sábado, 25 de mayo de 2013

Austerlitz, de W. G. Sebald. Comentario de Gustavo Dessal

Me ha gustado mucho la presentación de Miriam Chorne, realmente la comparto. Tengo la impresión de que la novela está dividida claramente en dos partes. La técnica de escritura, que en este caso se apoya fundamentalmente en la metonimia, es decir, ese deslizamiento de una cosa a otra, en realidad va transportando, sin que nos demos cuenta, una metáfora sublime. Escribe sobre algo, pero está tratando de otra cosa. Esa técnica, si la tuviéramos que transportar al terreno fundamental de la subjetividad, la definiría como la relación que los seres humanos tenemos con los recuerdos.

Las personas que no pertenecen al campo del psicoanálisis podrán entender perfectamente la siguiente cuestión. Freud consideraba que el recuerdo es siempre encubridor, que todo lo que recordamos conscientemente está al servicio de ocultar otra cosa. Y cuando una persona evoca sus recuerdos, éstos intentan, efectivamente, decir algo que está olvidado y que no puede ser traído a la memoria consciente.

En un momento de la novela se produce un giro inesperado. Entonces nos damos cuenta, retroactivamente, que toda esa multiplicidad de recuerdos, efectivamente, está destinada, en primer lugar, a que Austerlitz pueda sostener una historia. Él es un hombre que se ha quedado sin historia, y se construye una rodeándose de una multiplicidad de evocaciones y recuerdos que ocultan lo que, en determinado momento, va a emerger, algo que lo golpea y nos produce un efecto sorprendente.

En la segunda parte, cuando comenzamos a percibir la metáfora escondida en aquello que se presentó en la primera parte, es cuando la lectura cobra un sentido fuerte. Me tomé el trabajo de hacer un ejercicio, aunque necesitaría mucho tiempo para hacerlo bien. Pero me atrevería a afirmar lo siguiente: casi todas las frases de la primera parte encuentran en la segunda el desarrollo de lo que en un comienzo era tan solo una anunciación, una alusión, un índice.

Voy a poner un ejemplo. En la primera parte hay una escena en la que aparece un funcionario al que Austerlitz le hace una pregunta, un funcionario que se presenta "con la puntualidad de un tren alemán". Esa frase sobre la puntualidad de un tren alemán parece un simple detalle descriptivo, pero tiene una potencia narrativa impresionante. Porque en esas pocas palabras está contenida la cuestión de los trenes, el papel de Alemania, la burocracia, etc.

También he pensado sobre la cuestión de la subjetividad y la memoria de Europa, presentes a lo largo de toda la novela. Por ejemplo, en el momento en que se produce el reencuentro en Praga con la señora que lo había cuidado de pequeño, ella pronuncia unas palabras en las que se pregunta sobre qué cimientos está construido nuestro mundo. Y hacia el final del libro nos cuenta que la biblioteca, la nueva Biblioteca Nacional, se construye sobre un terreno en el cual había un depósito donde se guardaban, clasificados minuciosamente, alemanamente, todos los objetos que se habían robado a los judíos franceses. Es decir, otra vez la cuestión de los cimientos. En la página 33 habla de la estación de Amberes, y el libro acaba con el incendio de la estación de Lucerna.

Es decir, todo se va articulando de una manera impresionante. Y al mismo tiempo, la primera parte es toda una extraña descripción. Las cosas ocupan un lugar importantísimo en la novela, así como los animales. Ninguna descripción es azarosa. Despliega la gran  racionalidad clasificatoria que caracteriza a la Ilustración. Es la descripción de los distintos tipos de polillas, de florecillas, los distintos tipos de pajarillos que existen. Es decir, todo, efectivamente, sigue la lógica de ese estallido clasificatorio que constituye el proyecto de la racionalidad clasificatoria de la Ilustración. Y ese proyecto desemboca en el surgimiento de algo que no es un accidente en el proceso de racionalización, sino todo lo contrario, el proyecto de racionalidad científico-técnico-burocrático.

