jueves, 15 de noviembre de 2012

Héctor Urdaneta abre la sesión 38 de Liter-a-tulia con su comentario sobre El mapa y el territorio de Michel Houellebecq

                                                    El espejo y la creación.

 La lectura de “El mapa y el territorio” resulta interesante porque da la oportunidad re-considerar múltiples temas que se van cruzando en el desarrollo de la historia, la soledad, las dificultades de la comunicación, la inspiración en la acción creativa, la sociedad entrelazada con valores de mercado... entre otros.



De ese conjunto de temas posibles para comentar, yo me quedo con el del arte, en una doble dimensión, por un lado desde el aspecto global, en cuanto se refiere al arte como espejo de lo social, y por otro, el arte como emergencia a la inquietud personal que activa mecanismos de creación.   


En la dimensión de arte como espejo social, Hoeullebecq establece todo un juego de relaciones “sintomáticas” en el desarrollo artístico de Jed Martin, la fotografía[1] será su primer acercamiento a la acción creativa, el joven Jed retrata compulsivamente “piezas de acero” que luego servirán a catálogos de ferreterías. Pasado un tiempo y llegado al sentimiento de la saciedad de las imágenes de acero, Jed descubre accidentalmente los mapas Michelin y con ello un nuevo impulso, el de retratar éstas cartografías desde variados e ingeniosos ángulos; en ese momento además, se suma el encuentro de Olga, una mujer bella y con poder que potenciará su primera exposición, respaldándolo con los mejores recursos de apoyo y difusión. Las imágenes de las carreteras serán todo un éxito. 


Posteriormente, salta a la pintura con el proyecto de realizar una “genealogía de los oficios”, en ella se retrata nuestra sociedad desde sus orígenes modernos, es decir, desde oficios artesanos (como el carnicero) hasta los más técnicos (los de última generación). Hoeullebecq se interesa por ciertos personajes que han pasado a representar símbolos de nuestra cultura, por tanto supongo que no fue nada ingenua la decisión de tomar como modelos a Bill Gates y Steve Jobs (jugando una partida de ajedrez, la conversación de Palo Alto), así como, Jeff Koons y Damien Hirst.

Entonces, por un lado, tenemos la ingeniería informática con sus softwares, el desarrollo de la inteligencia artificial, la nanotecnología, la robótica, esa que reproduce semblantes de irrealidad cuando sus efectos se sobreponen a lo humano (generando des-contacto, aislamiento, adicción, exclusión), por otro lado, dos artistas plásticos “supuestos sujetos” de ingenio y saber, capaces de traducir lo humano, y encontramos lo kitsch y la muerte (características ineludibles de nuestra contemporaneidad); curiosamente además, éstos “artistas” son dignos ejemplos de lo hiper-liberal, de los más altos valores de mercado (sus obras gozan de reconocimiento, se venden por precios astronómicos[2].), con ellos se hacen oír ecos de des-humanización. Poder e imagen atraviesan a Jed Martin, Jeff Koons y Damien Hirst (sobre esto podríamos seguir diciendo muchas cosas).

Intentando ser breve, salto al otro punto que me gustaría referir brevemente, el arte como emergencia de creación. Hoeullebecq deje entrever en medio de sus mareas pesimistas como el arte posibilita calma y cuotas/fragmentos de sentido, en el caso de Jed Martin, un personaje un tanto melancólico y derrotado, se entrega a su oficio como un esclavo que no puede huir de su destino. Podemos encontrar la siguiente cita: 

“...a Jed le interrogarían en numerosas ocasiones sobre lo que, en su opinión, significaba ser artista. No habría de encontrar nada interesante ni muy original que decir, exceptuando una sola cosa que en consecuencia repetiría casi en cada entrevista: ser artista, en su opinión, era ante todo ser alguien sometido. Sometido a mensajes misteriosos, imprevisibles, que ha falta de algo mejor y en ausencia de toda creencia religiosa había que calificar de intuiciones; mensajes que no por ello ordenaban de manera menos imperiosa, categórica, sin dejarte la menor posibilidad de escabullirte, a no ser que perdieras toda noción de integridad y respeto por ti mismo.” p. 94[3]

Por tanto, estas palabras me hacen recordar las que ya pronunció hace un tiempo un señor para referirse a la experiencia de todo sujeto en posición de interrogarse sobre su identidad en los momentos en los que el sentido se fuga, se requiere inventar algo, crear algo... y allí, en ese punto ser artista es un esfuerzo de poesía*

 Héctor Urdaneta
 
[1]        En los antecedentes de Jed se lastran un abuelo fotógrafo y un padre arquitecto con ciertas ambiciones artística
[2]        El 30 de agosto de 2007, Hirst vendío su obra trabajo "Por el amor de Dios" ("For the Love of God"), una calavera humana auténtica, toda ella incrustada de diamantes, 8.601 en total, que alcanzó los 50 millones de £ (74 millones de €).
[3]        Otra referencias de éste punto se haya en la P. 222-23

Comentario de "El mapa y el territorio" a cargo de Alberto Estévez

Para nuestra segunda reunión del curso hemos elegido esta novela de Michel Houellebecq, “El Mapa y el Territorio”, y con dicha elección coinciden dos autores franceses abriendo el recorrido que pretendemos hacer este año en la tertulia; Claudel el pasado mes, Houellebecq hoy con este premio Goncourt 2010.

Escritor polémico, de pluma irreverente, considerado l’enfant terrible de la literatura francesa, título que sospechamos acepta con sumo gusto y que se ha ido ganando a pulso, no sólo con sus novelas, por las que ha sido calificado de pornógrafo, misógino o racista por sus innumerables enemigos, también por sus declaraciones, en las que no ha titubeado, por ejemplo en verter comentarios del estilo “la religión más idiota del mundo es el Islam”, que lo hacen acreedor del título de islamófobo.

