sábado, 10 de octubre de 2015

Tertulia 64. El regreso, de Joseph Conrad. Comentario de Gustavo Dessal

El regreso. Qué palabras tan sencillas y a la vez tan bien elegidas para dar título a esta obra, escrita por un grande entre los grandes de la literatura moderna. Conrad no solo ha conquistado un lugar eminente, sino que entre otras apasionantes circunstancias de su vida vale la pena mencionar que logró encontrar una extraordinaria fuerza expresiva en una lengua que no era la suya, puesto que había nacido en Polonia, y fue en la juventud cuando adoptó el inglés, convirtiéndose en uno de los más reconocidos estilistas de ese idioma.

A lo largo de este relato iremos viendo cómo el término “regreso” se despliega en una variedad de sentidos que se multiplican como esa imagen tan poderosa del juego de espejos que en cierto momento de a trama el autor va a introducir, para sumergirnos aún más en esa atmósfera de angustia que alcanza los límites de la desesperación. Creo que una de las virtudes más asombrosas de este cuento reside en que Conrad es capaz de acercarnos peligrosamente a lo trágico que, de manera latente, habita en lo cotidiano y lo anodino. Aquí no estamos en el mundo trágico de Shakespeare, no hay guerras, ni parricidios, ni matanzas ni suicidios. No sucede nada extraordinario. Sin embargo, la maestría de Conrad consiste en mostrar que lo trágico no necesita de lo espectacular, sino que podemos hallarlo con solo rascar un poco la delgada superficie de las apariencias. Por otra parte, el autor ha elegido un tema eterno para traducir la profunda y mezquina miseria de la que estamos hechos: el tema de la relación entre un hombre y una mujer, que como ustedes ya bien saben, es uno de los mejores argumentos que el psicoanálisis tiene para sostener que algunos agujeros pueden tener sus remiendos, pero que no por ello desaparecen como agujeros.

La historia comienza con un regreso. Alvan Hervey desciende del tren que lo devuelve a su casa tras una jornada de trabajo. El autor se detiene ex profeso para describir la escena. Le interesa destacar, fundamentalmente, esa multitud de soledades que se dispersan, como si huyesen de algo sospechoso o escondido, algo como la verdad o la pestilencia. Verdad y pestilencia son dos palabras que en cierto modo vertebran la trama. Nuestro protagonista ha escapado siempre de la verdad como de la peste, y está aún muy lejos de imaginar que va a tropezar con ella en la sagrada y firme intimidad de su hogar. Hay un detalle que tal vez pueda parecer un mero recurso destinado a recrear la imagen de la estación, pero que en cambio considero digno de mencionar. En el medio de esa multitud indiferenciada e indiferente, destaca la figura de un anciano que se para un momento, presa de un ataque de tos, y al que nadie presta atención. Esa presencia frágil e ignorada es el contrapunto de Alvan, que es joven, destacado objeto de la mirada, fuerte, exitoso, ganador. Alvan se dirige a su casa, su casa que es el fiel reflejo del mundo tal como él lo concibe y que Conrad resume con preciosas y mordaces palabras: “era una esfera sumamente encantadora, la morada de todas las virtudes, donde nada sucede y donde todos los gozos y las penas son prudentemente atenuados como placeres y molestias. En perfecta armonía con ese espíritu, Alvan ha elegido a una mujer con la que construye una relación que satisface plenamente sus necesidades de orden, normalidad y virtud, que pueda servir a todos los fines prácticos que se requieren para cumplir con esos principios, y cuya máxima intimidad no es presentada en una frase de una sórdida crudeza: “dos animales que se alimentan del mismo pesebre, bajo el mismo techo de un lujoso establo”. Este es uno de los tantos ejemplos de cómo procede Conrad: él mismo, con pocas palabras, convierte el lenguaje en un estilete con el que perfora su propia poesía, haciendo sangrar la superficie de la belleza.

Ese hombre sobresaliente, y esa mujer hecha para completar el diseño perfecto de un cuadro perfecto, son en verdad tan cercano el uno al otro como dos mulos o dos vacas que se arriman para saciar su apetito. En cambio en el escenario público son dos hábiles y gráciles patinadores que se deslizan por la superficie de la vida, trazando figuras que suscitan la admiración de los otros. Mientras tanto, ambos ignoran la corriente secreta que fluye viva bajo la capa de hielo. Este juego de oposiciones entre lo congelado y lo abrasador, la luz y la oscuridad, lo vivo y lo muerto, la realidad y lo real, atraviesa todo el relato. Tan solo un ejemplo de ello es la estatua de mármol de una mujer que sostiene una luz con su brazo alzado. Esa mujer de mármol, referente que Conrad menciona varias veces y no por casualidad, es el ideal femenino de Alvan: la mujer muerta, inmóvil, funcional, y que aporta esplendor y valor estético. La mujer que está siempre en el lugar donde se la espera.