 Un detalle muy logrado. Los objetos, insisto, tienen un papel importante en la manera de construir la novela. Y hay uno en particular, fundamental: la mochila. Es lo que al protagonista le da una cierta continuidad en la existencia. La lleva consigo en el tren y se abrazaba a ella. Lo primero que destaca el narrador es que cuando conoce al personaje, esa mochila es inseparable, una parte casi del cuerpo, una prolongación, un apéndice de Austerlitz. No sabemos lo que lleva dentro, pero le da continuidad en el relato, en su existencia. 

Gustavo Dessal

Austerlitz, de W. G. Sebald. Comentario de Miguel Ángel Alonso

Austerlitz es la magistral puesta en escena de una concepción nada usual sobre el emplazamiento de un ser humano por su origen, por su verdad y sobre el desafío que supone afrontar los pormenores del camino que conduce a ella.     

Para comenzar, las primeras descripciones que W. G. Sebald realiza acerca de las fortificaciones, las defensas, los afanes de poder, el monumentalismo, etc., me provocaron, de inmediato, una reflexión paralela, pues tenía la intuición de que esas descripciones eran una proyección, a la vida militar, de las defensas que el ser humano construye en su psiquismo. La reflexión es la siguiente: siempre, ante la verdad del origen, la capciosa, la artificiosa conciencia construye una fortaleza colosal: el olvido. Su aspecto es macizo y compacto, pero su sombra ya predice, bien su propia catástrofe, bien la del ser encerrado en ese olvido.

El olvido, en general, es una construcción humillante para el ser, pues lo despoja de sus recuerdos y de su verdad. Pero a la vez, de forma ineludible, concita la atención de enemigos bien poderosos, el deseo y la angustia. No es poca cosa. Entre estos elementos juega Austerlitz la partida de la vida, pues la novela lo muestra acorazado, atrincherado involuntariamente en el olvido de sí mismo, paralizado en la rutina del tiempo lineal, pensante y razonante, y proyectado por su deseo hacia una confusión enigmática y angustiosa de lenguas en la que, paradójicamente, podrá encontrar alguna luz. Estamos, pues, en la lucha entre el recato de la conciencia y el deseo decidido de Austerlitz.

Dijo Austerlitz que, en algún lugar de su ser, el tiempo perdió su privilegiada posición de omnipotencia:

Para mí fue realmente como si el tiempo se hubiese detenido desde el día de mi primera partida de Praga(222)

Esta detención le impidió armonizar sus pasos al tic-tac del mundo. Austerlitz es un hombre que no existe, alojado en un agujero simbólico. No sabe cuál es el tiempo ni la lengua ni la realidad que le concierne. Y además de estar emplazado por una verdad enigmática, escurridiza y opaca, se siente compelido a cuestionar los discursos prefabricados que intuye que no son suyos. Ante su perentoria decisión –que es una decisión ética— Austerlitz se instala en la escucha de un saber que no sabe, un saber que, sin embargo, presiente que le pertenece, pues le insiste de una forma muy singular.   

¿Cómo escucha Austerlitz el discurso de su verdad?       
             
De forma irremediable, se desplaza por una estructura lingüística esencialmente temporal –esa planicie metonímica que es el texto de W. G. Sebald— deambula por la infinitud de un lenguaje con solo dos puntos y aparte, atestado de contigüidades, de encadenamientos, de digresiones que, en ese insistente “Dijo Austerlitz”, pareciera querer sostener y amarrar la esencia perdida de su vida, pareciera querer taponar compulsivamente su agujero simbólico.
Pero en esa estructura lingüística encontramos también algunas repeticiones, como las cúpulas, las estaciones ferroviarias, elementos del discurso que sitúan a Austerlitz ante una realidad concreta, evocadora y, por ello, enigmática, lo cual logra detenerlo, contenerlo, puntuarlo y sosegar su fatiga discursiva. No son menores otras repeticiones, como las fortificaciones, pues, como resistencias obstinadas, actúan como un reclamo que parece inquietarlo y convocarlo a algún desciframiento.