Pero Houellebecq además de oponentes ganados a conciencia, sin duda, también tiene méritos reconocidos, es ingeniero agrónomo, dato que resuena con el título de esta novela, pero sobre todo es un escritor extraordinario, ensayista y poeta, y respecto de la escritura les cito una frase suya: “En el momento que suscites en los demás una mezcla horrorizada de compasión y desprecio, sabrás que vas por el buen camino. Podrás empezar a escribir”. Dicen que otorgarle el Goncourt consiguió amansar bastante a la fiera, cosa que no habían conseguido los múltiples galardones y premios obtenidos con anterioridad, pero ya vemos en esta frase que el espíritu provocador que lo anima no se ha perdido aún. Efectivamente, no parece tener piedad con el producto mediocre, pero también seguramente responde a un gusto por el trabajo bien hecho y la excelencia.

El Mapa y el Territorio además nos sitúa ante el Houellebecq sociólogo, porque es indiscutible que en esta obra, como en tantas otras obras de calidad, observamos cómo una trama, con sus personajes, en las que se van sucediendo situaciones, es utiliza por el autor para recrear de una manera sólida un retrato de la actualidad, de nuestro presente actual, de nuestro mundo, ese que gracias al deseo del Otro nos ha tocado vivir, y en esta recreación artística, nunca mejor dicho, porque la manera elegida es la de un artista de la escritura, va dejándonos sus impresiones, sus valoraciones, un pensamiento que se posiciona de manera decidida en todo lo que a este mundo le está ocurriendo hoy.

Entonces podemos empezar por ahí, el hombre y su mundo, lo simbólico que marca irremediablemente al uno, frente a la vida misma, lo real en estado puro, o si seguimos la reducción que se permite el autor, El mapa y el territorio. Porque, ¿cuál es la diferencia entre un mapa y un territorio? Mientras éste, fotografiado por ejemplo por un satélite no es más que un conjunto de manchas provocadas por la disposición natural de la vegetación y los accidentes geográficos, un mapa es el resultado del pasaje de un territorio por el descodificador humano, es decir, introduzcan un territorio en el artefacto simbólico con que el ser hablante lo positiva y el resultado que obtendrán será un mapa. ¿Recuerdan el título de la primera exposición de nuestro protagonista? “EL MAPA ES MÁS INTERESANTE QUE EL TERITORIO”

Se trata de la exposición primera, todavía nuestro artista no entró en contacto con el escritor, y decide utilizar esa frase para encabezar su exposición dedicada a ese producto híbrido, mezcla de mapa y foto de satélite, entre real y simbólico. Lo que interesa a Jed Martin es lo que puede hacer la mano del hombre con lo real, dicho de otro modo, qué tipo de domesticación puede lograr la mano del hombre con lo real que nos invade.

Sin duda que resulta interesante cómo este proyecto nace, en un viaje que Jed no duda un momento en emprender, el motivo es el fallecimiento de su abuela, y el otro elemento esencial es el compañero de viaje, ni más ni menos que el padre, y ahí sucede la conmoción ante la visión de los mapas Michelín en la gasolinera; a través de este proyecto abre la posibilidad de una dimensión vital que le va a permitir hacer su singular recorrido por la sociedad parisina, e incluso conocer el amor, aunque respecto de eso creo que tendremos que hilar un poco más fino porque si hablamos en términos de amor quizá solo podamos contar con el amor que Olga siente por él. Pero a lo que iba es que la presencia del padre y la de la muerte son el gérmen de este proyecto que tantos réditos arrojará, es el ejercicio que se resume en un tratar de hacer con para llegar a un saber hacer con.

Pero su primera exposición no es su primera producción artística, recuerdan el proyecto que debe presentar para su admisión en Bellas Artes, las fotografías de los objetos manufacturados del mundo, “La historia de la humanidad es la historia del dominio de los metales”, más de 300 fotos que postulan un serio candidato, incapaz sin embargo de redactar la nota de presentación de dicho trabajo, y Houellebecq enfatiza, dificultad que lo acompañaría durante toda su vida.

Jed es un artista, y un artista extraordinario, pero también podemos abrir un segundo catálogo para enumerar sus dificultades, cosa que no voy a hacer porque me interesó mucho más cómo va enfrentándolas, antes citaba el amor, creer en el amor es para él lo mismo que creer en fantasmas, pero no jugar la partida en el campo del amor no le impide ser depositario de un saber de la comedia sexual, por ejemplo: sabe leer en los ojos de Olga el deseo. En otro sentido, si nos detenemos en la relación con su padre, tampoco éste parece muy amoroso, sí un tipo responsable para criar él solo a un hijo, en todo caso una relación muy distante, y sin embargo hay que ver qué suerte de alquimia produce nuestro personaje para acabar sabiendo que todo lo que viene del padre le permite tomar impulso en la vida (Je père sévère, je persévère), ya saben que el padre no es sólo la persona del padre, es sobre todo una función, y en ese sentido cobra todo su valor el rescate en el desván de la cámara de fotos Linhof del abuelo, el padre de su padre, con ella aborda la cuasi totalidad de sus estudios artísticos.

Esto es lo que me admira de este personaje, porque alguien puede estar plagado de limitaciones, no hay más que ver cómo acaba sus días víctima del desapego fundamental que lo define y que le hace vivir una existencia por la que nunca sintió gran estima, pero ello aunque parezca que puede hacernos incurrir en una contradicción, no tiene porqué significar que el sujeto no pueda estar bien orientado en su vida, y Jed lo demuestra, el artista extraordinario en esta ocasión es una faceta más de un sujeto extraordinario, un ser humano amante de la belleza, por ejemplo, la que puede conseguir la manufactura humana y que se consagra en los objetos, pero no estamos hablando de todos los objetos, no al menos de aquellos que la producción mercantil nos brinda para su consumo adictivo, hablamos del artesanado, de aquellos objetos que están marcados por cierta magia, que encierran el deseo de quien los pensó y elaboró, esa es la magia que los envuelve, es la magia que los humaniza y los distingue de aquellos otros objetos científicos, diseñados técnicamente para ser gozados.

Pero apreciar el trabajo artesano, ser capaz de admirar dichos objetos no es nada especial, en todo caso podría vulgarmente tomarse como tener buen gusto, no dudo que Jed lo tenga, pero tampoco de que él va más allá, su gusto por esos objetos no es fruto solamente de la belleza propia de dicho objeto, es el resultado de una posición ética que marca su vida, que aloja el lugar de la causa como lugar de un vacío y el deseo como deseo de otra cosa, es ese el camino que nos permite pensar su arte como la forma de operar con lo imposible.

