sábado, 22 de diciembre de 2012

Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura, de Kenzaburo Oé. Comentario de Gustavo Dessal

Posiblemente lo que más me sobrecoge de este relato, que continúa y profundiza una temática a la que por razones autobiográficas el autor le ha dedicado una buena parte de su reflexión poética, es la singularidad de que en esa peculiar y arquetípica relación que existe entre un niño retrasado y su madre, esta última sea un hombre. Así, con una sencillez que no requiere explicación alguna, y que se nos presenta como una evidencia que asumimos de inmediato, se nos informa de que el hombre gordo está identificado a la hembra del pez celatius, y lleva adosado a su cuerpo al pequeño ser desgraciado y ausente de la vida. Manteniéndolo adherido a su cuerpo, cree darle la vida que le falta. Es conmovedor y a la vez terriblemente inquietante que padre e hijo entablen un vínculo corporal tan estrecho. Kenzaburo Oé maneja con inusual destreza la extraña mezcla de ternura y obscenidad que nos produce la relación entre esos dos seres que conforman una especie de organismo dual, conectado por una simbiosis telepática. El dolor del hijo atraviesa los nervios del padre, llega al pensamiento, y una vez allí se localiza, se codifica, y adquiere significación. El padre convierte el grito informulado y bruto del niño en una representación articulada. Traduce las sensaciones oscuras y deformes en vivencias que pueden alcanzar las palabras. Los cuerpos se acomodan tan bien uno al otro, que solo se distinguen por el tamaño. Son siameses comunicados por un circuito mágico. El cuerpo maternizado del padre se funde con la masa animal del hijo.

El hombre obeso, que en un comienzo actúa como alguien forzado a asumir una esclavitud creada por la mutilada existencia real del hijo, se nos revela muy pronto como el mayor beneficiario de este sacrificio. Bien es verdad que por momentos será capaz de proteger al niño, de calmarlo, de velar sus tumultuosos sueños. Pero lo que un buen día va a descubrir en el zoológico, es que su hijo no lo necesita. Es él, el padre, quien lo ha necesitado. Es él quien lo ha convertido en el objeto inseparable de su existencia, en el complemento de perturbada vida, sobrecargada por el peso de una misteriosa historia. Es él quien, gracias a su hijo y a la maternidad que ha cumplido para el niño, ha logrado sobrevivir a la locura. 

Este padre-madre duerme con el hijo, ambos tomados de las manos, fusionados en el dolor, y una corriente invisible los une, o al menos es eso lo que el hombre gordo cree. Por eso él, que posee una razón y un pensamiento, se considera en el deber de suplir para el pequeño retrasado la función de comprender el mundo, de insuflarle una mínima dosis de inteligibilidad, de apartar aunque más no sea una parte de la espesa bruma que ciega sus sentidos. Lo que el padre no sabe es que obrando de este modo se aleja cada vez más del misterio de su locura. Él cree que es su madre quien lo aparta de la verdad, pero se equivoca. Entre la supuesta locura de su propio padre, y la debilidad mental de su hijo, él sobrevive. 

El equilibrio de fuerzas dura poco más de cuatro años. Lo destruye el episodio del estanque y los osos polares. El hombre gordo, gordo como el oso polar, es obligado por una turba de canallas a abrir las mandíbulas y soltar a su presa. Arrancan al pequeño pez del vientre de la enorme hembra, pero el pequeño pez sobrevive. Sobrevive como puede hacerlo un retrasado mental. Entonces, la locura, ¿a dónde irá a parar? 

El final es difícil, puesto que convoca una noción que para nosotros, los occidentales, nos resulta ya muy lejana. El honor es una virtud que casi no nos resuena. La política la ha hecho desaparecer de buena parte del planeta. Sin embargo, en algunas regiones del mundo todavía es preferible pasar por loco antes que ser recordado como un traidor. La sola idea de asesinar al Emperador, el símbolo del Padre Celestial, es de una magnitud tan monstruosa que contradice el orden del universo. Para salvar el orden y el honor, la madre del hombre gordo ha considerado preferible difundir la historia de la locura. ¿O ha sido su hijo quien ha sostenido esta historia, poniéndola en boca de su madre? Si su padre no estaba loco, y su hijo sobrevivirá a la locura del hombre gordo, ¿qué hará él? Ahora que por fin es libre, libre “de hacerle frente en solitario”, ¿quién podrá enseñarle a sobrevivirla? 

