto evita la dispersión y nos permite fijar la reflexión en unas pocas vertientes muy concretas de la problemática relación amorosa entre el hombre y la mujer.

Voy a considerar dos planos, uno general que se refiere a la realidad del amor más allá de la fantasía neurótica del amor ideal; y otro plano que muestra la dicotomía hombre-mujer, cada uno a su manera, afrontando el invento de la relación amorosa. El hombre transitando un escenario con ciertos caracteres fetichistas, y la mujer utilizando cierta astucia como posibilidad para inventar el amor. Hablo de invento porque toda la acción que se desarrolla alrededor del anillo pone de relieve esa vertiente en la que el amor aparece como susceptible de ser inventado.

En relación con el primer plano, no se pueden obviar las similitudes que este relato nos ofrece con el clásico La cenicienta. La particularidad de Un hallazgo reside en que el anillo pertenece a una cenicienta para siempre perdida, insabida y, por tanto, inexistente. Dicho en otras palabras, no se va a poder establecer la relación hombre mujer que se adapte como anillo al dedo en el terreno de un amor ideal. Porque si en la versión original de los hermanos Grimm, el zapato de oro se ceñía perfectamente al pie de la mujer deseada por el príncipe, aquí, en el relato de Gordimer, parece no haber príncipe ni mujer capaces de ceñir el anillo, como símbolo del amor, a ningún dedo verdadero. La mujer ideal está perdida, y el hombre confundido entre tantas mujeres.

Es decir, los símbolos muestran su precariedad, su imposibilidad para inscribir la relación amorosa ideal. Es como si Nadine Gordimer viniese a reescribir la historia de la cenicienta y el príncipe en una dimensión “real”, trascendiendo la fantasía neurótica de la felicidad alcanzable a través de un amor ideal. Aquí, como digo, lo que se inscribe es la imposibilidad para la escritura del amor ideal.

Esta imposibilidad no hace sino suscitar otro de los elementos fundamentales del relato: la repetición. Es puesta en juego por el protagonista en un obstinado intento por encontrar lo que está perdido y nunca va a poder encontrar, el ser adecuado que venga a llenar esa pérdida. Una repetición que, por serlo, ilustra la inadaptación que se establece en el terreno del amor.

¿Cómo pasamos del amor a su degradación?
El comienzo es muy sugerente: Que se las lleve el diablo. Es, sin duda, el clamor de una frustración en el terreno del amor. A partir de ahí la cosa da un giro. Podríamos decir que para ese hombre, en el terreno del amor, se produce un cierto estrago. Para evitarlo, ahora se sitúa en el orgullo masculino, y recupera la virilidad perdida en el amor. De esa manera, el protagonista masculino se introduce en un terreno que corresponde más a la degradación de la vida amorosa. Se dirige a las mujeres, ya no desde el amor, sino tomándolas en su dimensión corporal.

Aquí aparece con claridad la dicotomía hombre- mujer.

Por parte del hombre, el relato muestra un cierto carácter que no podemos más que definir como perverso, no en un sentido peyorativo, sino estructural. Primero, pone en juego una mirada aviesa que se confunde entre tantas mujeres, una mirada que se dirige hacia los cuerpos. La narración, que trocea los cuerpos de las mujeres, sugiere que el protagonista está tratando de encontrar el trozo de cuerpo femenino que lo conmueva. Es una mirada que va a realizar una elección, no por la totalidad del cuerpo, como sería típico del amor, sino por ciertos rasgos precisos del mismo –los senos, la voz, los ojos, los pezones, etc. En este sentido, podríamos significar la imposibilidad del hombre para separar el amor de la satisfacción.

El carácter perverso de la búsqueda por parte del hombre, consiste en que para entrar en el amor necesita un paso previo, no por la palabra, sino por el cuerpo de la mujer. Parte del goce para ver si por fin es posible el amor.