Por fin, vemos a Harvey alcanzar la meta a la que ansiaba regresar: su dormitorio. Conrad es minucioso en su explicación de los espacios. Se recrea en las estancias de esa casa que simboliza el reino del protagonista, y en especial el dormitorio, el núcleo sagrado de su intimidad, su secreto refugio, ese dormitorio donde va a descubrir la carta que abre un precipicio a sus pies. Ese cuarto donde mediante un ingenioso ardid dramático el autor hará surgir algo que desequilibra la anhelada y bendita soledad de Harvey: la multitud fantasmal y muda de los espejos, el tribunal, el jurado, los dobles imaginarios multiplicados al infinito que lo imitan y lo observan en silencio. La multitud indiferente y lejana de la estación, se ha introducido en la intimidad de su dormitorio para presenciar su caída.

El mero descubrimiento del sobre, incluso antes de conocer su contenido, desencadena en él la intuición de la catástrofe. Ese minúsculo signo que ha alterado la rutinaria y confortable inmovilidad de su vida basta para provocar una conmoción tal que lo hace experimentar “de pronto, el lacerante sentimiento de inseguridad, la absurda y rara impresión de que la casa se ha movido un poco bajo sus pies”. Una vez abierta la carta, su primera reacción consiste en correr hacia la ventana y asomar la cabeza para combatir el ahogo con una bocanada de aire fresco. Para su sorpresa, lo que sucede lo desconcierta aún más: el mundo emerge súbitamente del fondo de la noche, y el murmullo “de algo inmenso y vivo” penetra en sus oídos. La carta lo enfrenta a un horror que desconocía: lo vivo de la existencia, esa vida martirizada y mortificada por el orden, la virtud, la contención, la razón, la normalidad, las reglas, las convenciones, y toda esa compleja maquinaria de tortura que el psicoanálisis identifica con un solo término: el superyó. Es impactante el modo en que Conrad nos transmite el horror de Alvan ante sus propias palabras, unas palabras que a duras penas consigue balbucear y que al oírlas escapar de su boca lo llenan de espanto: “Ella se ha ido”. Las palabras son más poderosas que los hechos. Poseen la siniestra facultad de invocar los poderes del Destino, incluso más que las propias acciones.

Harvey se confronta a un acontecimiento que profana su cuerpo. Se siente de pronto enfermo, porque por primera vez ha sido tocado en la carne sensible de la vida, y la vida -escribe el autor- se le antoja intolerable. ¿Qué es aquello de la vida que ha desarbolado la seguridad en la que Alvan Harvey permanecía guarecido? Con su afinado arte, Conrad comienza a desplegarnos la respuesta: es la mujer. “¿Cómo puede ser que su esposa -¡su esposa!- desprecie el respeto, la comodidad, la paz, la decencia, una posición, todo por nada?”. El abismo no es cualquiera. Es el abismo del deseo, y nadie mejor que la mujer para mostrarnos la magnética afinidad entre el deseo y la nada. Es entonces cuando el relámpago de un pensamiento atraviesa a nuestro hombre. La había visto siempre a ella como una chica de buena crianza, una esposa, una persona culta, señora de su hogar, una dama. “Pero jamás se le ocurrió imaginarla simplemente como una mujer”.

En una cascada de ideas tormentosas, Conrad nos hace recorrer con pasmosa velocidad pero impecable rigor el proceso mental de Harvey, que acaba en la idea que se impone como el estallido de un trueno. “¡Si acaso ella hubiese muerto!”. Es decir, mejor muerta que mujer, antes estatua de mármol que carne palpitante, deseosa de algo que él no puede concebir, él que había creído encontrar la fórmula de la felicidad en una sobria medida: ni demasiado amor, ni demasiado arrepentimiento. Esa mujer, en un instante, ha echado por tierra todo aquello que él se ha esforzado en preservar. Alan comienza a comprender que ha sucedido algo terrible, algo que no se acaba en el hecho de que su mujer se ha marchado. Como la fractura creada por una falla geológica, esa partida ha producido en él una conmoción que toca el núcleo mismo de su existencia, amenazada con disolverse. Ella ha sucumbido a la pasión, esa fuerza innombrable, “esa infamia imperdonable y secreta de nuestros corazones”, eso que debe mantenerse a raya porque es un atentado al orden, la medida, el sentido común, la decencia, lo conveniente. El misterioso e insospechado deseo de ella ha puesto en cuestión el equilibrio del universo, de su universo, el de Alvan, lo ha desarreglado para siempre. Los otros, ese ejército incontable de reproducciones de su propia imagen, lo miran, lo reducen a la pequeñez de una cosa miserable e impotente. Esa violenta sensación de ser objeto de una mirada sin palabras, obra al mismo tiempo un efecto paradójico. Es la angustia y la humillación, la ira y la perplejidad, pero también algo que comienza a nacer en su interior, un dolor que lo humaniza, lo arroja al desamparado originario del que todos provenimos. “Estaba de pie, solo, desnudo y asustado, como el primer hombre en el primer día del mal”.       