“Un día de primavera, hacia el mediodía, mientras se duchaba después de la sauna, vio delante de él a un desconocido de piel bronceada que le intrigó profundamente. El vaho que empañaba el espejo sin duda estaba allí por algún motivo: ese desconocido era él. A fuerza de observar la imagen que llenaba el espejo, fue advirtiendo en ella numerosos síntomas de desequilibrio mental. Pero, esta vez, ya no tenía ni hijo ni padre con quienes compartir la locura que se apoderaba de él cada vez con más fuerza, amenazando con invadirlo por entero”. Con la historia de la locura paterna y la invalidez del hijo, el hombre gordo ha cubierto de vaho su propio espejo. Todos hacemos más o menos algo parecido. Nos aferramos fuertemente a algo para disimular nuestra locura. Si nos lo quitan, o lo perdemos, caemos en el estanque de la verdad. Y casi siempre sus aguas huelen horriblemente mal.


Gustavo Dessal

La soledad en Kenzaburo Oé. Comentario de Miguel Alonso

A la larga, todo es materia para el arte. Sobre todo la desdicha. La felicidad no, la felicidad ya tiene su fin en sí mismo, por eso casi no hay poetas de la felicidad(Borges)

"No hay nadie que haya jamás escrito o pintado, esculpido o modelado, construido, inventado, a no ser para salir del infierno". (Antonin Artaud)

Toda la trayectoria de la obra de Kenzaburo viene a concordar con la verdad de estas citas. Sabemos las circunstancias de su vida, y cómo los motivos que la inundan son, sobre todo, la desdicha producida por algunos encuentros trascendentales para su existencia, con su hijo, con su misterioso padre, y con el desprecio de su madre. 


El fondo del relato que nos ocupa es esa novela familiar plagada de locura. Desde él asistimos a un proceso de transformación, de liberación, y no sabemos si de libertad. Lo primero que me evoca es uno de los hechos más curiosos de nuestra vida anímica, el de que los hijos heredamos la culpa de los padres. Y particularmente, sobre el hombre gordo se proyecta esa culpa como una mancha de locura proveniente del Otro familiar, de sus dichos, de sus proyectos políticos –los del padre— de sus agravios –los de la madre. En el trayecto, el hombre gordo intenta descifrar esa herencia, cuál es el lugar que ocupa en ella y por qué la recibió. En el medio, la problemática relación con el hijo viene a ser el delirio que construye para sostenerse en la vida.   

Por el compromiso que Kenzaburo Oe asume en relación a su propia realidad y responsabilidad, me parece justo resaltar la carga ética que atraviesa el relato. Asume una dirección inequívoca hacia su propia soledad, eludiendo morales consoladoras, artificios redentores, posiciones misericordiosas, confrontándose al encuentro con el territorio real que le corresponde, esa soledad ineludible desde la que, quizá, pueda elaborarse algo vital. Es una forma de no resignarse a un destino marcado por el Otro.


El proceso de atravesamiento que realiza el hombre gordo nos deja ver, entre otras cosas, la gran distancia que media entre liberación y libertad. Liberación como despojamiento de una carga, y libertad como posibilidad de construir un mundo propio. Digo liberación porque así es como denomina al despojamiento de ese delirio que construye en la simbiosis con su hijo. Y digo libertad porque esa es la ambigua posibilidad que se abre en el final, una vez producida la liberación del padre, si es que ésta verdaderamente acontece.


Vemos perfectamente como una liberación verdadera implica, paradójicamente, un encuentro con el vacío de lo real. Llamativo resulta, en este sentido, el párrafo de la primera página:  


“... logró liberarse de una idea fija que hasta entonces lo había obsesionado; pero una vez liberado, una lastimosa sensación de soledad hizo encoger todavía más el alma pusilánime de aquel hombre gordo”.

Para ilustrar este advenimiento de la soledad tras la liberación, siento la solicitud de pronunciamiento por parte de uno de los poemas más extraordinarios de la gran poetisa gallega Rosalía de Castro: Unha vez tiven un cravo (Una vez tuve un clavo):

Una vez tuve un clavo
Clavado en el corazón
Y no recuerdo si aquel clavo
Era de oro, de hierro o de amor.
Sólo sé que me hizo un mal tan hondo
Que tanto me atormentó
Que día y noche sin cesar lloraba
Cual lloró Magdalena en la pasión.
Señor que todo lo puedes
Le pedí una vez a Dios
Dame valor para arrancar de un golpe
Clavo de tal condición.
Y me lo dio Dios, y lo arranqué
Pero ¿Quién lo iba a pensar?... Después
Ya no sentí más tormentos
Ni supe que era dolor
Supe sólo que no sé que me faltaba
En donde el clavo faltó
Y sé... sé que tuve soledades
De aquella pena... ¡Buen Dios!
Este barro mortal que envuelve el espíritu
¡Quién lo entenderá, Señor!

Magistral, magnífica Rosalía de Castro: “Supe sólo que no sé que me faltaba/En donde el clavo faltó”. En realidad, una buena parte del relato de Kenzaburo cabe en este verso. Y todo proceso de verdadera liberación, tiene cabida en este verso. 