Pero también juega la partida en otra estructura lingüística, ésta sí atemporal, no situada en la profundidad, sino en la misma superficie de lo que Austerlitz dice. Pues escucha, en eso que dice, algunas palabras que le suenan distintas, algunas palabras que le traen significaciones distantes, y es captado por algunos lugares y objetos que intuye pintados también en otros sitios ignotos y longincuos. No son más que los testimonios afectivos de una verdad difícilmente accesible para Austerlitz en relación a su origen.

Una de las singularidades de la novela es que Austerlitz, en su tortuoso viaje, comprueba que la verdad no se ve ni se toca, sino que se reconstruye con los retales ofrecidos por esos testimonios. Ellos se significan como las únicas vías que permiten abrigar la esperanza de llegada a algún horizonte vital. Pero tiene una intuición fuera de lo común, y es que para arribar a ese horizonte no vale el pensamiento, no valen los libros, ni vale la razón. Dice en la página 280:
Los libros, inútiles para producir el encuentro con los orígenes
Curiosa observación. Cuando se trata de la verdad, cuando se trata del ser, cuando se trata del deseo, resulta que el pensamiento y el conocimiento aparecen como marginales, no resultan aliados para iniciar el camino ni para llegar a su fin. Austerlitz privilegia el encuentro casual con esos testimonios en los que se posaron ciertos afectos por los que se siente conmovido. Esto recuerda la inversión del cogito cartesiano producida por J. Lacan:

No soy allí donde soy el juguete de mi pensamiento; pienso en lo que soy, allí donde no pienso pensar

Para abundar en esta posición, dice Austerlitz en las páginas 142 y 143 que el conocimiento que había acumulado no era más que una memoria sustitutiva y compensatoria. Es decir, sitúa al pensamiento y al conocimiento como velos de su verdad.

Separado de su conciencia y del tic-tac del tiempo, Austerlitz siente la preocupación por encontrar las leyes que rigen el retorno del pasado. Y el caso es que las pone a la vista magistralmente. Su cita con la verdad no tiene que ver con un tiempo lineal. En su discurso, los muertos pueden estar más vivos que los propios vivos, y las fracturas son el terreno firme para atisbar esa verdad. Cuando se trata del origen, Austerlitz sólo le da poder a esos “reflejos de reconocimiento” que se lastran, de forma ilógica, de forma extraña, con afectos que Austerlitz presiente que no pertenecen a ellos:

Por qué determinados timbres, oscurecimientos de tono o síncopas lo afectan tanto a uno, a alguien como yo, básicamente poco musical… pero hoy, en retrospectiva, me parece que el misterio de que entonces me sintiera conmovido se encierra en la imagen del ganso blanco como la nieve que permaneció inmóvil y rígido entre los actores, mientras tocaban(273)

Austerlitz, atento a los afectos que marcan su discurso y su cuerpo como única posibilidad de sentirse vivo, encuentra el camino hacia la producción de su nacimiento simbólico, de su reencuentro con la lengua materna, o lo que es lo mismo, el reencuentro con alguno de los aromas de su patria, de su infancia, de su origen.