Por esto, uno de los aspectos que más me ha interrogado de la lectura de este libro es el papel tan destacado que tienen los objetos que aparecen, ya digo, me parece que no todos tienen el mismo estatuto, no es lo mismo el Audi A6 Allroad que la Linhof del abuelo, pero en ese sentido el libro es también él un catálogo, que incluso puede llegar a relatar el manual de instrucciones de uno de los objetos que se describen, una especie de realismo exhacerbado. Me parece haber entendido el porqué de esta promoción de los objetos, les cito: Es brutal, ¿sabe usted?, terriblemente brutal. Mientras que las especies animales más insignificantes tardan miles, a veces millones de años en desaparecer, los productos manufacturados son desterrados de la superficie del planeta en unos días, nunca se les concede una segunda oportunidad, no les queda más remedio que sufrir, impotentes, el diktat irresponsable y fascista de los responsables de las líneas de producción, que naturalmente saben mejor que nadie lo que quiere el consumidor, que pretenden captar en él una espera de novedades, que lo único que hacen en realidad es transformar su vida en una búsqueda agotadora y desesperada, un vagabundeo sin fin entre lineales eternamente modificados.

Son palabras del escritor dirigidas a Jed, éste le contesta: Quizá deberíamos reservar nuestra confianza y amor para los productos extremadamente onerosos, que gozan de un rango mítico. No me imagino, por ejemplo, que Rolex suspenda la producción del Oyster Perpetual Day-Date.

– Usted es joven… Usted es jovencísimo… Rolex hará lo mismo que los demás. Fíjense a dónde llega Houellebecq en el párrafo siguiente: “También nosotros somos productos, productos culturales. Nosotros también llegaremos a la obsolescencia. El funcionamiento del mecanismo es idéntico, con la salvedad de que no existe, en general, mejora técnica o funcional evidente; sólo subsiste la exigencia de novedad en estado puro”

Por esto Hirst arrebató a Koons el nº1 en el mercado del arte, y hoy vemos sus habituales representaciones mortíferas en forma de calaveras estampadas en los productos de cualquier tienda de moda que se precie de estar a la última, porque la producción mercantil ha asestado un golpe fatal a los últimos representantes del artesanado. Esto es lo que desliza el libro bajo su trama de ficción, y ocurre porque Houellebecq es un pensador, un filósofo de nuestro tiempo, y su amplia visión de lo que está pasando en el mundo le permite darse cuenta de que la dictadura del mercado no se concreta única exclusivamente en el mundo del arte, también percibe todo lo que conlleva, y el libro marca muy bien en distintos momentos la tendencia actual a interpretar todo desde la biología que reduce al hombre a sus condiciones biológicas, mientras el autor lo rescata de esa animalidad y lo eleva por encima de la naturaleza, ese es el efecto del lenguaje, esa es la arista que añade lo simbólico y lo cambia todo porque hace que, como tan bien nos dice Jacques Alain Miller, el cuerpo del hombre sea la vergüenza de la creación porque está enfermo de la verdad, una verdad que habla y trastorna la relación del cuerpo con el mundo.

Sin duda que hay mucha guasa en el autor cuando nos hace ver cómo una diosa como Olga elige a un muchachito como Jed en lugar de un bruto viril que te lleva a la cama, que es la imagen en auge desde hace unos años, no solo un cambio de moda, más bien el retorno a los fundamentos básicos de la naturaleza, la atracción sexual en lo que tiene de más elemental y brutal.

Bien, termino; Jed se retira de un mundo sin magia, de su sociedad tras haberla analizado y retratado, y su marcha en realidad es un regreso, el regreso al estado de soledad de su infancia para crear sus videogramas, 30 años de retiro para su última obra, el triunfo de la vegetación, plasmado en el hundimiento de los objetos industriales en las capas vegetales, la voracidad biológica destruyéndolo todo, es el viaje de retorno, en suma, que lo llevará desde el mapa hasta el territorio.


Alberto Estévez

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Gustavo Dessal comental El Mapa y el Territorio de Michel Houellebecq

            Una profunda piedad sobre la condición humana

Quiero agradecerle a Héctor la apertura que ha hecho de la tertulia, estableciendo una perspectiva verdaderamente interesante sobre el arte como reflejo o síntoma del mundo contemporáneo.

Para mi gusto estamos hoy ante una novela de gran riqueza, independientemente de la polémica que se pueda crear acerca del escritor. He leído todas las novelas de Houellebecq, incluso el intercambio epistolar entre él y Bernard-Henri Lévi publicado con el título Enemigos públicos. Creo que Houellebecq no es sólo un escritor, es también un filósofo, un pensador. Eso es algo que me gusta de los escritores, pues en la literatura es necesario que haya también un pensamiento. Houellebecq no es un simple escritor que se dedica a entretener y producir best-sellers, sino que tiene algo más.

Independientemente de la fascinación que ejerce, buena parte de la crítica lo ha condenado como un tipo canalla. Supongo que él ha hecho bastante para granjearse esa fama. Sin embargo, en su obra no he encontrado una posición canallesca, sino todo lo contrario.

En primer lugar, me parece que no es un moralista. No es el único autor que ha hecho el esfuerzo de retratar la posmodernidad –posiblemente sea, en ese sentido, uno de los mejores— pero como digo, ha tenido la capacidad de situarse en una perspectiva que no abre juicios morales. Houellebecq hace una crítica social terriblemente descarnada, pero al mismo tiempo es capaz de expresar una profunda piedad sobre la condición humana. Por eso pienso que no se trata de un sujeto canalla. Hay muchísimos párrafos y frases donde detrás de ese personaje que parece cínico, frío, y descreído de todo, se expresa una compasión por el género humano.

Un caso concreto. La manera en que describe el geriátrico y las cenas de los ancianos. Por una parte, con esa crudeza propia de la época contemporánea en la cual la gente no sabe qué hacer con sus viejos, pero a la vez la descripción traduce una profunda piedad por el dolor y el sufrimiento. Hay muchos ejemplos de ese tipo.