Es imperioso que haga algo. ¿Quién puede soportar semejante dosis de verdad de una sola vez? La vida solo se tolera cultivando una buena cosecha de mentiras con el sudor de la frente. Como primera medida, es preciso hacer recuento de las pérdidas, como de las bajas tras una batalla. La contabilidad siempre es uno de los recursos favoritos del hombre, que intenta por todos los medios establecer una cifra al menos aproximada de lo que en el deseo femenino se manifiesta como un exceso incalculable. Pero ella regresa. Con toda la intención, Conrad desequilibra el perfil de los personajes. De ella no sabemos casi nada, o muy poco. No sabemos su nombre. No sabemos por qué se ha marchado, ni por qué ha vuelto. Pero sabemos que ya no es la misma. Para Alvan, la que ha vuelto es Otra, y si en Otra se había convertido al marcharse, es Otra al volver, porque su regreso, lejos de suponer la promesa de una reparación, no hace más que duplicar el horror de lo no sabido: no saber la causa de su partida, no saber la causa de su retorno. Al verla, tiene la impresión de retornar él también de un viaje a una región remota y desconocida, la región donde los corazones habitan sin velo. 

Otra vez la mirada. La mirada de ella, insoportable, indescifrable. Su regreso es tan escalofriante como la carta en la que anunciaba su despedida. Él querrá una explicación, pero al mismo tiempo le horroriza conocerla. “Tenía miedo de que ella dijese demasiado”. Él, que ha preferido siempre el silencio de la palabras inocuas y conocidas, las que no dicen nada. Y por segunda vez leemos la frase que Conrad nos impone como un axioma más pesado que el plomo: “Las palabras son más terribles que los hechos”, una frase que bien podría haber sido escrita por Sigmund Freud.

Esta segunda parte, la que se inicia a partir de que ambos vuelven a estar uno frente al otro, en la intimidad del dormitorio, es una sucesión de fragmentos temblorosos, un intercambio de pocas palabras en dos planos que no se cruzan. Él reclama desesperadamente el sentido, y procura revolver en las ruinas de su edificio buscando las pruebas -mezquinas, previsibles, vulgares- de la infidelidad y los celos. Ella, en cambio, no dice casi nada. Sabe que es inútil hablar, que todo lo que diga será para él una lengua desconocida e incomprensible. Además, ella ha fracasado. Vuelve siendo Otra para él, pero  no para sí misma. 

“No hay nada que saber”, es lo que ella responde.
“Esa carta es el principio y el final”.
“¿Qué es lo que he hecho?”, pregunta él con desgarro.
“Nada”. 

Y en esa nada que a él le resuena como un disparo en el cráneo, se escucha la ambigüedad de la “nada” como inocencia, y la “nada” como necedad.

“Después de todo, te amaba”, admite él. Después de todo.
“No lo sabía”, susurra ella.
“¿Y por qué crees que me casé contigo?”
“Para hacer lo de siempre: complacerte a ti mismo”, dice ella, pero remata su respuesta con una observación demoledora. 

Ella asume su incapacidad para amarlo, pero sabe que si lo hubiese amado de verdad, con esa desmesura del amor a la que una mujer puede entregarse, entonces probablemente él no se habría casado con ella, no se habría atrevido a semejante riesgo. En el tono quebrado de la voz de Alvan ella logra percibir aquello en cuya búsqueda se había marchado. “En la tragedia de su vida, Alvan Harvey había olvidado por completo la mera existencia de ella”.
Pero él no está dispuesto a rendirse, e intenta la batalla suprema, la improvisada prosopopeya -un monólogo literariamente prodigioso- donde echa el resto para convertirse en el sacerdote de una ceremonia destinada a invocar las fuerzas de la razón, los principios, todo aquello a lo que debemos renunciar para garantizar que el mundo recobre la armonía del dulce sepulcro. Incluso está dispuesto a perdonar paternalmente el descabellado acto que ella ha cometido. No obstante, en el fondo está perdido, derrotado. Nunca jamás podrá volver a correrse el velo, nunca jamás dejará de sentir el aguijón de la duda, de la sospecha, de la evidencia de toda falta de garantía. 