Este elemento perverso me parece fundamental. Si nos fijamos bien, todas las mujeres que pasan a ver el anillo ponen en juego la seducción, pero la única que consigue ser objeto del deseo es la última. Y lo es por sus senos, sus ojos, o por su voz. Es la astucia de la mujer, tampoco peyorativa, también estructural. Entra en el juego sabiendo suscitar el deseo del hombre. Dicho con otras palabras, se ofrece como objeto para su deseo. Y para ello necesita trocearse, porque el deseo del hombre se moviliza, no con la totalidad del cuerpo de la mujer que tiene enfrente, sino con algún trozo de su cuerpo

A partir de aquí nos interroga la misma duda. ¿En qué acabará todo? ¿En amor? El primer paso está dado, la entrada por el goce y por la astucia, el segundo es más problemático, al menos para un hombre, como bien muestra la repetición en la que está sumido. Pero como dijimos, esa repetición, anticipadamente, ya es signo de un fracaso.

Lo que vemos en este cuento es que si del lado del hombre no existe cenicienta, del lado de la mujer no existe el príncipe. La mujer tiene que, primero, inventar el príncipe, y para ello ha de emplear su astucia. Y una vez inventado, nada es seguro, sólo es una posibilidad para el amor. Y él tiene que inventar, a partir de un fragmento del cuerpo, una totalidad para el amor.

Ésta sería, a mi modo de ver, la dicotomía, la división de las aguas a la hora del encuentro amoroso entre el hombre y la mujer. El amor no aparece como un sentimiento pasional, sino en su vertiente de degradación. Como vemos, un terreno demasiado complicado para terminar bien, es decir, en el amor ideal.

