martes, 8 de octubre de 2013

Cuando el cuerpo de Thomas Bernhard, como organismo, tomó la iniciativa. Artículo de Zacarías Marco

Hace ya unos años que me interrogo sobre el escritor austríaco Thomas Bernhard, sin haber podido llegar a formular, hasta ahora, cuál sería la pregunta en cuestión. Por un lado estaban las preocupaciones por la clínica, inicialmente, si Bernhard podía enseñarnos algo en relación con el cuerpo y la enfermedad. Por otro, su particular estilo literario. Leí, por ejemplo, que él mismo se había calificado de enfermo profesional y que decía haber aprendido de su abuelo que la enfermedad era una invención. Es conocido, en este sentido, su gusto por citar a autores como Pascal y Novalis. Con una cita de este último arranca, por ejemplo, el cuarto libro autobiográfico, El frío, aquel que dedica a su estancia en el sanatorio para tuberculosos: “Toda enfermedad puede llamarse enfermedad del alma”. Al principio me había preguntado si su relación con las enfermedades no podía ser una forma de suplencia de una psicosis no desencadenada. A partir de aquella precaria hipótesis inicial, volví a retomar recientemente su lectura intentando que esta preocupación dialogara con su escritura, caracterizada por ese tono suyo tan insistente, torturante para algunos, tan atraído por obtener la fórmula y su repetición. Finalmente, en lo referido a la clínica, la balanza se decantó de otro lado, a medida que decidí tomar al pie de la letra algunas alusiones a la matemática y a la lógica de su escritura. Bernhard parecía insistir en que podía enseñarnos más sobre estados morbosos y melancolía.

Para este acercamiento inicial a la figura de Thomas Bernhard he utilizado como pivote, como punto nodal sobre el que girar, el momento de la caída en la enfermedad. El camino trazado es el de mostrar primero, a partir de unas pinceladas biográficas retrospectivas, que nos encontramos, –al menos esta ha sido mi manera de entenderlo–, ante el resultado de una forclusión inicial, cuya estructura logra mantenerse sin grandes avatares hasta la adolescencia mediante una identificación imaginaria. Después de un rechazo a las instituciones de enseñanza, un lugar de autoridad y disciplina imposibles para él, con 16 años Thomas Bernhard parece iniciar, orgulloso, una andadura propia, pero esta se verá truncada cuando le sobreviene la enfermedad. El momento del derrumbe hay que situarlo, siguiendo su indicación, en un momento lógico preciso, el ingreso hospitalario del abuelo, poco antes de cumplir Thomas los 18 años. Estando pegado a él, no tardará en seguirle, y lo hace casi hasta la muerte. Después enlazaré con unas palabras sobre las querencias metonímicas del estilo de su escritura y, por último, intentaré apuntar algo sobre la hipótesis de que los fenómenos de cuerpo, en el caso de Bernhard, se inscriben en una perspectiva general de melancolía. “Desde mi más tierna infancia, dice, mis sueños culminan siempre en ciudades deshechas, en puentes derrumbados y vagones de ferrocarril rotos que colgaban sobre el abismo”.

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La lista de sus enfermedades es larga: pleuresía húmeda, tuberculosis, tumores benignos, sarcoidosis, enfermedades renales, glaucoma. Pero, ¿cómo comenzó la relación de Bernhard con la enfermedad? Empecemos haciendo caso al propio escritor. Preguntado una vez sobre su sexualidad, Bernhard comentó que no le había interesado nunca, que cuando fue el tiempo de que eso se desarrollara, no pudo ser porque lo que sobrevino en él fue la enfermedad. Esta caída en la enfermedad tuvo su vida pendiente de un hilo durante tres años, concretamente de los 18 a los 21 años. Bernhard contrapone, –veremos el papel que juega la contraposición en su escritura–, sexualidad y enfermedad, como dos caminos lógicamente incompatibles. Pero hay algo ahí que no cuadraba, pues no es a los 18 años cuando eso empieza, por lo general, a agitarse. ¿Qué hubo en su lugar en los años anteriores?