Pocas veces he leído a un autor tan autobiográfico. Él está en todos sus libros y en todos sus personajes, incluso los femeninos. Se desdobla en todos ellos.

El mapa y el territorio es una obra madura. En esta ocasión, a diferencia de las anteriores, no utiliza el recurso a lo pornográfico. Hay que decir que, en otras novelas, lo utiliza muy bien, pues no es fácil hacerlo con rigor y estilo. Pero en esta vemos a un Houellebecq muy distinto.

Me ha interesado, fundamentalmente, el personaje que crea, Jed Martin, ese personaje que, insisto, se repite en otras novelas. Por ejemplo, en Las partículas elementales, uno de los protagonistas es un sujeto semejante a Jed Martin. Y en casi todos los personajes está esa caracterización de un sujeto profundamente extraviado en la existencia, terriblemente separado de la vida. En efecto, es sintomático que su partenaire más humano, su compañero fiel, sea ese calentador estropeado. Jed se ha convertido en un multimillonario, pero no lo cambia por otro. Tiene un gran cariño por ese objeto. Y es que Jed no puede amar nada vivo. Si todos estamos separados del territorio, él lo está un poco más.

Hay varios ejes de lectura fundamentales. Por una parte la relación con el padre, que recorre todo el libro. Una relación un tanto ritualizada, pero que en ningún momento se interrumpe. Él cuida del padre. Es la única relación verdadera, la única continuada, la única que llega, en determinado momento, a conmoverlo, al punto de que cuando va averiguar lo que pasó en el geriátrico de Suiza está a punto de asesinar a la gerente que lo atiende. Es el único momento en donde uno asiste a una verdadera conmoción, porque en el resto de su vida nada lo conmueve. Puede lamentar un poco la pérdida de esa mujer tan bella, Olga; su fama lo deja un poco perplejo; el dinero no le cambia la vida; tiene un coche un poco más lujoso, pero en el fondo nada lo toca verdaderamente.

En este sentido, para Jed lo interesante es el mapa. Porque a pesar del padre, es un sujeto huérfano. De ahí viene la necesidad del mapa. El mapa es la búsqueda de las carreteras que lo orienten un poco. Cuando Lacan eligió la metáfora de la "carretera principal" para hablar del Nombre del Padre no lo hizo por casualidad. Podría haber usado otra metáfora, pero se decidió por esa. Y Jed no se orienta en la vida sino a través de eso que ha conseguido inventar, a falta de una "carretera principal". Héctor Urdaneta, en su introducción a la tertulia, lo ha planteado muy bien: mediante el arte nuestro protagonista ha conseguido encontrar un lugar digno en el mundo.

Eso es Houellebecq, esa es su vida. Ni siquiera se encarga de disimular demasiado las huellas de su propia vida. Es muy interesante, porque la relación con la madre ha sido para él una cuestión atroz, y él mismo es un padre fracasado. Me parece que nos trasmite la posición ética del personaje que consigue hacerse un lugar digno en el mundo, un lugar donde, además, su propio éxito no lo corrompe. A pesar de que cambian sus circunstancias, sigue siendo “fiel a si mismo y a su calentador”. Y esa es, a mi modo de ver, la posición del propio autor, que ha ganado dinero a espuertas, y que, al mismo tiempo, sigue muy pegado a su síntoma.

En síntesis, Houellebecq sería un voyeur de la realidad. No creo que sea un autor que promocione la catástrofe. La ve, no la inventa. Ve la catástrofe, no la condena ni la promueve, ni se horroriza ante ella. Pero insisto en que a su mirada no le falta compasión.

Se le critica el hecho de que no ofrezca una alternativa. No sé si un escritor está obligado a ofrecer una visión positiva, o una idea salvadora. También se necesitan escritores que nos pongan frente al abismo y que nos hagan mirar eso. Después, que cada uno decida si quiere suicidarse, o tratar de producir alguna clase de salvación.
Gustavo Dessal 

El mapa y el territorio. Comentario de Miguel Alonso

                           Objetos y ficciones, banalidades y trascendencias

De la objetividad a la ficción. De la ciencia al poema. Del objeto al sujeto. De la infinitud a la caducidad. Trescientas sesenta y nueve páginas para transitar “el mapa”, ocho para otear “el territorio”. Trescientas sesenta y nueve páginas para mostrar la exclusión del sujeto, nueve para mostrarlo. Houellebecq, en  su afán por introducirse en la banalidad intrascendente del mundo moderno, hace transitar a Jed Martin páginas y páginas –algunas interminables, como las de la primera parte, dedicadas al arte contemporáneo— para que sintamos la frialdad emotiva, rutinaria y brutal, de un “mecanismo racional”, el capitalismo, y algunas de sus consecuencias más notables, por ejemplo, la falta de ubicación subjetiva, el aislamiento, y la conversión de lo humano en objeto y mercancía. Soportando una cierta fatiga, Jed Martin arriba a las últimas páginas, las del encuentro con la inevitable trascendencia, el límite y la finitud de lo humano, categorías representadas, ahora sí, en una auténtica muestra de arte contemporáneo.  

Qué mejor escenario que el del arte para el juego entre objetos y ficciones, entre banalidades y trascendencias. Encuentro un desdoblamiento muy interesante entre lo clásico y lo contemporáneo. Si miramos la novela en su conjunto, pareciera ceñirse a la propuesta del arte clásico, a la propuesta de los pintores clásicos, una invitación a que nos adentremos en los senderos de la perspectiva –en este caso la del sistema capitalista—, para que caminemos por ella como sujetos. Houellebecq, tengo la impresión de que, por un lado, pretende incluir en esa perspectiva el desgarramiento emocional del sujeto del capitalismo; por otro lado, Jed Martin, desdoblado a su vez entre su papel como desubicado existencial –así se muestra en la perspectiva que dibuja Houellebecq, en su problemática relación con el padre y las mujeres— y su papel activo como producto del capitalismo en el que excluye al sujeto llenando su arte de objetos, de objetividad, de letras incesantes—no de palabras— que, en su acumulación hacen sentir cierto rechazo a un lector, porque, sea éste clásico o moderno, no puede asentarse en la vida más que como sujeto de la palabra. ¿Cuál sería la esencia de su arte?:   

Representaciones del mundo en las cuales la gente no debía de estar incluida(P. 34)

Esta me parece una de las vertientes fundamentales de la novela: una exclusión, un rechazo muy singular que el sistema realiza del sujeto en pos del encuentro con una pretendida objetividad. Porque, aunque en sus cuadros aparezcan seres humanos, Jed sólo pretende reflejar una objetividad que se daría en las relaciones de trabajo.