Miguel Ángel Alonso

Un hallazgo, de Nadine Gordimer. Comentario de Gustavo Dessal

¡Ay, las mujeres! Para un hombre, es imposible escapar de ellas. Ni siquiera refugiándose en la solitaria punta de una montaña, porque como le sucedió a San Antonio, muy pronto surgirían en nuestras visiones. Tampoco la homosexualidad nos libra de ellas, dado que no hay homosexual (hombre o mujer) para quien su madre no sea la protagonista de su inconsciente.
Este hombre ha tenido mala suerte con ellas, y en esta fábula de Nadine Gordimer (una escritora que suele emplear la estructura de la fábula en muchos de sus relatos) el pobre intenta buscar la soledad para olvidarse un poco de sus pesares. Convengamos en que la elección del destino turístico no es el más apropiado para los fines que supuestamente persigue. Ellas están por todas partes. Y, además, no de cualquier manera, sino en su máxima carnalidad. Un regalo para la vista, y la autora es muy hábil para recrear la gozosa experiencia masculina de mirar esos cuerpos, de no poder evitar la tentación de devorarlos con la mirada, de saborearlos, de oler la piel aceitada, el cabello chorreante. Las imágenes logran transmitirnos esa atmósfera lúbrica y feliz del hombre-niño en la playa, esa embriaguez erótica que el protagonista debe compensar un poco con la sensación de la dura piedra contra su espalda. Se necesita alguna realidad firme entre tanto sueño libidinoso, entre tanta proximidad a los cuerpos untuosos de las mujeres cuya atracción es capaz de borrar cualquier otra presencia: “Había hombres, pero él no los veía”. El protagonista, que buscaba el olvido, se convierte rápidamente en un disimulado merodeador, un tiburón nervioso que patrulla el agua presintiendo el roce de los cuerpos. Atisba el goce de ellas, ese goce que los hombres admiramos con auténtica fascinación, ese goce que es el de las mujeres a solas con su cuerpo, al que adoran con afeites, abalorios e innumerables regalos que se hacen a sí mismas y a los que los hombres no podemos acceder. Pocas imágenes poseen la fuerza erótica que nos ofrece la visión de una mujer maquillándose frente al espejo.
En el transcurso del relato nos damos cuenta de algo sorprendente. Si en un principio la figura femenina, cargada de una sensualidad que abruma al protagonista y contagia al lector, domina la escena, en un segundo momento irrumpe otro objeto que se impone de diversas maneras. Hay algo muy profundo en aquel verso de Paul Eluard que dice “El amor es un guijarro que ríe al sol”. Incluso algunos críticos han considerado que muy pocas definiciones del amor son tan acertadas como este verso, y yo no puedo menos que encontrar su misteriosa resonancia en este relato.
La piedra. La piedra comienza a aparecérsenos por todas partes, declinada en distintas formas. La piedra del suelo que hinca la carne de la espalda, las cuentas cristalinas de las mujeres saliendo del agua y que emiten señales luminosas, las piedras que el hombre, solitario, arroja sobre la superficie del agua. Entonces, ya no está tan solo. Además de las mujeres, están las piedras. Piedras, trozos de vidrios multicolores que el mar ha pulido hasta convertirlas
en pequeñas gemas. El mar contiene tesoros y desechos, restos, cosas. Objetos que parecen no servir para nada, y que sin embargo cobran un valor. Un hombre arroja una piedra, y otra, y otra, y en ese arrojar, en ese acto de desprender de sí un objeto, produce algo, crea algo especial, algo decisivo en la vida del ser humano: la dimensión de la pérdida. Es por ello que este cuento se titula “A find”, “Un hallazgo”. Para encontrar, es preciso haber perdido. Encontrar es siempre volver a encontrar, lo cual exige la pérdida como única condición para que algo pueda ser hallado. ¿Por qué un hombre habría de interesarse en el cuerpo de una mujer, si en alguna parte de ese cuerpo no se escondiese la promesa de volver a encontrar una pequeña felicidad perdida?
No nos sorprende, entonces, que la piedra, y esta vez bajo la forma de una auténtica joya, venga al lugar que la pérdida ha dejado vacante. La joya, el objeto precioso, índice inequívoco de lo femenino, puesto que un anillo es, en definitiva, un agujero, la metonimia de la mujer. Nadine Gordimer es lo suficientemente sabia como para comprender que el objeto del deseo del hombre no es nunca una mujer, aunque pueda disfrazarse de ella. El objeto del deseo es una pequeña cosa, un detalle, ese pezón enrojecido por el sol y asimilado a la dulzura de una fresa, ese triángulo invertido, ese aro en el lóbulo de una oreja que añade el toque de fetichismo imprescindible para que el cuerpo alcance su máxima potencia erótica. Tómese una mujer completamente desnuda, añádasele por ejemplo una simple pulsera en un tobillo, solo eso, y obsérvese el efecto que ese divino detalle produce en la mirada masculina, por no entrar en descripciones más explícitas. Me encantaría saber cómo los defensores del amor como mecanismo fisiológico explican eso. Quién sabe, a lo mejor resulta que tenemos un gen que detecta las pulseras en los tobillos de las mujeres.
Si nuestro hombre había procurado alejarse de las hembras, he aquí que su inconsciente lo pone en la senda de volver a ellas. Se inicia entonces una bello juego entre la pérdida (alguna ha dejado caer algo valioso) y la búsqueda, que sin duda toma como modelo al zapatito de la Cenicienta, pero con las diferencias del caso. Se presentan muchas, pero ninguna es quien tiene que ser. Porque -lo sabemos- tiene que ser una. “Hubo una cuya voz era diferente”. Una que había perdido...toda esperanza. “Pero, ¿y si había una posibilidad en un millón?”
“El amor es un guijarro que ríe al sol”, dijo Paul Eluard. Un guijarro, pero no cualquiera.
Uno en un millón.
Y no es que esa, la Una, la que tenía que ser, sea la dueña del anillo. Esa es la gracia del cuento. La gracia es que para convertirse en dueña, le basta con un pequeño movimiento de la mano, un truco sutil, un “veloz acto de prestidigitación” para que el anillo quepa, y ella pueda acomodarse a la maravillosa mentira que él le pide que ella encarne. No hay nada más que decir, porque se ha dicho lo que se debía. Y lo que no se dice, es lo que sella el pacto entre un hombre y una mujer. Ella se convierte en la tercera. Es un buen número. Si tuviera más tiempo les contaría por qué. Será otro día.
Gustavo Dessal

Un hallazgo, de Nadine Gordimer. Los escritores y el saber del inconsciente. Por Silvia Lagouarde

Me sorprende la diferencia entre lo que a mí me ha provocado este relato, y lo increíblemente benévolos que han sido los que me precedieron en el comentario. Voy a intentar fundamentar por qué considero que no es un relato que merezca gran consideración. Creo que es un relato inclasificable, hasta el punto de pensar que puede ser una de las primeras experiencias de una gran escritora. Hago referencia a ello porque leí muchas entrevistas que le hicieron y, en una de ellas realizada en México, se puede apreciar la inmensa cultura que posee.