Bernhard escribió una serie de cinco libros llamados autobiográficos, que aparecen tras el éxito de una de sus mejores obras, Corrección, cuando tiene 45 años. En el primer y segundo libro relata los antecedentes de la caída en la enfermedad. Ésta será el objeto de estudio del tercer y cuarto libro, desde entonces obras cumbre de la literatura patológica. En el quinto rompe la linealidad y se retrotrae a una época anterior, su infancia con los abuelos.

El tercer libro de la serie arranca con estas tres palabras: “Era sólo lógico...”. Pero, para entender la lógica de esta impresionante cita, vamos a  situarla antes brevemente. En el primer libro de la serie, El origen, Bernhard había descrito su período de estudiante en Salzburgo, que va desde su entrada en el internado nazi en octubre del 43 hasta su huida del instituto en el 47, de los 13 a los 16 años. El libro, que parece todo él la justificación del abandono académico, consta de dos partes, dedicadas a las figuras de los dos directores de las escuelas: la una nacionalsocialista, durante la guerra; y la otra, católica, tras la derrota de Alemania. Pero, para él, éstas son meras diferencias nominales. El autor resuelve esta contraposición transformándola en una adición: la sociedad salzburguesa no ha dejado de tener, una y otra, dice, estas dos enfermedades del espíritu, el nacionalsocialismo y el catolicismo. A los 16 años toma la primera gran decisión de su vida, su definitivo apartamiento del, así llamado, abyecto sistema educativo, descrito como si dejara atrás la muerte y optara por la vida. Decisión extremadamente difícil porque con ella iba a decepcionar a la única persona a la que, como él dice, realmente quería, su abuelo. Y aunque esta decisión dice tomarla por estricta fidelidad a las enseñanzas del reconocido por él como su único maestro, lo que subyace es su imposibilidad de hacer lazo con el otro, no sólo con la institución. Leemos, por ejemplo: “El convivir con los otros internos fue siempre un convivir con el pensamiento del suicidio, en primer lugar con el pensamiento del suicidio y sólo en segundo lugar con lo que había que aprender o estudiar”. Allí, el pensamiento del suicidio, en el que fue introducido por su abuelo, lo ocupaba ininterrumpidamente, por utilizar una de sus palabras fetiche, y sólo logró identificarse con los dos máximos objetos de burla de la escuela, un compañero tullido y un profesor de cuya extrema fealdad se reían todos, profesores incluidos.

El segundo libro, El sótano, arranca con esta decisión, la de optar por la dirección opuesta. No cualquier otra dirección, sino, dice, la dirección opuesta, haciendo de esto el leitmotiv de esta segunda entrega. Un día salió de casa hacia del instituto y, a mitad de camino, cambió de dirección, se fue a la oficina de empleo y fue rechazando todos los puestos de aprendiz que le ofrecían hasta que le dieron uno en la dirección que solicitaba, la que conducía al barrio más degradado de Salzburgo, portada habitual de los periódicos por sus tragedias y asesinatos, justo en la dirección opuesta a la del instituto. Como aprendiz en una tienda de comestibles trabajó durante 2 años hasta que una tarde de invierno, descargando en mitad de un temporal de nieve un camión de patatas, se resfrió. A partir de ahí comienza un período de varios meses donde no termina de sanar, no se cuida y tiene varias recaídas. En ese estado de suspensión sucede lo que relata al comienzo del tercer libro, El aliento.