No podemos, sino, dejar sentir nuestra inquietud por esta deriva, absolutamente brutal, que echa raíces y llena de prejuicios tanto al estamento social como a los individuos. Tomando lo que en un determinado contexto de la novela se nombra como “error de la modernidad”, me apropio de ese significante para sostener que el protagonista, Jed Martin, así como su vida, no son sino la consecuencia de ese “error de la modernidad”. En su interior podemos oponer la frialdad racional del mercado capitalista a la emotividad de lo humano, la realidad pretendidamente objetiva de los cuadros y fotografías a la realidad como ficción, arte clásico a arte moderno y, finalmente, oponer mapa y territorio.

En realidad, lo que hace Jed Martin, sin saberlo, es producir un oxímoron insoportablemente prosaico. Estaría pintando “ficción objetiva”. Porque la objetividad que pretende es irrepresentable –como toda objetividad. El objeto, si bien lo miramos, no deja de ser una víscera que se le arranca a la palabra después de romperla. Y la visión de las vísceras, para lo humano, es repugnante. Nos basta contemplar esa muestra de arte contemporáneo radical que es el cadáver troceado y esparcido de Houellebecq para darnos cuenta del rechazo que produce el objeto desnudo, sin la vestidura de su semblante. Como señala Máximo Recalcati en su obra Las tres estéticas de Lacan, un culto realístico de la Cosa.    

El epígrafe que encabeza la novela: "El mundo está harto de mí y yo estoy harto de él", parece justificar este comentario asentado sobre el error de la modernidad. Una fatiga que proviene de esta versión prosaica, violenta e ignorante del sistema capitalista que, con sus mecanismos reguladores de lo humano, no hace sino precarizar la vida, borrando la palabra y cualquier atisbo de espiritualidad en lo humano.     

Si nos detenemos en la contemplación de la perspectiva de Houellebecq, uno se pregunta cuáles son los lazos que unen a los seres humanos en este sistema, cuál es la argamasa que cohesiona esta propuesta de modernidad. Una vez introducidos en el movimiento vertiginoso y disperso de la novela, en el remolino de objetos y marcas, de siglas que nombran a esos objetos y marcas, sin poder fijar la mirada en ningún lugar concreto, nos apeamos de las trascendencias para apostar por la banalidad de esos lazos sociales. Podemos pensar que Jed Martin sólo consigue establecer una impecable relación con su calentador, mientras que tiene auténticos problemas para constituir relaciones estables con los seres humanos.   

Desde estos presupuestos, sostengo que El mapa y el territorio se puede tomar como una novela política, como una visión política de lo social. Porque contrapone esa dialéctica permanente entre los mecanismos mercantiles y un sujeto esencialmente desubicado y misántropo, a un reclamo que se le hace al sistema, su falta de humanidad.       

Es la contraposición entre “el mapa y el territorio”. El mapa es ese lienzo de realismo cargado de ironía que pinta un entramado social gozante y narcisista, signado por el frenesí irrefrenable del capitalismo, por lo mercantil, por el funcionalismo, por la producción incesante de objetos, por la oferta y la demanda, mientras que el territorio –esto es muy importante— no sería ninguna realidad objetiva, no sería ningún relieve Michelín que pueda objetivarse en la fotografía, no es ningún objeto que pueda ser fijado en la fotografía, no es ninguna idea que pueda ser pintada en un lienzo, todo eso son pantallas y lienzos de ilusión, pues el territorio está constituido por los elementos afectivos del sujeto, y por algo inexplorable y real, esos restos que el sistema no puede acotar.

Como decíamos anteriormente, la objetividad, la Cosa, no es alcanzable por lo humano, es el resto insoportable que Jed no puede captar, que no consigue domesticar, que no puede hacer entrar en ninguna realidad. Es lo que se pone en juego cuando afronta el cuadro de Jeff Kons y Damien Hirst, y no puede hacer otra cosa que destruirlo. Esta imposibilidad de objetivación es el reclamo final de la novela, ese donde las fotografías muestran el territorio del límite como caducidad de la vida. Es lo real, el contrapunto trascendente que diluye toda la banalidad de lo incesante e ilimitado de la maquinaria capitalista.

En este sentido, me parece bien escogido el escenario del arte para visualizar la contraposición entre mapa y territorio. Evoco a Gérard Wajcman en su análisis de Cuadrado negro sobre fondo blanco de Malevich, análisis que lleva a cabo en su ensayo El objeto del siglo. Siguiendo sus hipótesis  de manera muy general, todos los cuadros –todos los mapas, diríamos nosotros— son una mostración, no de la realidad, sino de la “estructura de la ilusión”. “Todo espacio es una ilusión pintada” y además, para lo humano, “la ilusión es irreductible”. Para nosotros, “La verdad es eso”. Lo cual consuena con el aforismo lacaniano de que “la verdad tiene estructura de ficción”. 

Es decir, el capitalismo miente en su objetividad. Nuestra realidad es un mapa, una ficción, sólo ahí podemos orientarnos, pues el territorio, como decíamos anteriormente, es real, y por tanto, inexplorable. La realidad que pinta y fotografía Jed Martin, así como la realidad que denuncia Houellebecq en su novela, son ilusiones, ficciones, “un poco de pintura sobre una superficie”*, podemos decir, un poco de palabra, jueguecitos intrascendentes, y hasta banales, realizados sobre telas opacas.

La primera conclusión es clara: el hombre está separado de la naturaleza, por eso necesita, de forma irremediable, construir ilusiones, mapas, ficciones, en definitiva, sistemas de vida, realidades en las que poder vivir.