Quisiera evocar una conferencia de Miller en Buenos Aires sobre la vida amorosa, donde los estudiantes, al final de la misma, le preguntan para qué sirve el psicoanálisis y como puede, éste, no caer en el vacío, dadas las nuevas maneras de gozar que se instalan en el mundo. Lo que voy a decir lo desgloso de las respuestas que da Miller a las inquietudes de los estudiantes. En una apreciación subjetiva, considero que el psicoanálisis, para muchos escritores que no nacen con el genio de Dostoievsky, Stefan Zweig, etc., es indispensable para que escriban buena literatura.

Desde esta apreciación, insisto, el relato me parece inclasificable e indigno de tanto halago. A partir de esta afirmación, voy a intentar poner a la luz la ignorancia de la escritora en relación al saber del inconsciente.

Y es que en este relato no hay una descripción de la subjetividad femenina, ni de un perfil masculino. De lo que se habla es de ese goce femenino, el engaño, que nombra a la condición femenina. Y la condición del objeto de amor de este hombre, del que realmente sabemos poco, es la mentira femenina. Es lo que funda el “enamoramiento” con su tercera esposa, que es la que hace más evidente la mentira como fundamento de la condición de objeto del amor.

No veo en ese hombre un hombre, veo un gran masturbador, en el sentido que ya se dijo, es un hombre que carece del elemento fálico principal, un hombre sin atributos, un hombre que necesita de un recurso fálico fetiche para provocar el deseo de una mujer. Hay cosas en este relato que no tienen nada que ver con lo que es un hombre. Un hombre viril no va a la playa para tirarse en la arena y ver todo lo que se dice en el relato sobre las mujeres. Eso lo hacen los grandes voyeurs y constituye lo rechazable del hombre. En este sentido, me resultó inquietante.

Por supuesto, el relato carece de toda emoción y es de principiantes, está lleno de lugares comunes y utiliza recursos literarios simples. Lo que se rescata de los dos personajes roza lo innombrable. Por ejemplo, el hombre no puede prescindir del aburrimiento del matrimonio. Y la frase sobre las prostitutas muestra la confusión del protagonista. ¿Qué pretende, que la ramera le sea fiel?

Siempre que leí algún relato de una mujer que pretende hablar de la femineidad, me pareció errado. Es algo que no ocurre con los escritores hombres. Los grandes escritores que hablan de la mujer, saben llegar a ella. Sé que esta afirmación puede generar una gran reacción feminista pero, cada vez que leo literatura femenina encuentro que hay algo que falla.

Quiero decir que este relato habla desde el inconsciente de la escritora. Se habla del goce femenino, pero es imposible saber de qué goza una mujer. Desde este punto de vista quiero decir que este relato es encubridor de otra cosa. Porque la condición femenina se fundamenta en que las mujeres, por estructura, son las únicas que pueden engañar. Jamás se puede saber si una mujer goza en su sexualidad. Y esto, que parece un tópico lacaniano, tiene consecuencias en la posición femenina y en la relación con el Otro que es el hombre.

Este relato habla de eso. El tema central no es el anillo, sino la mentira como condición femenina. Y ese hombre está desesperado porque no sabe de qué gozan las mujeres. Esto es lo que encubre el relato. Y la escritora, que después lo habrá sabido, quiere decir algo que no puede decir. Es lo que quiero hacer ver cuando hago referencia al saber del inconsciente.
Silvia Lagouarde

Un hallazgo, de Nadine Gordimer. El objeto como mentira. Comentario de Graciela Sobral

En parte estoy de acuerdo con lo que plantea Silvia Lagouarde. Cuando escuchaba a los tertulianos masculinos me quedé fascinada. Es un relato que no me motivó ningún entusiasmo y en el que no vi el amor por ningún lado.

En mi primera lectura no entendía la función que tenía ese objeto agalmático, el anillo. Pensaba que el protagonista se tenía que deshacer de él, bien que lo devolvería al mar, o que lo regalaría a alguna de las señoras, por ejemplo, a la señora que atendía el mostrador del hotel. Lo que nunca pensé es que lo iba a usar a cambio de algo.

