sábado, 10 de enero de 2009

Comentario sobre el libro de José Saramago, El viaje del elefante. Por Mª José Martínez Sánchez.

Comentamos hoy, en la primera tertulia del año 2009 —felicidades para todos—, un libro que es más bien un delicioso relato, que una novela.
En él se cuenta el fabuloso y complicado viaje de un elefante, desde Portugal a Viena. Se trata del elefante regalado por el rey Juan III de Portugal al Archiduque de Austria. Para hacer efectivo este regalo ha de organizarse una complicada expedición.
La época, 1551, en pleno concilio de Trento, cuando la Iglesia Católica ha de enfrentarse a la Reforma Protestante, y luchar contra nuestra corrupción e ignorancia. Pero la historia contada nos hace ver, cómo esto, tan serio, no ha calado en la mente del clero y de los religiosos que por los pueblos de España e Italia se encuentra la famosa comitiva. No olvidemos que es en esta época cuando aparecen en nuestro país los primeros libros sobre la picaresca, como es el Lazarillo de Tormes.
El auténtico motivo de ese regalo tan particular, ni se sabe. Nos dice Saramago, que la ocurrencia fue de la reina de Portugal, esposa del rey Juan antes citado que, en un momento cercano a la intimidad, mantiene con su marido una graciosa conversación sobre un regalo que compense al Archiduque de otro regalo anterior un tanto pobre. La reina piensa que regalarle una custodia es lo mejor, pero en vista de los problemas que esto podría provocar con la Iglesia, acoge en su cabeza la excelente idea de regalarle un elefante. Después de 34 páginas la reina ya no recordará al animal, pero al final de la historia, al saber de su muerte, la veremos llorar desconsoladamente.
En este comienzo, Saramago nos retrata fácilmente a los reyes: La reina, mujer puritana y un tanto sorprendente, y el rey, un hombre tranquilo y displicente que, ante los problemas de su mujer, se encoge de hombros.
El libro tiene una voz neutral, una prosa sin puntos ni comas que separen lo que parece principal de algo que tal vez no lo sea tanto; sin letras grandes, deseosas de destacar, y sin título en los respectivos tramos o capítulos en los que parece disponerse. Y aunque en esto se ve perfectamente la intención del autor, sencillo y buen demócrata, bien pudiéramos imaginar un primer capítulo titulado así: “La importancia de las alcobas en el buen funcionamiento de las administraciones públicas”.
Comienza, pues, Saramago, en el momento en que el rey desarrolla con la reina un divertido diálogo que tendrá como consecuencia una especial confesión. Comienzo algo confuso, desde luego, y divertido, sobre lo de tomar decisiones políticas en la alcoba, “pues bien se sabe que es ahí, y en el fuero interno de cada cual, donde se dilucidan las contradicciones del ser”.
Al ir leyendo, nos encontramos con el autor que nos mira serio y desafiante, desde la solapa del libro, seguro de contarnos una historia real. Ésta le sirve de pretexto para desarrollar algo que cuadra maravillosamente a su persona: reflexión, perspicacia, e inteligencia.
Irónico, filosófico, y lo suficientemente mayor como para saber aunar todas esas cosas, nos lega un libro, fácil de leer, donde la historia se nos da en una deliciosa y aparentemente sencilla secuencia de palabras.
La historia contada es real, primero, por basarse en un hecho histórico —según él mismo explica—, y por haber sido adornada con la suficiente fantasía como para rellenar los huecos dejados por los hechos, sin la cual no hubiera sido creíble. Él mismo nos dice que la realidad nunca es monocromática, pues es igual al blanco de las nieves, “que tiene veinte matices que el ojo humano no puede percibir, pero cuya existencia presiente”.
¿Hay algo más interesante que el presentimiento de la realidad? Se trata de la realidad que está en la memoria de todos, de lo que está en el aire y por el aire se trasmite.
Entramos en el libro con la frase clave en la que se nos asegura que “siempre acabamos llegando a donde nos esperan”, mientras nos ponemos en marcha con la comitiva que lleva ese regalo tan inútil como puede ser, un elefante en Viena. Es el regalo de un rey que siempre necesita las ideas de un Secretario de Estado para decir algo sensato y para organizar el viaje. Viaje con el que se ocupa el tiempo —ceremonial constantemente alterado—. Viaje en que mil cosas fallan y se vuelven a organizar, y donde el cornaca es más importante que el comandante por la necesidad práctica de los hechos.