Era sólo lógico, eso lo comprendió pronto el joven de dieciocho años no cumplidos, después de los acontecimientos y sucesos que ahora anoto con deseo de ser verídico y claro, que yo mismo enfermara, después de enfermar súbitamente mi abuelo y haber tenido que ir al hospital, (…) pasando por delante de su ventana, detrás de la cual lo observaba yo, desde luego en un estado de ánimo afectivo e intelectual triste y melancólico, después de haberme despedido, sin saber adónde lo llevaba ese paseo a él, la única persona a la que realmente quería. (...) Debió de resultarme claro que, en aquel instante, se había producido un giro decisivo en nuestra existencia. Mi propia enfermedad, no totalmente curada a causa de mi continua irritación con los estados morbosos, se había declarado de nuevo, y de hecho con violencia francamente aterradora. Con fiebre y, al mismo tiempo, en un doloroso estado de ansiedad, ya al día siguiente de haber ido mi abuelo al hospital fui incapaz de levantarme e ir al trabajo.”

Bernhard, que no tenía habitación propia, es trasladado al cuarto del abuelo; y desde allí no para de quejarse mientras es calificado por su madre y su abuela de simulador. Dos días después entra en coma y es trasladado de urgencia al mismo hospital donde ingresara su abuelo, diagnosticándosele una grave pleuresía húmeda. Le hacen una punción y le extraen de la caja torácica tres litros de un líquido gris amarillento. Operación convertida pronto en rutinaria. En fin, este fue el inicio de ese decisivo período de tres años en los que pasaría de la pleuresía húmeda a la tuberculosis y en los que conocería por los periódicos la muerte de su abuelo, semanas después de su ingreso, y la de su madre, al año siguiente. Es sólo después de llegar a estar totalmente desahuciado, que Bernhard decide optar por vivir. Decide otra vez ir en la dirección opuesta, ir contra la, así llamada, torpeza infinita de los médicos y curarse; esta vez contará con una fiel aliada, que hace serie con el abuelo y de quien no podemos hablar ahora: Hedwig Stavianicek, “la tía”, una mujer casada, 35 años mayor que él, con la que entabla amistad en el hospital y sin la que difícilmente hubiera conseguido la constancia para poder escribir.

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Vayamos ahora a la infancia para intentar entender la fatal encrucijada de su adolescencia. Thomas Bernhard no nació en Austria sino en un pueblo de Holanda, en 1931, donde su madre, acompañada por su pareja, se había trasladado buscando trabajo. A los pocos meses el padre del niño los abandona y no se vuelve a saber de él. Madre y bebé regresan a Austria. El pequeño es confiado a los abuelos maternos con quienes vivirá hasta los 7 años. En ese período, la madre les visita dos o tres veces al año. El niño parece feliz acompañando a su abuelo en sus paseos.

Su adorado abuelo, quien sólo al final de su vida ganó algo de dinero con sus libros, estaba obsesionado con hacer, de su hija primero y de su nieto después, grandes figuras del arte. Thomas tomaría de él dos tipos de insignia. La primera, la herramienta de la escritura para plasmar el rechazo casi general a toda sociedad. Leemos: “...tenemos que existir simplemente contra todo o no existir ya, y yo tuve la fuerza de existir contra todo...”. La segunda, pegada a ella como su reverso, la fascinación por la destrucción y el pensamiento sobre el suicidio, con el que el propio abuelo amenazaba y tiranizaba a toda la familia; amenaza que, debido a antecedentes familiares, debía de resultar bastante creíble. “... Me hubiera matado mil veces, escribe,  si mi desvergonzada curiosidad no me hubiera mantenido en la superficie terrestre. Nada he admirado más durante toda mi vida que a los suicidas... Me desprecio por seguir viviendo.”

Su abuela tampoco se quedaba corta en sus aficiones. Llevaba al pequeño Thomas varias veces por semana a los cementerios para ver a los cadáveres expuestos, lo cogía y lo alzaba diciéndole lo ves, lo ves, hasta que el niño rompía a llorar. Continuo visitante, después, de cementerios, no es de extrañar que Thomas apuntara ya maneras desde su niñez. Veamos su máximo divertimento infantil, que el propio Bernhard nos lo conecta con su escritura. De pequeño se escondía en el cuarto de las escobas y esperaba pacientemente a que pasara su abuela, entonces dejaba caer el brazo lentamente para darle un susto de muerte. “Lo bueno, dice, es que nunca fallaba. Para ello había que esperar el mejor momento, no podía hacerlo todos los días, así es que pensaba, ahora ya se le habrá olvidado, y lo volvía a hacer. Mi escritura sigue el mismo principio, no se puede arremeter siempre y todo el tiempo contra los mismos, pierde su efecto.”