Un hombre con varios matrimonios, lo cual me hizo pensar cada fracaso matrimonial como un desencanto, lo cual supondría una pérdida. Desde esta perspectiva, comencé a pensar el relato desde el lado de la pérdida. Sin embargo, me dí cuenta de que el cuento muestra el otro lado, no el de la pérdida, sino el de la ganancia. La providencia le puso en la mano un objeto talismán para volver a apostar, y lo usó para conseguir una mujer.

Esto no es algo nuevo. Hay una serie de TV que se llama Luck, suerte, donde Dustin Hoffman, un mafioso importante, conoce a una mujer mayor que le gusta. Les une su pasión por los caballos, pero ella está buscando una financiación importante para una obra benéfica. Pide una cantidad de dinero y él le extiende un talón por el doble. La tiene ganada para siempre. No es la astucia de la mujer, es la astucia del hombre para conseguir una mujer.

Digo, cada uno pone en juego su astucia, la mujer para conseguir el anillo, con su voz contenida, como de cantante, voz que lo seduce, y él paga para tener, a cambio, el objeto que se incluye en su serie.
Graciela Sobral

Un hallazgo, de Nadine Gordimer. La transformación de un no incauto, el protagonista masculino. Comentario de Graciela Kasanetz

Por casualidad, cuando me llegó la información del cuento que se iba a tratar en esta tertulia, estaba leyendo por primera vez un libro de Nadine Gordimer, Historia de mi hijo. Hasta la última página me intrigó por qué lo llamaba así y no Historia de mi padre. Lo entendí en el último párrafo, y no en el desarrollo de la novela. Creo que el saber del inconsciente no es saber teórico que está sólo del lado del psicoanálisis. Efectivamente, los grandes escritores y escritoras saben mucho del inconsciente. Y Nadine Gordimer sabe mucho. No es relevante simplemente por ser una luchadora por los derechos civiles, aunque también por eso. Sus libros están atravesados también por la humanidad de sus personajes, humanidad que incluye el desencuentro entre los humanos.

Tras leer los desencuentros de este relato, se me vino a la cabeza el título de un seminario de Lacan que no fue publicado. Iba a ser Los nombres del padre, y en un juego de palabras en la traducción quedó como Los no incautos yerran.

Entonces pensaba que tenía que agradecer, una vez más, a la tertulia, el enriquecimiento que producen las diferentes contribuciones que se hacen a los relatos, porque todo se ve con muchísima más amplitud. Los lectores, verdaderamente, son tan ricos como los textos mismos. Y creo que en esta época, en la que se está solo con el objeto técnico, lo cual también comienza a trasformar los libros, las tertulias me parecen indispensables. Celebro que en Murcia esté a punto de nacer una hermanita de Liter-a-tulia. Y espero que aumente la natalidad, porque es de la buena.

Al contrario de lo que planteaba Miguel, yo creo que el hombre aprendió. No me di cuenta hasta que apareció la última mujer. Pensaba que, efectivamente, era un hombre que no había aprendido nada, un hombre de la repetición. Pero, al final, acepta el encuentro.

Aquí retomo el título de Lacan Los no incautos yerran.

Se suponía que este hombre quería ser un no incauto y, habiendo aprendido que las mujeres le habían engañado, no quería saber más nada de ellas. Incluso las prostitutas, es lo que dice, son mujeres, en el sentido que comparten la misma condición. Entonces, él quería otra cosa, no acepta ser incauto.

Pues bien, el hombre, a pesar de todo, busca otro criterio. Acepta, en el encuentro con esta mujer, ser incauto. Y creo que el anillo es un símbolo, como decía Miguel, que evoca a Cenicienta en un sentido inverso. No hay dedo, ni mujer, que pueda llenar el vacío del anillo. Sobre todo de ese anillo, un anillo de pedida, porque cuando le da el anillo, lo que hace es darle un anillo de pedida, no está restituyendo algo que ella, legítimamente, pudiera reclamar.