Reencuentro, por otra parte, lleno de paradojas. Decía Baudelaire que nuestra patria es la infancia. Pero lo
cierto es que, de una u otra forma, la infancia, para Austerlitz, así como para muchos de nosotros, sino para todos, se convierte en una tierra muy lejana, hasta el punto de hacernos sentir la vida como un destierro. En realidad, ese destierro es eterno, porque lo es de una palabra jamás pronunciada. Austerlitz lo muestra de una forma radical, pero todos tenemos un agujero simbólico en el origen. Porque finalmente, como le ocurre al protagonista, no se puede conquistar la infancia, porque, finalmente, no hay verdad ni origen ni patria que se puedan ver ni tocar. En la vida nos movemos por la ética contenida en una decisión fundamental, o vivir atrincherados siempre en el olvido, caminando la fatiga de los pasos quietos, o volviendo siempre, por caminos inexistentes, hacia una palabra jamás pronunciada, arrastrando con nosotros la mácula de un infinito querer.

Miguel Ángel Alonso  

Austerlitz, de W. G. Sebald. Comentario de Rosa López

Voy a contar una anécdota que me ocurrió, hace tiempo, en uno de mis viajes desde la estación de Chamartín en Madrid a la de Austerlitz en París. Para mí era una estación rara, siempre estaba en obras. La anécdota me ocurrió en el primero de los viajes que hice. Tomé el tren, dormí en uno de esos compartimentos de cuatro camas, y tuve una pesadilla horrible, espantosa, consistente en que el tren entraba a la estación de Auschwitz, y cuando bajaba del tren, unos policías distribuían a hombres y mujeres hacia lugares distintos. Esa  fue la pesadilla. Quiero decir que todos llevamos en la memoria individual, esa memoria colectiva que ha producido en nosotros un terrible agujero después del cual ya no se puede hablar igual. Y, desafortunadamente, escuchamos a nuestros políticos, en la actualidad, utilizar el término “nazismo puro” para hablar de los escraches. Es no tener la menor noción de lo que ha supuesto ese nefasto episodio de la humanidad en la vergonzosa historia de Europa. Lo que hace el sueño es realizar una metáfora, cambiar un significante por otro, Austerlitz por Auschwitz. Está en la misma novela. En realidad, todo el tiempo se trata de Auschwitz; la multitud de estaciones a las que entran los trenes son, finalmente, esa imagen que todos tenemos de los trenes entrando dentro del campo de concentración. Es la invisible presencia de los campos de concentración. Se habla de todas las estaciones, pero justamente, no de Auschwitz. El protagonista dice que la estación de Austerlitz le resulta de las más misteriosas y siniestras, y dice que pareciera el escenario de un crimen no espiado. ¿De qué está hablando?

El libro acontece entre los años 1967 y 1998. Dos personajes se encuentran, un alemán que no soporta Alemania y un judío que no sabe ni quién es. Y se encuentran en “el salón de los pasos perdidos”, porque viajan sin ton ni son. Los dos estudian mucho, pero no saben qué es lo que les mueve. Pero no lo saben ellos ni lo sabemos nadie, porque todos estamos embarcados en la vida sin saber quién lleva el timón. Entre el 67 y el 98 trascurre su relación, y no encontramos nada relativo a esos treinta años, como por ejemplo en el 68 el mayo francés. Todo parece una retroacción hacia Auschwitz.

La novela me parece impresionante como reconstrucción histórica de un sujeto que vivía en una fortaleza. Al respecto, resulta hermosa la alegoría de las fortalezas, es muy freudiana. Freud habla de capas de cebolla, aquí se habla de una ciudad sitiada por murallas sucesivas. Pero el sujeto está detrás de todo eso, un sujeto que no quiere saber quién es, o que hace un desplazamiento, pues en lugar de investigar su historia, investiga la de la arquitectura europea, o bien es profesor, pero se fija en los divinos, ínfimos y evocadores detalles que lo derivan hacia el recuerdo de la madre.

Pero Austerlitz no quiere saber nada. Es un sujeto fortificado hasta que le vienen los ataques que él denomina histéricos, se siente mal, se marea, se desvanece, le entran las nauseas. Ahí demuestra, como él dice, que una ciudad fortalecida puede ser fácilmente atacada si las armas son las adecuadas. Y el retorno de lo reprimido tiene toda la potencia de las armas adecuadas. Un sujeto puede estar negando toda su vida, no queriendo saber nada de su historia, no queriendo investigar, pero de pronto viene un recuerdo, o sale al paso algo, en la vida, que trae la verdad. Es lo que le ocurre a Austerlitz. 