“¿Qué pensaba ella?… ¿Qué pensó durante todos estos años? ¿Qué pensó ayer, hoy, qué pensará mañana? Tenía que averiguarlo. ¿Pero cómo podría llegar a saberlo? Ya nunca volvería a saber lo que ella quería decir, lo que ella significaba. Eso sería para siempre imposible”
“Esa mujer lo había aceptado, lo había abandonado, y había regresado con él. Y de todo esto, él jamás podría conocer la verdad”. 

Entonces esta vez fue él quien decidió marcharse, y ya nunca retornó.


Gustavo Dessal

Tertulia 64. El regreso, de Joseph Conrad. Comentario de Miguel Alonso

El relato me parece un prodigio de inteligencia, pero también de habilidad técnica, una genialidad de un escritor excepcional sustentado por un potente pensamiento. Se asemeja a esos cuadros del Romanticismo, Friedrich, Turner, en los que, de pronto, un hombre mínimo contempla la inmensidad natural que lo rodea, o sus grandes obras derruidas por el paso del tiempo, o un naufragio, inmensidades ellas que diluyen la importancia de sus pensamientos, de sus grandiosas construcciones, un hombre que pierde su posición antropocéntrica para a instalarse en una confrontación desigual con la naturaleza. Lo mismo ocurre con Alvan, nuestro protagonista, contemplando su propio naufragio, o la caída de esa ficción que él sostiene como ideal, como gran construcción moral, y todo por la inmensidad de un enigma insoportable, el deseo de La mujer. Lo que ocurre es que Alvan no tiene la audacia de muchos hombres románticos. Más bien, su nostalgia le impide, durante casi toda la obra, dar un paso adelante que lo adentre en esos espacios desconocidos en los que el deseo se escribe en una irremediable página blanca, siempre incierta, pero apasionante. Quizá después de marcharse consiga escribir una verdadera vida, pero no lo sabemos.

Lo que se me reveló al poco de introducirme en la lectura de este relato, fue la importancia simbólica, metafórica, de la descripción primera, la llegada del tren a la estación después de surgir, no de un túnel, sino de un “oscuro agujero”, y la salida en rebaño de todos los pasajeros –masculinos en su mayoría— vestidos con el mismo uniforme, y esa mujer, dirigiéndose al tren, abriéndose paso en contra de la marea arrasadora que formaban los pasajeros masculinos. Es toda una metáfora de lo que, posteriormente, se desarrollará como historia en el relato de Conrad. También adquiere importancia simbólica, sobre todo retroactivamente, algún elemento que va jalonando, como adorno, el relato. Es el caso, por ejemplo, de esa estatua de mármol situada en la escalera de la morada familiar.

La entrada del tren en la estación nos introduce en varios escenarios. Primero, trae a colación ese negro agujero del que vemos surgir al tren. Enfática negritud que, seguida de todo ese rebaño de hombres uniformados, sugiere un agujero más estructural, ese vacío estructural que signa a todos los humanos, vacío que actúa como resorte de nuestro deseo pero, también, de nuestras ficciones, por ejemplo, esa ficción moral de la que trata nuestro relato de hoy, ficción que, por otra parte, es construida por los hombres para velar ese agujero del que todos, inexorablemente, surgimos y que las mujeres encarnan, de forma paradigmática, como enigma del deseo. Si Alvan encarna imaginariamente la ficción moral, “ella”, la mujer de Alvan, que no tiene nombre, encarna el agujero, el enigma del deseo.   

En segundo lugar, y ante este panorama, el autor monta toda una estrategia, como diría nuestro querido y añorado Alberto Estévez. En la confrontación imaginaria entre un “un” hombre y “una” mujer, lo que hace, en realidad, es confrontar dos estructuras, la masculina y la femenina, lo cuantificable y lo que no entra en la cuantificación, lo limitado y lo que no entra en los límites, lo cual puede leerse también como confrontación entre una moral muy concreta usada como marco y límite para la convivencia, y lo que escapa a ese marco, a ese límite moral, a saber, el enigma del deseo de La mujer, en tanto no toda ella entra en el control de la moral. “Qué fecundo resulta el enigma de lo femenino”, decía Alberto. Pues sí. Como para que alguien como Conrad pueda escribir relatos tan potentes y extraordinarios como El regreso.

