sábado, 10 de enero de 2009

Apertura de la cuarta reunión de Liter-a-tulia a cargo de Alberto Estévez; El viaje del elefante de José Saramago


Buenas y blancas tardes a todos. Nos reunimos hoy con el año recién estrenado en una cita que no estaba prevista pero que propusisteis algunos de vosotros, y aquí estamos, con El viaje del elefante, la última obra del hace 10 años Nóbel de Literatura, José Saramago. Última obra y probablemente último libro del autor, según sus propias palabras, que ya cumplió 86 años. Aunque respecto de este particular no hay nada seguro, ya que enfermo de una importante afección respiratoria, sólo llevaba escritas 40 páginas de esta obra cuando se presentó la enfermedad, así que las doscientas y pico restantes las escribió posteriormente, terminar la novela fue para él una gran victoria ya que estuvo entre esto y aquello, y en algún momento más próximo de aquello que de esto.
Sin embargo, la hospitalización no ha dado un carácter tétrico a la novela, todo lo contrario, está llena de humor, de fina ironía saramaguiana que desmitifica sin cesar, a veces sin cesar de reír, nobleza, militares e iglesia, que acaban bastante mal parados en este, más que novela, cuento muy largo.
Para empezar, es el retrete el escenario elegido, si se me permite decirlo así, para que Don Juan III, rey de Portugal, muestre sus dudas a su reina, Doña Catalina de Austria, acerca de la dignidad del regalo ofrecido por su reciente boda al archiduque de Austria, el primo Maximiliano.
Una mujer puede gozar provocando las dudas de un hombre, pero aquellas dudas que no son causadas por ella, habitualmente suelen generar inquietud en la mujer, inquietud que Doña Catalina interrumpe de súbito, eufórica y excitadísima: regalarán a Salomón, el elefante indio que hace ya 2 años la corte de Portugal tiene que mantener. En la misma persona de la reina se hace casi simultáneo deshacerse literalmente de una bestia que no tiene oficio ni beneficio y llorarlo por su marcha, pero es que en el fuero interno es donde se dilucidan las contradicciones del ser, las cuales irán en aumento.
Así se inicia el viaje, en cuanto el primo Maximiliano, archiduque autoritario que a parte de ser yerno de Carlos V no se ve que posea ningún otro mérito, ni tampoco su ingenua esposa, tiene a bien aceptar el regalo ofrecido por la bisoña corte de Portugal.
Los militares, algún que otro escalón por debajo de los nobles, también se llevan su ración de ironía del autor, y asistimos a situaciones que provocan la carcajada la mayoría de las veces centradas en la persona del comandante del pelotón portugués, al que casi nada más presentarlo se nos advierte de su ya probada agilidad de espíritu. Alguien que en el pasado estuvo algunos años en el seminario resultado de una crisis mística que acabaría curándose por sí misma. Capaz de proferir frases del estilo “con austriacos nunca se sabe” aunque estos fueran los primeros que iba a cruzarse en su vida, o en el colmo del ridículo, una vez entregado el elefante al archiduque, en su discurso de despedida en la ciudad de Valladolid, con tono solemne arengue a sus soldados: Viena está lejos, Lisboa más lejos aún.
Podría pensarse pues que Saramago en esta desmitificación de las instituciones nos invita a pensar en ellas como prescindibles, frente a la inercia de los tiempos que las considera algo sin lo que no podemos vivir. No discutas con quien manda, Subhro, aprende a vivir. Y es justo en este sentido en el que lanza sus más duros ataques cuando se refiere constantemente a la iglesia católica y sus absurdos milagros preparados, para poder hacer frente y contraatacar la ola invasora luterana que recorre Europa. Rescato una frase entre muchas otras porque me parece de una contundencia y claridad notables: la moral no siempre es lo que parece y puede ser tanto más efectiva cuanto más contraria a sí misma se manifieste.
Ahora bien, tenemos al elefante, verdaderamente otro ser, gobernado por reglas que no se inscriben en ningún código moral conocido, nada que ver con este mundo. Y ciertamente Salomón parece ajeno a lo largo del relato a la complicación humana que acontece a su alrededor, más ocupado de inventar su propia cuenta, porque aunque no nació para cruzar las densas nieves alpinas, no le ha quedado otro remedio. Conste que Saramago lo equipara en estos momentos al ser humano; en su cabeza de elefante se encuentra la interrogación que aúna el no querer y el no saber sobre el mundo en que lo pusieron a vivir, que es una interrogación que nos encontramos todos, nosotros y los elefantes. Pero el autor establece una segunda diferencia fundamental; frente al barrito del elefante, nosotros disponemos de las palabras, y cuando Subhro el cornaca es acusado de usarlas a su antojo, él responde con gran sabiduría: no soy yo quien juega con las palabras, son ellas las que juegan conmigo. Es esto lo que convierte al hombre en un extraño animal, este auténtico baño de lenguaje en el que nos vemos inmersos cuando nacemos, es también lo que obtura la posibilidad hipotética de comunicación, es lo que hace que un archiduque, un rey o un emperador sean cornacas sobre un elefante, o lo que lleva al autor a decir que la representación más precisa del alma humana es el laberinto.
Hemos viajado con Saramago, disfrutado enormemente con su narrativa en la que el uso de una palabra en vez de otra, un verbo más certero, un adjetivo menos visible, parece nada y finalmente lo es todo. Un viaje que muchos pensamos tiene resonancias de otro viaje, aquel que estando hospitalizado estuvo a punto de hacer, como decíamos al principio, entre esto y aquello, pero no me gustaría dar la impresión de que el viaje dejó en mí una sensación de pesimismo, todo lo contrario, aunque no sea aconsejable confiar demasiado en la naturaleza humana, nos lo demuestra la dura experiencia de la vida, aunque seamos cada vez más los defectos que tenemos y no nuestras cualidades, las fórmulas para poder hacer un buen viaje están en el libro, si todo el mundo hiciera lo que puede el mundo sería mejor, y en ese sentido, el respeto por los sentimientos ajenos es la mejor condición para una próspera y feliz vida de relaciones y afectos. No debemos olvidar, Saramago por si acaso nos lo recuerda, que si Lázaro resucitó fue porque le hablaron de buenos modos, tan simple como eso.
Alberto Estévez
9 de Enero de 2009

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