Y visto el viaje como algo simbólico, podemos aprender, con las mil digresiones a las que Saramago nos tiene acostumbrados: que en la vida no salen las cosas como las habíamos imaginado, sino al revés, ya que “la historia de la Humanidad es una interminable sucesión de ocasiones perdidas”.
Y entre la frase de entrada y esta otra, no sé con cuál quedarme.
Es delicioso ver a Saramago, autor y narrador al mismo tiempo, como metiéndose dentro de la narración, agradece al cornaca no poner mala cara cuando lo transforma y maneja a su gusto “para el buen aliño de la narrativa”. Y cómo juega al escribir desde hoy, una historia de allí, con las palabras que luego serían, que aún no eran, pero que él ya conoce, mientras disfruta anticipando historias como la de Romeo y Julieta.
Irónico y elegante, sagaz, fino humorista, crítico con la Iglesia Católica, pero siempre delicado, nos regala sus ideas acerca de las instituciones y de los milagros, tan hábilmente, que pasamos sobre ello como en un paseo militar.
El cornaca, que sobre el elefante se siente como un emperador, nos explica como el induismo es una religión muy complicada, donde las palabras han de ser, a su vez, explicadas con palabras, y donde también hay una trinidad de dioses que se reparten las tareas de creación y destrucción. Y el comandante advierte al muchacho que la Inquisición escucha y que han de ser prudentes, pues tal vez esas similitudes que pudieran verse con nuestro cristianismo, sean causa, muy justificada, por supuesto, de morir en la hoguera.
Somos, pues, “cocreadores”, por tener con nosotros la palabra que nos complica enormemente este mundo, creado por ella , donde todo puede suceder.
Vemos que el autor nos dice cosas muy serias en medio del buen humor, mientras avanza la comitiva. Y todo gira alrededor del animal, tranquilo y bueno, que no se cree importante, precisamente, porque no es un hombre.
Luego aparecen los conflictos diplomáticos basados en las reticencias habidas entre españoles y portugueses: ¡enemigo a la vista!, se oye. Palabras guerreras que de pronunciarlas encenderían a la gente de ambos bandos.
Y, consecuentemente, la defensa de la ignorancia que nos pueda librar a todos de un falso saber.
A medida que caminamos aparecen anécdotas: la del cura que se va a ganar una patada por querer bendecir al elefante con agua que no está bendita. El cornaca que organiza su negocio, etc. Todo de acuerdo con la época y el tono divertido de la obra, incluyendo el cambio de nombre del animal y del cornaca, Fritz, inigualable tópico, indispensable cambio para cada país, en donde las cosas cambian aunque sigan siendo las mismas.
Poco a poco llegamos al milagro de Padua, donde Saramago, reivindicando a su S. Antonio, exhibe su anticlericalismo más jocoso. El hecho es el siguiente: Se necesita un milagro para que la noticia “ayude a reducir los efectos de la predicación protestante ...”. El cornaca advierte al cura de la dificultad de convencer al animal para arrodillarse y luego no acostarse, porque como se nos dijo en otra ocasión, en la cabeza de un elefante el no querer y el no saber, se confunden en una gran interrogación sobre el mundo en que lo pusieron a vivir. Y también sabemos que, en un elefante hay dos elefantes, uno que aprende y otro que persiste en ignorarlo todo, pues goza de algo aprendido, a la vez que tiene un defecto dominante. Igual que el ser humano.
Parece que en la cultura indú, hombres y animales no están tan alejados.
Y Saramago, el irónico, el fino humorista, pero también el sabio, que deja caer sus ideas con sencillez, añade:
“Somos, cada vez más, los defectos que tenemos, no las cualidades”.
El viaje se acaba.
Al cabo de dos años, muere Salomón o Solimán, según lo nombren. Y el autor nos dice enseguida, que con los huesos de sus patas delanteras se confeccionaron sendos paragüeros. Buen final para el elefante.
Su nobleza transformada en algo tangible.
El viaje, inolvidable en la memoria de los que lo vivieron.
Y la pena, en aquella buena reina y señora de su señor que, recordando al elefante, se encerró en sus aposentos y se echó a llorar, tal vez, con un temblor y un desasosiego propios de mejor causa.
Mª José Martínez Sánchez.


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