Porque la soledad que aborda al hombre gordo liberado de la relación imperiosa con su hijo, es una figura que mora permanentemente en la vida de todo ser humano. Circula por detrás de las palabras, es la sustancia aprisionada en las soluciones fantasmales y delirantes, es el cimiento oculto de la realidad, y, paradójicamente, reaparece siempre por la ventana abierta de cualquier liberación. Repito, no hay que confundir liberación con libertad. Escribir como Kenzaburo es su forma de salvarse de esa soledad que rompe el cuerpo, y que no es más que un eco del infierno. Escribir como Kenzaburo es construir la libertad después de haber sentido la soledad más profunda.  

¿Donde encontramos la libertad, o la posibilidad de ella, para el hombre gordo? Creo que en el final de la novela. Aunque esa posibilidad se presenta de forma ambigua. No sabemos si el hombre gordo puede construir algún artefacto que le permita sostenerse en la vida, como anteriormente se lo permitía el delirio, o si caerá melancólicamente en el mismo encierro, en la misma locura que el padre.

Lo que sí podríamos pensar sobre Kenzaburo Oe, es que él sí supo construir la libertad en ese edificio vital que supone su obra. Al respecto, y como conclusión, evoco algo que se dijo el pasado martes 11 de Diciembre en la presentación de los libros de Ion Vianu y Matei Calinescu –este último también padre de un niño autista— y es lo siguiente:

Cualquier libro es una enfermedad vencida”. 

Miguel Ángel Alonso

Una pincelada histórica y la locura en el relato de Kenzaburo Oé. Comentario de Luis Seguí

Kenzaburo Oe, de alguna manera, es la contracara de Yukio Mishima. Éste era un nacionalista militarista y un escritor que se suicidó en un cuartel militar haciéndose el harakiri, porque fracasa un golpe de estado. Kenzaburo es lo contrario.


A partir de la lectura de Oe y de otros textos, también de ciertos episodios en la historia de Japón, pensaba que hay países más psicóticos que otros, o que tienen más propensión a la psicosis. Un cambio cultural de la magnitud del vivido por Japón, no puede resultar gratuito. El paso de la dinastía Meiji, a finales del XIX, y la occidentalización forzada de Japón, forzosamente tiene que dejar una huella. Es parecido a lo que ocurrió en Turquía cuando Mustafá Kemal Atatürk decidió occidentalizar el país, prohibir el velo, utilizar el alfabeto latino en lugar del turco tradicional. Ese tipo de cambios culturales que abarcan, no sólo a un sujeto que lo haga voluntariamente, sino a un país entero, necesariamente ha de dejar huella.

En Japón, esa transformación forzosa ocurrió a finales del XIX y comienzos del XX. Coincide con el surgimiento de Japón como potencia militar imperialista que, primero, invade China, y luego se involucra en la Segunda Guerra Mundial. Adopta una constitución democrática que, en realidad, fue impuesta por McArthur, que mandaba en Japón después de arrasar Hiroshima y Nagasaki. Es decir, la constitución democrática de Japón es impuesta por arriba, como la dinastía Meiji impuso la occidentalización sesenta años antes.


Este cuento de Oe está recorrido por la cuestión de la locura, no en balde está incluida en el título. La locura está presente en todos los personajes de la obra. Probablemente, el único que se salva es el niño deficiente mental. Todos los demás están locos, la madre, el hombre obeso, el padre, que se encierra en un armario después de perder, políticamente hablando, su destino, su futuro, y que se lo nombra como AQUÉL. La locura del hombre gordo es un producto de la forclusión del nombre de ese padre

Una de las mayores paradojas y, al mismo tiempo, demostraciones de la locura, es el nombre que el hombre gordo le pone a ese hijo que no sabe si va a vivir. Le pone el nombre muerte. Luego tiene un estallido hilarante en el retrete, absolutamente inexplicable, que sólo puede venir de una mente enferma. Cuando no sabe si el hijo va a vivir, ya le pone el nombre muerte, aunque luego utilice un apelativo.

La pelea feroz que el protagonista tiene con su madre obedece a que ella le privó del padre, del nombre del padre, de la figura del padre y de los escritos sobre el padre. Porque lo que reprocha a la madre es la apropiación que ha llevado a cabo sobre los escritos, se los ha ocultado, es decir, le ha privado de parte de su historia, de lo fundamental de su historia.

Todos sabemos que cuando una persona dice que se hace el loco, es que está loco. En varias páginas, en diferentes párrafos del relato, se dice que la madre se hace la loca, o él se hace el loco. La simulación de la locura es un fenómeno más común de lo que uno cree – normalmente se simula la locura para eludir una condena judicial, o para salvarse de ir al ejército—y cuando esa simulación se lleva a cabo, es que uno está loco.