Entremedias su madre se casa y tiene dos hijos con Emil Fabjan, quien aceptará figurar sólo como tutor del chico. A los 7 años se produce de manera traumática la vuelta a un hogar que nunca existió. El pequeño Thomas se va a vivir con su madre y su tutor y empieza una enuresis que le acompañará durante años, motivo de continuas humillaciones por parte de su madre. La convivencia con la madre es descrita como difícil en el grado más alto. Los latigazos dejaron pronto de afectarle, pero los insultos no los olvidaría nunca.

Sobre su madre, una de sus amigas nos dejó esta descripción: “Melancólica y depresiva, totalmente a la merced del egoísmo de su padre y del chantaje lacrimoso de su madre.” Ella misma se decía sometida a su padre y tras la muerte de éste enfermó y murió.

Sobre la relación de Thomas Bernhard con su madre, éste escribió: “Cuando ella me veía, veía a mi padre, su amante, que la dejó plantada. Veía en mí con demasiada claridad a quien la destruyó, el mismo rostro. El parecido era asombroso. Mi cara no sólo se parecía a la cara de mi padre, sino que era la misma cara.

¿Y su padre? Una de las cosas que más desataba la cólera de su madre era que el niño preguntara por su padre. Enseguida se le prohibió terminantemente preguntar por él. Pensó que debía de ser un criminal. Sus pesquisas concluyeron en un episodio acaecido a los 16 años. Thomas localiza a sus abuelos paternos y les visita, éstos describen a su hijo como una persona abyecta y reniegan de él. Le dan una foto que le asusta por su parecido. No es que se le pareciera, era su mismo rostro. Se entera además de que murió en extrañas circunstancias siete años atrás. De vuelta a casa cuenta dónde ha estado, su madre lo golpea y quema la foto. Bernhard comprendió, dice, que nunca más volvería a preguntar por él.

Pese a este intento por ubicarse en la filiación, mi hipótesis es que sus preguntas toparon con obstáculos insalvables que reflejaban una imposibilidad inicial, la de poder inscribirse en el deseo de los padres y de poder entrar, así, en el universo de la significación fálica. En definitiva, que tuvo pocas herramientas para poder hacer un recorrido por la carretera principal. No creo que haya una estructuración edípica del deseo y que en su lugar se valió de este apoyo imaginario, el abuelo, al que se engancharía de por vida a través de la escritura. Me ha parecido que consigue dejar algo de la identificación al objeto de desecho al volcar sobre el Otro la inmundicia, consiguiendo hacer parte de este trasvase fuera de sí, aunque en esta tarea el cuerpo no le siga. “Toda mi vida como existencia no es otra cosa que un molestar y un irritar ininterrumpidos.” Veamos un ejemplo:

“Somos procreados, pero no educados, con todo su embrutecimiento, nuestros procreadores, después de habernos procreado, actúan contra nosotros, con toda la torpeza destructora del ser humano, y lo arruinan todo, ya en los tres primeros años de su vida, en ese nuevo ser, del que no saben nada, sólo, si es que lo saben, que lo han hecho aturdida e irresponsablemente, y no saben que, con ello, han cometido el mayor de los crímenes. Con una ignorancia y una vileza completas, nuestros progenitores, y por tanto nuestros padres, nos han echado al mundo y, una vez que estamos ahí, no pueden con nosotros, todos sus intentos de poder con nosotros fracasan, pronto renuncian, pero siempre demasiado tarde, siempre sólo en el instante en que hace tiempo que nos han destruido...”
  