El hombre no formaba parte de la naturaleza, se había elevado por encima de ella(El mapa y el territorio. Michel Houellebecq. Ed. Anagrama. Página 282)

La segunda conclusión es el carácter contingente de este sistema capitalista, su carácter de ficción. Pero al ser contingente, la caducidad que se le marca al ser humano, es una caducidad que recae también sobre el capitalismo.

Me parece que la novela, mostrando la realidad en su estructura de ficción, de ilusión, diluye el engaño de la objetividad y de la aparente eternidad en que se sostiene el sistema capitalista, lo cual deja abierta las puertas para otras posibilidades, para la construcción de otros escenarios vitales en los que podamos organizar un sistema de valores más acordes con nuestra naturaleza humana.

Esta sería la cuestión política que se deduce de la novela.

Miguel Ángel Alonso

Comentario de Silvia Lagouarde sobre "El mapa y el territorio"

                                                        Ética y compasión
 
Considero que la novela de Michel Houellebecq El mapa y el territorio es, además de una novela, un ensayo. Novela-ensayo que muestra el pensamiento de un escritor, su visión del mundo y el provenir de la condición humana en el capitalismo. Me pareció oportuno, entonces, extraer de dos de sus libros, El mundo como supermercado y Enemigos públicos, su decir como pensador, porque tienen relación directa con esta novela que hoy presentamos, novela que atrapa al lector y lo lleva al desasosiego.

En El mundo como supermercado, resulta evidente que el ser humano se precipita a corto plazo, y en condiciones terribles, hacia una catástrofe. De hecho, ya la tenemos encima. Las consecuencias lógicas del individualismo son el crimen y la desdicha.

Llama la atención el entusiasmo que nos anima a perdernos, es de lo más curioso. Por ejemplo, sorprende ver la alegre despreocupación con la que se acaba de desbancar al psicoanálisis para sustituirlo por una lectura reduccionista del ser humano basando su ser en cuestiones hormonales o de neurotransmisores. La disolución progresiva en el curso de los siglos, de las estructuras sociales y familiares, la tendencia creciente de los individuos a considerarse partículas aisladas, sometidas a la ley de los choques, compuestos provisionales de partículas más pequeñas... todos eso impide que se pueda aplicar ninguna solución política.  

No nos libraremos de una redefinición de las condiciones del conocimiento, de la noción misma de realidad. En cualquier caso, mientras insistamos en una visión mecanicista e individualista del mundo, seguiremos muriendo. No me parece sensato empeñarse durante más tiempo en el sufrimiento y en el mal. Hace cinco siglos que la ideal del yo domina el mundo, ya es hora de tomar otro camino.

Respecto a Enemigos públicos, libro publicado en el año 2008, preguntas y respuestas de dos autores a los que nada parece unir, Michel Houellebecq y Bernard-Henri Levy. El primero, un novelista misántropo, depresivo, autoexiliado en Irlanda, aburrido y asqueado de las polémicas mediáticas. El otro, Bernard-Henri Levy, filósofo comprometido y bon vivant, erudito y coqueto.

Párrafos de la respuesta a Bernard-Henri Levy:

Mi sentimiento de culpabilidad es nulo, totalmente nulo. Nunca he sentido que tenga un deber ni una obligación con respecto a Francia, y la elección de un país de residencia tiene para mí la misma resonancia emotiva que la elección de un hotel. Ahora he comprendido perfectamente que estamos de paso en la tierra, no tenemos raíles, no producimos fruto. Nuestro modo de existencia, en suma, es distinto del de los árboles. Dicho esto, me gustan los árboles, me gustan cada vez más, pero no soy un árbol. Más bien seríamos piedras lanzadas al vacío y tan libres como ellas. Me siento en la vida como en un hotel y sé que tarde o temprano tendré que abandonar la habitación. Si hay una idea, una sola idea que atraviese todas mis novelas, hasta la obsesión, es la de la irreversibilidad absoluta de todo proceso de degradación una vez iniciado. Da igual que esta degradación afecte a una amistad, una familia, una pareja, un grupo social, una sociedad entera. En mis novelas no hay perdón, vuelta atrás, segunda oportunidad, todo lo que está perdido está perdido irremediablemente y para siempre... Lo cierto es que me encuentro exactamente en el mismo punto de incertidumbre filosófica”.

“Así que resumo. Los derechos humanos, la dignidad humana, los fundamentos de la política: me inhibo de todo esto, no tengo ninguna munición teórica, nada que me permita validar tales exigencias. Queda la ética, y aquí sí puedo decir algo. Solo una cosa, en verdad, luminosamente identificada por Schopenhauer, que es la compasión, justamente ensalzada por él, justamente vilipendiada por Nietzsche, como fuente de toda moral. He tomado partido por Schopenhauer. La compasión no permite fundar una moral sexual, pero sí fundamentar la justicia y el derecho. Si la compasión desapareciera, la humanidad también desaparecería.

Silvia Lagouarde

Rosa López comenta "El mapa y el territorio

                                                    La soledad y los objetos

Quiero resaltar uno de los aspectos más sobresalientes de esta novela: la soledad. Es un eje constatable a lo largo e toda su lectura, y también el hecho de que todos los personajes sean masculinos –las mujeres a penas tienen lugar, y salen a título de lo que los protagonistas dicen de ellas.

Esos personajes son todos equivalentes, Jed, el padre, Houellebecq, todos viven en un hastío, hasta el punto de que, prácticamente, se desenganchan de lo vivo. Se desenganchan de la relación con los demás y evitan las complicaciones propias de la búsqueda del amor y del sexo. El padre, desde que su mujer se suicidó, no tuvo más historias con ninguna otra mujer; Jed mismo, tiene una relación fallida con Olga, podemos decir incluso que la deja caer.

Lo interesante es la relación que Jed Martin tiene con los objetos. Ahí tenemos un hilo conductor de la novela. Desde el primer capítulo aparece el calentador, y lo vamos a encontrar hasta en las últimas páginas convertido en su acompañante más antiguo, y con el cual, prácticamente, llega a hablar. Verdaderamente falta ya muy poco para que el calentador le responda. Otro de los objetos decisivos en su vida es la cámara del abuelo. Encontró ese objeto y se articula a él, lo cual le condujo a desarrollar el tema de la fotografía. Luego salta una generación, los objetos del padre, esos diseños de casas imposibles de habitar que tenía guardados en montones de carpetas que Jed, finalmente, encuentra. En otro momento –contingencias de la vida—encuentra otro objeto, el mapa Michelín. Y desarrolla el tema de los mapas.