Por lo tanto, en este cuento, la locura es el hilo conductor de todos los personajes hasta el final. En ese final es donde encontramos un atisbo de esperanza. Es posible que, paradójicamente, el hijo, deficiente mental, se salve de la locura de toda la saga familiar gracias a que el padre, el hombre gordo, pueda reencontrar, de alguna manera, su nombre.
Luis Seguí

Kenzaburo Oé. Un tratamiento de lo real por lo simbólico. Comentario de Mónica Unterberger

La temporalidad, el nombre que no aparece para nominar al hombre gordo, la relación de éste con su hijo, la relación con su padre y con su madre. Una obra como ésta, escrita por alguien de la estatura de Kenzaburo Oe, es la muestra de un tratamiento de lo insoportable por parte de lo simbólico. En este sentido, evoco una cuestión planteada en el Seminario 7, La ética del psicoanálisis. En el fondo, ya se trate del arte, de la pintura o, como en este caso, de la escritura, estamos ante un tratamiento simbólico que  puede acotar y poner límite a lo insoportable de ese encuentro desdichado entre el padre y el hijo, o entre el hombre gordo y su propio padre. También en el relato se pone de manifiesto una pregunta: ¿Qué es ser padre? En el cuento de Kenzaburo vemos que no hay una fórmula universal, porque en realidad es una pregunta que nadie puede responder.  



Y siendo que esta historia puede ser la de cualquiera, cuando nos dejamos llevar por la magia de las palabras, y eso es lo interesante, la historia se eleva a un nivel que evoca las cuestiones más intrincadas del ser. Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura es lo que el hombre gordo rescata de la frase del padre. Y es una frase que nos incluye a todos en su formulación. Todos estamos un poco locos ¿Cómo hacer para tratar la particular locura que a todos nos sujeta? Lo que hace Kenzaburo me parece una manera de tratarla. Pero el paso primero es advertir que cada uno delira un poco, como todo el mundo.

Mónica Unterberger

La magia de las palabras en Kenzaburo Oé. Comentario de Antonio el galeno

Hay una poesía de Machado muy conocida y parecida a la de Rosalía de Castro. También en ella se hace presente la soledad de la que hablábamos anteriormente. Dice así:


YO VOY SOÑANDO CAMINOS




Yo voy soñando caminos 

de la tarde. ¡Las colinas 
doradas, los verdes pinos, 
las polvorientas encinas!...


¿Adónde el camino irá? 

Yo voy cantando, viajero, 
a lo largo del sendero... 
—La tarde cayendo está—.


En el corazón tenía 

la espina de una pasión; 
logré arrancármela un día; 
ya no siento el corazón.


Y todo el campo un momento 

se queda, mudo y sombrío, 
meditando. Suena el viento 
en los álamos del río.


La tarde más se oscurece; 

y el camino se serpea 
y débilmente blanquea, 
se enturbia y desaparece.


Mi cantar vuelve a plañir: 

Aguda espina dorada, 
quién te volviera a sentir 
en el corazón clavada.

En relación al relato de Kenzaburo, tengo que decir que me siento un blasfemo, que puedo cometer el sacrilegio mayor, porque en mi lectura sobre el relato he sentido que jamás he leído con tanta dedicación algo que me interesara tan poco. Es algo fantástico. Creo que ahí está todo el mérito de Kenzaburo. Cuenta una historia pequeña, enfermiza, entre un padre y un hijo que no tiene el menor interés, y la cuenta hilvanando las palabras con una magia que prende. Me preguntaba ¿contará algo que me llegue a interesar? Y consideraba, al mismo tiempo, que estaba ante un gran escritor por la magia que prende al lector.

Antonio

El goce abyecto en el relato de Kenzaburo Oe. Comentario de Graciela Sobral

No pude terminar de leer el libro, acusé el golpe. Pero me inspiro en lo que se va diciendo en la tertulia. Borges tiene un cuento donde se trata el goce: Los inmortales, unos seres que están en el mundo del goce. Pero es un goce mítico, lejano. Creo que el cuento de Kenzaburo Oe también habla del goce, pero de un goce que no es mítico, es más cercano, patológico. Cualquier persona que se haya interrogado sobre sí mismo, sobre su vida, sobre su horror, se encuentra rápidamente en la cercanía de ese goce espantoso, insoportable, significado por esas manos cogidas. Es la manera en que nombro el golpe que me dio la lectura de este cuento. Es decir, Kenzaburo tiene el arte de narrar un goce que resulta insoportable, pero no es el goce de ellos dos exclusivamente, sino el de cada uno de nosotros, un goce abyecto que tratamos de que esté escondido, porque es lo que cada uno quisiera no ver en sí.   

Graciela Sobral.