Por eso creo que el fundamento es el encuentro, no la repetición. La autora dice, al final, que entre ellos no hubo más mentiras que las que normalmente hay entre cualquier matrimonio. Cosas no dichas. Cuando le da el anillo podríamos pensar que esto empieza mal, empieza con una mentira, a partir de lo cual nos preguntaríamos, ¿cómo se van a entender?

Si la condición de amor es encontrar la media naranja, van directos al fracaso. Pero creo que él acepta, por primera vez, no repetir. La trampa no está sólo del lado de la mujer, la astucia está de los dos lados. La trampa no es ni del hombre ni de la mujer, sino del amor. El amor es de alguna manera una trampa que hay que aceptar y, en este caso, me parece que el hombre ha aceptado que esa mujer encarne su síntoma y su condición de amor. Es lo que ha aprendido.

Dicho lo cual, y en contra de otras opiniones, me ratifico en que Nadine Gordimer es una extraordinaria escritora, tanto por el libro que estaba leyendo, como por el cuento que nos ocupa.
Graciela Kasanetz

Un hallazgo, de Nadine Gordimer. La piedra como símbolo. Comentario de Isabel

Me llamó la atención la reiteración de las piedras, y recordé el cuento de García Márquez, El rastro de tu sangre en la nieve, del que también se decía que no era un buen cuento. El cuento que nos ocupa es un cuento muy similar, con una estructura sencilla, como de cuento de hadas, y que también ilustra la trasformación de un hombre.

En los cuentos de hadas es la mujer la que se duerme y despierta. Aquí es al revés. Un hombre ha de acomodarse en la aridez y la incomodidad que provocan las piedras. La piedra como símbolo de un recorrido penoso y duro que hay que realizar.

Lo curioso es que cuando emplea la mirada del niño, esa mirada del que lo hace por primera vez, la mirada atenta, y después de haber realizado todo el recorrido, es cuando encuentra una piedra diferente, cuando hace el hallazgo de otra piedra: un diamante.

Este sería uno de los sentidos de este relato sencillo que cuenta una transformación. Es una sabiduría no adquirida por un hallazgo casual, sino que ahora saber elegir, ahora tiene un criterio: la voz. Es un criterio después de tantas experiencias penosas donde se ha sentido engañado.

En definitiva, el cuento nos estaría narrando un proceso de crecimiento y maduración. Después de toda la aridez que simbolizan esas piedras, el protagonista adquiere una sabiduría que le permite una elección. En este sentido, es un relato muy bien contado valiéndose de pocos elementos.
Isabel Cobo

Un hallazgo, de Nadine Gordimer. Fidelidad, engaño, virulencia, en el desencuentro Hombre-mujer. Por Miriam Chorne

En relación con la frase sobre las prostitutas, quiero decir que su significación no sugiere lo que entiende Silvia Lagouarde. El hombre no pretende que las prostitutas le sean fieles, lo que está diciendo es que esas otras mujeres que fueron sus esposas, no eran más fieles y leales que las prostitutas. Eso es otra cosa.

Y sobre la cuestión que abrió Graciela Sobral, sobre si hay transformación en el protagonista, quisiera decir lo siguiente. Es alguien que ha fracasado por dos veces en sus matrimonios, habiéndose quedado con la idea de que las mujeres son harpías que sólo quieren las posesiones. Se llevaron hasta los vinos de la bodega, los libros, etc. De pronto, en este encuentro con la última mujer, hay algo diferente. Se puede decir que cambió. Porque admite incluso la mentira, admite la astucia que supone que esa mujer, sin ser la verdadera dueña, pretenda recibir algo de él. Esa aceptación supone un cambio. No se sabe como acabará todo, la contingencia de un encuentro no garantiza ningún resultado, pero admite cambiar la historia, pues en los encuentros anteriores no aceptaba la astucia, ahora sí la acepta.

Por otro lado, me parece que en esta tertulia, y ya desde el comienzo, hay mucha virulencia entre hombres y mujeres, lo cual me parece que tiene que ver con el encuentro-desencuentro hombre-mujer.

Es una pregunta que dirijo a la tertulia: ¿Por qué el cuento despertó tanta virulencia? En esta tertulia hay algo más que el desacuerdo.

Miriam Chorne