Pero Jed termina completamente aislado, sin ningún tipo de relación con el otro. Al menos Houellebecq –otro tipo solitario y hastiado de la vida— tiene un perro, algo intermedio entre el ser humano y los objetos. El perro tiene vida, hace algún signo. Pero Jed, a cada paso, va perdiendo el enganche con la vida. Plantea que ser hijo de una suicida produce una falta de solidez en las ataduras de la vida. Y es verdad que eso se sitúa en el fundamento original de este hombre, nunca se dijo nada sobre ese suicidio, no aparece ningún saber en relación a él, ninguna palabra en torno a eso, es un gran misterio, un enigma. Es lo que, quizá, produzca la falta de ataduras con lo vivo.

Todo lo que acabo de decir me conduce hacia lo que planteaba al comienzo, hacia la soledad representada por tantos hombres como pueblan la novela. Porque en ellos puede encarnarse algo que afectaría al ser humano del siglo XXI, esa tendencia al goce solitario, algo de la disposición masculina al aislamiento, al goce Uno, al goce sin el Otro, lo cual lo empuja a trasladarse hacia los objetos.
Rosa López

martes, 13 de noviembre de 2012

Ignacio Castro comenta "El Mapa y el Territorio"


Houellebecq, el negocio del Apocalipsis

El mapa y el territorio es una novela hecha en el escaparate, a la vista del público, al igual que las meretrices de Ámsterdam empezaban en el cristal su oferta. Se puede decir que no parece haber nada que contar en ella, salvo lo que ya dice la información que prensa el mundo. Ahora bien, con la lógica de la ficción, todos los lugares comunes de nuestro mundo están ahora ampliados, multiplicados, pervertidos, convertidos en espectáculo estrellado. Para empezar, el espacio de la supuesta historia está tan ahíto de nombres famosos que difícilmente podría ocurrir nada, igual que en un vagón de metro en hora punta.

Con la disculpa de un cuadro hiperreal que pinta Jed, el protagonista de la novela, J. Koons y D. Hirst, dos nombres importantes en el desierto del arte contemporáneo, ocupan las primeras escenas. Y la novela entera sigue así, sin interrupción, llena de nombres estelares. Tal como empieza, acaba: todas las variaciones “existenciales” son un pequeño aderezo del escaparate mundial de la fama. Se pueden llegar a contar más de veinte nombres en una sola página -de N. Campbell a B. Gates, de Rolex a Beigbeder o Bono-, como si el libro entero estuviera construido con la lógica de la acumulación y fuera una larga serie de anuncios. Por cierto, la serie incluye varias novelas anteriores del autor.

Podría tratarse de breves intervalos publicitarios, pero no, toda la novela es así y la “historia” de verdad nunca llega. Sin necesidad de ejercer de psicoanalista, la proliferación nominal tiene un primer síntoma: el pánico al vacío, a esa incertidumbre real sin la cual no puede haber literatura. Houellebecq ejercita hasta el final una indisimulable fascinación por el marcado que ejerce el mercado, como si ya no hubiera vida fuera. Si esto se dijera sin más, vale, correspondería a la ortodoxia nihilista del capitalismo. Pero como se dice además para crear cultura, para vender una larga lista de marcas disfrazada de buena novela, la situación es otra.

Naturalmente Francia, que es una empresa inteligente, le ha dado el Premio Goncourt. Pero la novela de Houellebecq es el equivalente de una película televisiva de sábado y palomitas. Se trata de un visionado rápido sobre los tópicos informativos de nuestro mundo, una forma inteligente de mentir, de antemano exitosa. El autor de Ampliación del campo de batalla -hace tiempo, en alguna costa española- ha sido antes dj, de ahí que se le den bien las mezclas, un “cortar y pegar” que realiza con soltura. No es extraño por eso en que la sección final de Agradecimientos vaya en lugar destacado Wikipedia, síntoma de este método de summa numérica y comercial.

Nacido en algún sitio alejado de la Metrópolis -¿isla de Reunión?- y desarraigado desde niño, Houellebecq parece definitivamente abducido por la bisutería del escenario global, como un pueblerino que acaba de llegar. Dios nos libre de insultar a los inmigrantes -¿quién no lo es?-, pero se da en este caso una ilusión por el oropel que es típica de los recién llegados del extrarradio, pero con complejo de culpa, se llamen Warhol o Boris Izaguirre.

Se podría también sospechar, en esta fascinación adolescente -un poco tardía- por el tamaño y la fama, un trauma irresuelto con la cualidad real. Aunque es casi preferible pasar de puntillas en este asunto, lo cierto es que esta novela es un gran espacio vacío y neutro que sólo se puede rellenar con miles de nombres. Y este es el problema, que la novela trasluce una enfermiza impotencia ante lo espectral y no cristalizado. Cuando sin eso, sin una fe en lo que para el periodismo es invisible, la literatura no existe.

Literalmente Houellebecq no tiene nada que contar, por eso se multiplica en giros, situaciones y personajes -¡están todos, hasta los nerds!- que hacen de El mapa y el territorio algo perfectamente compatible con un trayecto en metro. Ello se debe a que su autor tiene los dos pies en el escenario, en vez de conservar uno de ellos en el secreto de la violencia real, como algunos amigos aseguran que hacía en sus primeras novelas.

La prueba tal vez más concluyente de esa ausencia de secreto está en el mismo título y en las explicaciones posteriores. Por ejemplo, cuando se deja caer (p. 72) que “el mapa es más interesante que el territorio”. Houellebecq parece no recordar aquel cuento de Borges en el que el mapa soñado para copiar el mundo era al final tan minucioso que acababa reproduciendo el laberinto territorial del que el hombre quería defenderse. Piense lo que piense la persona -¿existe Houellebecq, como alguien distinto al personaje famoso?- esa idea de un mapa total es tristemente coherente con el conjunto de la trama, donde el misterio del territorio humano brilla casi totalmente por su ausencia. Sólo queda la “intriga” de la ficción y pequeños destellos agónicos de existencia en la lasitud de Jed, que ni siquiera es triste; en la relación tímida con su padre; en el recuerdo cálido de Geneviève; en el fin anodino de su relación con Olga, quien apenas es entrevista en su encanto y su posible humanidad “rusa”.