Y para finalizar quiero comentar algo relativo a las cuestiones que aparecen del lado de los objetos, lo llamaría los divinos detalles. Contienen mucha verdad los comentarios que hacen referencia a que la novela, en principio, es abrumadora, pero claro, si hacemos una lectura retroactiva, de eso que en principio abrumaba, se extrae un gran jugo, porque empiezan a verse los divinos detalles. Cuando muere la mujer que le acoge, una mujer que no hace de madre jamás, y por la cual no siente ningún afecto, su cuerpo está ataviado con el traje de bodas, también encontramos el detalle de los guantes con las perlitas nacaradas, o de malaquita. Esos detalles le traen las lágrimas a los ojos, por qué, porque en el fondo son los guantes de Vera, la chica que le cuidaba. Y así, toda la novela está llena de divinos detalles, es impresionante en este sentido. 

Rosa López

Austerlitz, de W. G. Sebald. Comentario de Silvia

Como todos los grandes libros, Austerlitz dispara nuestras asociaciones y evocaciones de manera impresionante. Una de las primeras evocaciones fue el arqueólogo de las siete ciudades de Troya, Schliemann, porque la memoria de Europa y la de Austerlitz son como siete ciudades de Troya, una debajo de otra.

También me recordó un documental, pasado por Canal +, sobre Roman Polanski. En él, por primera vez, habla de su historia a raíz del juicio en Suiza. Un periodista, amigo suyo, le propone una entrevista en la que cuente lo que sucedió realmente en su vida. Y cuenta algo que me pareció increíble. Y es que de pequeño tuvo que ir a vivir al gueto, del cual se van llevando a la gente de forma aleatoria, sin saber por qué. Su hermana se había fugado y se marchó a París.  

Roman Polanski había nacido en París, y sus padres tuvieron la mala idea de volver a Cracovia justo antes de que empezara la guerra. En el gueto, el padre se da cuenta de que en cualquier momento pueden desaparecer todos. Como digo, la hermana logra escapar a París, mientras que a la madre la prenden, la llevan, y nunca más aparece. Y el padre da dinero a unos campesinos para que, si alguna vez es hecho prisionero, se hagan cargo de su hijo. De esta manera logra que éste se salve, pues efectivamente al padre lo hacen prisionero.

Un día, Roman Polanski, se da cuenta de que han cogido al padre, se va a vivir con los campesinos, y cuenta que todos esos años, de forma permanente, estuvo esperando que llegara su familia. Cada persona que veía a lo lejos, cada sombra que veía, pensaba que podría ser su padre. En cuanto a su madre, él ya sabía que no iba a volver. Pero lo increíble es que, por razones que no vienen a cuento, su padre sobrevive al campo de concentración. Sin embargo, no lo vuelve a ver durante mucho tiempo.

Y cuando va a la fiesta de un amigo, éste le dice que pase a saludar a su padre, que hace mucho que no lo ve. Sube a verlo y, en ese momento, la mujer con la que el padre se había casado, le dice que el padre lleva varios días sin comer, encerrado en su habitación llorando, que nadie sabe qué le pasa. Polanski llama a la puerta, se presenta, pide que lo deje entrar, y el padre lo deja entrar. Cuando le pregunta qué le ha pasado, por qué todo ese llanto, el padre responde que cuando estaba en el campo de concentración, un día que se llevaron a todos los niños del campo. Toda la gente alrededor de él lloraba, se tiraba al suelo, se mesaban los cabellos, daban gritos espantosos. Y él fue el único que se quedó de pie, sin llorar, sin decir nada, porque sabía que su hijo estaba salvado con los campesinos.