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Lo que quizás más sorprende de la escritura de Thomas Bernhard es su capacidad para mantener ese impulso en un imposible crecendo durante páginas enteras. Ordena y reordena y vuelve a formular, una y otra vez, buscando elementos que mantengan siempre o, si es posible, aumenten la contundencia buscada. Me ha parecido que, como en Joyce no se trata de un simple apego al retruécano, lo que está en juego en Bernhard también es de otro orden: se trata de hacer surgir, en el estado más primigenio posible, una estructura elemental que va a repetir y machacar sin mesura. Bernhard construye a base de: repetición y adición; paralelismo y contraposición; continuidades y rupturas. Pero es la contraposición, la tensión radical que establece entre dos polos nítidamente opuestos, la piedra angular de su escritura. Morimos a partir del instante en que nacemos...” Creo que sin ella, el deslizamiento sería imparable. Bernhard parece conseguir una calma cuando obtiene esa fórmula radical, algo, por otra parte no sorprendente pues lo que ahí observamos es la emergencia de la estructura simbólica misma, con su inmediato efecto pacificador. A esta característica se suma, como veíamos, la de la intensidad, el interés de cargar cada segmento de frase de toda significación posible, y de jugar a continuación con ellas, musicalmente, como si todos los segmentos fueran los acordes álgidos de la quinta sinfonía. Bastará leer una frase, describiendo Salzburgo, para apreciar el efecto cubista que consigue con enrevesadas subordinaciones, una suma de múltiples bloques sonoros que sólo las comas puntúan. Un permanente cha-cha-cha-chán, donde al aire de certeza se suma la imposibilidad de introducir un vacío.

Las condiciones meteorológicas extremas, que irritan y debilitan continuamente y, en cualquier caso, enferman siempre a las personas que viven en ella, por una parte, y la arquitectura salzburguesa, que en esas condiciones produce unos efectos cada vez más devastadores en la constitución de las personas, por otra, ese clima prealpino, que oprime a todas esas personas dignas de compasión, de forma consciente o insconsciente pero, en sentido médico, siempre dañina y, en consecuencia, que las oprime en su mente y su cuerpo y en todo su ser, al fin y al cabo totalmente a la merced de esas condiciones naturales, y con brutalidad increíble produce una y otra vez esos habitantes irritantes y debilitantes y enfermantes y humillantes e insultantes y dotados de una gran vileza y abyección, engendran una y otra vez a esos salzburgueses de nacimiento o llegados de fuera que, entre sus muros fríos y húmedos, amados con predilección por el aprendiz y estudiante que fui hace treinta años en esa ciudad, pero odiados por experiencia, se entregan a sus estúpidas terquedades, absurdidades, barbaridades, asuntos brutales y melancolías, y constituyen una inagotable fuente de ingresos para todos los médicos y empresarios de pompas fúnebres posibles e imposibles.
  
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Para terminar, volviendo a la clínica, quizá podríamos decir que Bernhard no construyó un cuerpo en el sentido de a-natomía, por seguir un juego lacaniano del Seminario 20. Si el hábito recubre el cuerpo, entendido como agujero, como objeto a, aquí no hubo extracción del objeto que construyera el vacío necesario para atrapar las pulsiones en sus bordes, no hubo suficiente simbólico para agujerear esa superficie. Por ello el organismo quedó como una planicie donde el goce campó a sus anchas. La ausencia de significación fálica no permitió a Bernhard esa separación corporal, –destinada a impedir o limitar que los órganos se pongan a significar por su cuenta–, quedando el organismo significantizado en su conjunto. De ahí que veamos al organismo yendo radicalmente por libre, tratado como algo separado, algo que descarriló un día en la adolescencia, en un momento lógico preciso.

En síntesis, el ir en la dirección opuesta, que concreta en términos de arremeter siempre y todo el tiempo, creo que hace de suplencia de la melancolía al permitirle un hacer más allá de la identificación al objeto de deshecho. Sin embargo, la forma escritural que toma la suplencia no consigue anudar algo soltado en lo imaginario, por lo que no fue suficiente para construirse un cuerpo. 

Zacarías Marco,  septiembre de 2013