Lo grave es que toda la novela, y este es el mensaje estético y ético más perverso, entona un canto inacabable a la virtud de los mapas, es decir, al imperial metalenguaje que pretende clonar el mundo. El mensaje verdaderamente edificante y moralista -¿alguna vez Houellebecq fue distinto?- es actualmente éste. Como hemos llegado a una civilización que absorbe la tierra, por fin el afuera ha pasado adentro. Así pues, sólo nos queda jugar con los restos, recrearnos en los dramas domésticos del supermercado global de los nombres. Si ya hemos llegado -diría Steiner-, ¿qué queda entonces?:archivar, eso es todo.

Pues bien, no es suficiente para el aprobado. El talón de Aquiles de este Houellebecq es que su novela aburre. ¿Puede pasar algo peor en el espectáculo? Poco importa que le den el premio Goncourt, esta obra pronto será ceniza. El autor cuenta con un público cautivo, prisionero de nuestros infinitos interiores. Y cumple bien con la tarea elitista y policial de cultivarlo. Pero incluso sus devotos tendrán cualquier día un bendito sobresalto que les arrancará de la siesta. Lo gracioso del asunto es que esto es justamente lo que se busca: el reemplazo permanente, que por ningún lado haya gravedad, un punto fijo que sirva de referencia. Hasta la propia estrella Houellebecq debe morir para que el cielo estelar siga.

La antítesis de El mapa y el territorio sería en Europa la excelente literatura, mejor que ésta, que Tiqqun ha realizado en torno a la figura del Bloom. Lo gracioso es que probablemente Houellebecq, un hombre que está muy al día -no tiene otro capital, ninguna zona sin focos en la que respirar-, posiblemente conoce esas reflexiones sobre la bloomitud, ese estado larvario que tiene varios precedentes. Entre otros, el Bartleby de Melville y su “preferiría no hacerlo”.

Ahora bien, Jed, que se hace querer en su impotencia perpleja, no deja de ser un triste remedo de esta palidez -con frecuencia bronceada- que recorre Europa. Él personifica una neutralización confortada, que apenas sabe llorar. Así pues, como protagonista, su parálisis promete la eternidad de lo que no siente ni padece. En contra de lo que dice él mismo (p. 94), Jed no es un artista sometido a sus intuiciones. Por el contrario, como un actor cautivo y cautivador, obedece sólo al contexto, igual que todo el material humano de esta novela. Fijémonos en que este hombre, en un “impulso fusional” que sorprende a su novia Olga, se define ingenuamente como telespectador (p. 76). Cierto, vive en el conductismo de masas. Por eso su trabajo artístico consiste en la fotografía milimétrica de mapas y herramientas, o en la pintura figurativa de personajes conocidos.

Céline, Pound, Neruda: ¿el mundo sería el mismo sin ellos? Bergamín, Nicolás Gómez Dávila y tantos otros nos recuerdan que el problema de la literatura no está en lo político, en las adscripciones ideológicas de un autor. Alguien volcado en la creación -Heidegger- cometerá a la fuerza “errores” extraños en sus elecciones mundanas. ¿Qué nos importan, si deja una obra común y perdurable? Como tampoco es preocupante que una novela sea en principio inmoral. Al contrario, diríamos que es incluso un buen síntoma. Como afirman Pascal y Badiou, la auténtica moral -¿no es el caso de Handke?- ha de empezar por incomodar.

En este aspecto, hasta el cuidado aire “canalla” de Houellebecq -esa pinta de vampiro anoréxico- nos caería simpático. El problema está en el diseño del éxito a todo precio. Y además, sin dejar ningún campo sin explotar: ensayista, poeta, novelista, figura cultural. Por lo que sabemos, su libro de discusiones con el insoportable Bernard-Henri Lévy refuerza la idea de que lo que importa en cierta clase de autores es el aislamiento estelar: esto es, el culto narcisista a una personalidad imperial que es necesaria para forzar la despersonalización que exige la servidumbre económica.

El capitalismo cultural consiste en esta inseparación que impone el único poder real, efectivo. La separación de poderes actúa a partir de las seis de la tarde. Es lamentable poder asegurar que la novela de Houellebecq se inscribe de lleno en este dispositivo, tal perverso como polimorfo.

Desde el punto de vista meramente estético el balance es abominable, pues está ausente la ausencia, cualquier pacto con el diablo del afuera. Por eso las casi cuatrocientas páginas se llenan de efectos especiales. Falta absolutamente esa única idea o vivencia, ese instante expandido que hace de un trabajo laborioso una buena novela. Dos ejemplos finales de esta impotencia prepotente. En contra de una mítica página del libro de ensayos El mundo como supermercado -un buen analista no garantiza a un buen narrador-, ahora no existe nada parecido al reposo, al misterio. Es así que la inmovilidad,posar (p. 135), se le vuelve imposible al Houellebecq que, de hecho, ejerce de auténtico protagonista en su propia novela. Por lo mismo, “la existencia propia, la individualidad es apenas una ficción breve dentro de una especie social” (p. 111). En efecto, estamos en el universo del mero reflejo, en medio de un conductismo cosmopolita.

Otro síntoma de obediencia ética y estética, de ausencia de distancia ontológica entre la trama de esta novela y la actualidad, consiste en la fidelidad de El mapa y el territorio a la dialéctica entre el tedio y el espectáculo, la apatía y lo escabroso. Control bipolar a caballo de topología y topografía. Recordemos la muerte a plazos de Jed y la muerte carnicera del auténtico protagonista, Houellebecq. Él mismo ha comentado en cierto lugar, confirmando este conductismo bipolar, que un creador debe inspirar compasión o desprecio. Es casi emocionante no compartir ninguna de esas dos supuestas intensidades.


Ignacio Castro Rey. Madrid, 10 de noviembre de 2012