Pero, qué fue lo que despertó el recuerdo en este hombre que no había llorado nunca, que nunca había hablado del campo de concentración. Ocurrió que había encendido la radio y escuchado una canción que los argentinos de nuestra edad recordamos: Oh mi papá. Resulta que es la canción que habían puesto en el campo de concentración ese día en que se llevaron a los niños para gasearlos.

Contaba este ejemplo porque la novela, efectivamente, dispara una gran cantidad de asociaciones. Otra cosa de la cual me acordé es que el historiador Tony Judt, un  historiador de la última parte del siglo XX, dice que está fascinado por las estaciones de ferrocarril. Le parecen la obra arquitectónica mejor diseñada, porque han sobrevivido un siglo. Es decir, las mismas estaciones que se hicieron a finales del XIX, o principios del XX, siguen funcionando hasta ahora. Dice que no muchas construcciones arquitectónicas logran mantenerse de esta manera. Esta asociación me vino, precisamente, por la importancia que tienen las estaciones para Austerlitz.   

Quiero decir, para finalizar, que el libro está escrito en el 2001. Si mal no recuerdo, en ese año surge el Euro. La sensación que me deja la novela es la de una gran crítica, o una actitud muy alerta de Sebald en relación a la historia europea. Es otra de las cuestiones que me sugiere el libro. 

Silvia

Austerlitz de W. G. Sebald. Comentario de María José

Austerlitz me parece una gran novela. He leído también Los anillos de Saturno y me gusta mucho Sebald. Produce la impresión de que estamos ante una auténtica literatura. Aquí está lo que diría Kafka, la literatura como un hachazo en la cabeza, lento y moroso, pero inolvidable. Tiene unas descripciones extraordinarias que me producen la misma impresión que la poesía, es decir, la de cuando se tira una piedra en un estanque y ver cómo los círculos van agrandándose y profundizándose. Es un efecto hipnótico, como el que produce Faulkner, o como Javier Marías.

No sé por qué tengo la impresión de que todo el tiempo está realizando la metáfora de algo. Y claro, después de lo que se ha comentado en la tertulia, está clarísimo. Parece como si no hablase de las estaciones, sino de otra cosa. 

Otra cuestión que me llama la atención, y parece un hallazgo. Podría ser una novela erudita, pedante, diletante, insoportable, y sin embargo, esa erudición tiene un efecto ecuménico, porque es capaz de vincular la historia del chaval, del cura, de la provincia de Gales, con Darwin. Todo eso resulta muy humano y apasionante. Lo que le ocurre a esta novela es ser Literatura con mayúsculas, y no lectura.  

María José

Austerlitz de W. G. Sebald. Comentario de Beatriz García

La novela, además de parecerme una ficción documental, contiene una mezcla de géneros. Yo había leído hace años Los emigrados, un libro de relatos de Sebald, y la impresión que me habían dejado era muy parecida a la que me dejó Austerlitz, una cierta difuminación del borde entre la narrativa y la poesía. Es como si hubiese leído un poema más que una novela. Esto tendría que ver con el rechazo de la racionalidad y del orden lógico de las cosas, del tiempo lógico, una cierta fuga del sentido, todo ello  coherente con esta concatenación de las cosas, de los pensamientos, de la que se viene hablando en la tertulia.  Y todo perfectamente implicado en la historia que está contando el protagonista.

Otra cuestión hace referencia a la metáfora y la metonimia. Es verdad que todo el tiempo se advierte la presencia de un correlato, pero mi sensación, la palabra que venía a la cabeza era la de resonancia más que metáfora. No me terminaba de parecer una metáfora, sino un orden de resonancia que me evocaba la poesía, por eso hablaba anteriormente de un texto con un sentido problemático, pero donde las cosas se van abrochando, no a la manera tradicional. 