Lo masculino, representado imaginariamente por Alvan, sostiene una ficción legal, una moral de clase fundada en el pensamiento burgués, para que nada escape al control, para que todo esté atado y bien atado, para que ningún deseo, emoción o sentimiento pueda perturbar la tranquilidad de unas relaciones humanas acomodadas. Por otro lado, una mujer sin nombre, simplemente “ella”, para abarcar así a La Mujer con mayúsculas, –el hombre sí tiene nombre, Alvan— “ella”, representada imaginariamente por un sujeto de carne y hueso, ante Alvan, parece una alegoría del enigma del deseo femenino, de ese agujero negro irrepresentable. Lo digo por la enorme cantidad de energía que tiene que emplear Alvan para luchar contra algo que para él es una abstracción irrepresentable, superior a él, un enigma que se le revela en ese ser femenino y que no puede ser captado ni aceptado por su ficción moral. Porque claro, no vamos a pensar que esa moral es revelación divina. No. Esa moral burguesa e ideal es una ficción creada por el hombre para dar lugar a un espacio de convivencia determinado. Pero ni la comodidad que esa ficción ofrece, ni sus bienes, ni la reputación y posición social que otorga, nada de esas materialidades pueden apoderarse del enigma que “ella” pone en escena. 

¿Qué son los pasajeros saliendo del tren más que un trasunto metafórico de esa moral universal con la que Alvan quisiera obturar la emergencia del deseo particular y singular de cada uno y, sobre todo, del deseo enigmático de la mujer? ¿Qué es esa mujer abriéndose paso a contracorriente del rebaño, sino “ella”, en el relato, una alegoría de ese enigma de lo femenino, siempre visto como amenaza para cualquier moral convencional?

De ahí que estemos ante un escenario profundamente ético. En esta línea, y dada la moral que circula por todo el relato, me parece muy pertinente traer a colación esa diferenciación que aparece en algunas vertientes de la filosofía y, de manera muy sólida, en el campo del psicoanálisis, a saber, la diferenciación entre moral y ética. Si se puede hablar de una moral universal como ideal, como ficción humana que intenta establecer un espacio de convivencia normativo basado en lo que está bien y en lo que está mal, no podemos hablar igualmente de una ética universal, pues en la cuestión ética estaría implicado el deseo. Y la relación con el deseo es, siempre, una cuestión particular. Una moral que no tiene en cuenta el deseo no es ética, es simplemente una estética de mármol, hierática, helada, inmóvil, como esa estatua que, inerte, adorna la escalera. En una moral de ese tipo, Alvan pretende ser el amo absoluto de la situación, pretende que la mujer no hable, no piense, no tenga afectos, que sea, simplemente, una estatua hermosa de mármol. Cualquier movimiento vital resulta peligroso.

Podemos preguntarnos, entonces, si se trata del deseo particular de cada uno, ¿cómo construir una relación estable entre hombre y mujer? Por supuesto, asumiendo una posición ética. Si nos movemos en el campo del amor, o de la vida en común, que pareciera ser el que sugiere el relato, podríamos pensar que Alvan quiere saberlo todo, tenerlo atado y bien atado, para lo cual dispone, de antemano, de una moral. Pero tenerlo todo atado y bien atado, ¿es un escenario seguro? En absoluto, ya estamos viendo que no. En una vida en común, necesariamente, la confianza en el otro ha de aceptar lo que no se puede decir.

Alvan parece confundido al final del cuento, pero sabe. Sólo piensa en un don. Y está bien que lo haga, porque de eso se trata. Él acabó comprendiendo.  ¿Ella no lo tiene? Alvan nos dice que no, pero sabe que sí, que ella representa paradigmáticamente ese don. La confusión de Alvan consiste en que para él un don sólo podía ser material. Él ve la verdad, sin duda, pero al esperar encontrar allí un don material, del cual “ella” iba a ser portadora, lo que encuentra es un agujero. Esa es, en realidad, la verdadera materialidad. Sabemos que comprende porque se marcha. Y nunca regresará, quizá como tantos y tantos hombres que vieron el agujero y prefieren vivir enfundados en el sobretodo de la moral y alejados del deseo, o quizá sea capaz de escribir un escenario nuevo en el que ponga en juego lo que aprendió, que en toda relación hay un vacío, algo que no se puede decir, un enigma inexorable que hay que poder soportar. Y quizá, entonces, pueda amar. Pero no lo sabemos.   

Miguel Alonso