A mí también se me hizo duro entrar en el texto, pero me empezó a ser más fácil cuando comenzó a contar la historia del pastor, porque era de un orden más histórico. Y se hace complicado entrar en el texto porque nos lo impide el amor que tenemos por el sentido. Y es que para leer este libro hace falta un tiempo mental, que no es el que tenemos normalmente. Hay que leerlo con calma, volver atrás todo el tiempo y releer porque si no, uno no sabe a dónde agarrarse. Es difícil agarrarse a algo, salvo a la mochila. 

Beatriz García

Antonio comenta Austerlitz, de W. G. Sebald

En relación a esa concatenación metonímica, tan abundante en la novela, voy a tratar un posible lado crítico negativo de esta, evidentemente, genial y espléndida novela. Estoy de acuerdo en eso. Pero tengo que decir que, por primera vez en mi vida, he pensado que el síndrome que en psiquiatría se llama logorrea, esa compulsión inmoderada a hablar profusa y seguidamente, esa especie de delirio del lenguaje, empecé a pensar si esto podía darse en también en la escritura literaria. Pues el texto me parecía una especie de logorrea en la escritura. Empecé la novela con un buen ánimo, iba a leer nada menos que al más original narrador de nuestro tiempo, como dice en la contraportada. Pero en la página 30, tras haber pasado por las concatenaciones metonímicas, por las asociaciones de comentarios sobre estaciones, sobre monumentos, cúpulas, animales nocturnos, guerras, cuadros, museos, fortificaciones, etc., estaba abrumado. No sabía cómo organizar todo aquello, descrito con una prosa riquísima, fluida, abigarrada y sin un solo punto y aparte. De tal manera, tuve la impresión de que todo aquello me sobrepasaba, me desbordaba. Me he sentido continuamente abrumado por el peso terrible de aquel discurso de concatenaciones, derivas diversas y a miles. La novela alcanza unos niveles fantásticos de expresión sin pensar en el lector. Es decir, reconozco, por supuesto, la enorme facilidad literaria de Sebald, pero quiero confesar que lo de Austerlitz me obligó a rendirme.

Antonio 

Breve comentario sobre Austerlitz, de W. G. Sebald. Por Luis Teskiewicz

Hay un libro de memorias apasionante de Roman Polanski. Empieza contando toda su experiencia infantil de ser un niño exiliado de su familia para salvar la vida. Pero el comentario de Antonio me ha estimulado el surgimiento de otra cuestión. A poco de comenzar a leer la novela, recordé una cita que Borges refería a su amigo Bioy Casares. Decía a los alumnos de literatura lo siguiente:

Yo siempre aconsejé a mis estudiantes que si un libro les aburre, lo dejen; que no lo lean porque es famoso, ni porque es moderno, ni porque es antiguo: la lectura es una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz


Y fue lo que hice. Tengo que confesar que la primera vez tenía un prejuicio favorable, porque gente que yo respeto mucho, como es la gente que organiza esta tertulia, lo había elegido. Por ello, esperaba no solo una buena novela, sino una gran novela. En todo caso, esto no quiere decir mucho más que sobre gusto no hay colores. De todas maneras, lo que escucho ahora en la tertulia me apasiona, y no es la primera vez que ocurre que, al empezar un libro por segunda vez, se encuentra un nuevo placer. Pero en la primera lectura, la novela pudo conmigo.  

Luis Teskiewicz

lunes, 20 de mayo de 2013

Reunión LITER-a-TULIA Junio

LITER-a-TULIA finalizará su 5º curso
con el relato del escritor Jack London titulado
La Hoguera


Un relato a caballo entre géneros
 en el que el maestro London, con una prosa fácil,
nos atrapa con su inquietante planteamiento.

Este es el enlace para su lectura:
http://www.cuentosinfin.com/la-hoguera/


Nos reuniremos el viernes, 14 de Junio, a las 18 horas
en Este o Este
Manuela Malasaña nº9
-Metro Bilbao-