Impresionante esta obra de J.M. Coetzee, breve, intensa, y condensada, que nos despista tanto que no parece una novela.
Nada más empezar el narrador dice su nombre, Eugene Dawn, y nos cuenta que Coetzee le ha pedido que revise su informe. Cierro el libro y compruebo el nombre del autor. Está bien. Vuelvo adentro, sigo, y en el primer renglón ya tengo tres personas narrador, autor y el alter ego del narrador. Tres verdaderas personas para una historia, y esto, ya se sabe, es siempre algo complicado.
El autor va a contarnos, dentro de un espacio irreal, las consecuencias de la guerra del Vietnam, sobre todo en los americanos, que es lo que importa. Para eso novela la historia de Eugene Dawn, al que le han pedido un informe sobre el Proyecto Vietnam que dirige Coetzee. Y estos dos personajes que, recubiertos de músculos y carne, son una persona, van a enfrentarse entre sí. Uno de ellos será Eugene, el subordinado, el débil, el hombre creativo y ahora descontento, y el otro es Coetzee, el que se vende al sistema y que mantendrá, sin decaer, las exigencias oficiales sobre el tono debido que de aquel informe se esperaba. En esa lucha van a estar los dos durante cinco capítulos, y en este último comprendemos que la persona que encerraba a los dos personajes incompatibles está muy enferma.
Y lo curioso de esta enfermedad es que ha sido retransmitida en directo, porque a la locura la vimos avanzar esas páginas que cada vez se vuelven más incoherentes conteniendo la palabra de un hombre que ha matado a su hijo y que acabará desvariando. Pocas veces se ha visto contar así una historia. Pero también está muy clara la distinción que hace el mismo Eugene sobre las dos locuras de la novela: una es la locura de la guerra, y otra, la peor, la causa de su crisis, es la locura de tener que mentir sobre ella.
Pocas cosas están separadas en esta novela de finales del XX en el que ya todo se nos muestra en los medios y en el cual Freud ya nos había ilustrado.
En la novela que comentamos no existe ningún orden interno y el autor mezcla, a posta, todos los elementos materia del argumento para plasmar la total confusión mental y la complejidad del asunto a tratar y de la locura.
Narrada en primera persona, en constante monólogo interior y sin orden cronológico, Eugene, nos traslada el informe que es la síntesis de la tesis de la novela. Luego nos adelantará su mirada a poniente. Y allí acabará su historia intentando ser un buen chico y ganarse el cariño de sus cuidadores en tanto que, muy aplicado, estudia su crisis. De esta nos confiesa querer quedarse con algo, con algo de su locura, con algo propio, para poder soportar su yo tan vacío y lamentable como el del resto de sus compatriotas.
Se trata, pues, de la biografía del hombre que se vio forzado a elaborar un informe lleno de instrucciones y consejos para lograr que los militares que combaten en Vietnam se sientan bien, donde las palabras hechas con 52 símbolos disimulen la verdad y justifiquen la barbarie, informe del que se roban y ocultan datos y fotos terribles, donde se aconsejan estrategias y tácticas, donde se sugieren caminos secundarios para no enfrentarse a lo que de verdad estaba ocurriendo, y para que, en definitiva, los pilotos de aquellos terribles B-52 puedan seguir matando. Porque ¿cómo podrían hacer aquellas cosas unos buenos padres de familia, hermanos leales, personas salidas de las ciudades pequeñas donde todos formaban una comunidad de bienintencionados vecinos? Imposible, no puede ser, la normalidad se ha roto y eso sería un fallo. Ya nos lo advierte la cita del comienzo al decirnos que “los pilotos habría que seleccionarlos entre sujetos sin escrúpulos”. Y por si entre ellos se cuela alguno de los sanos personajes a los que nos tienen acostumbrados sus películas, es necesario un informe que enseñe a los mandos a diseñar estrategias para cuidar a esos chicos y para cuidar a la opinión pública.
Porque se trata de aplastar la rebeldía de quienes le estaban saliendo díscolos al estado norteamericano, porque cada uno de aquellos pequeños estados fuera de su control y de su Geografía, estaban haciendo su camino de guerras y sometimientos, y este camino es tan largo, que ya no se puede consentir, porque aún no han llegado a la democracia necesaria para que todo vaya bien. Por eso hay que obligarlos un poco. Y todo de acuerdo con las normas de esos chicos que alzan en sus manos las cabezas de sus enemigos, los que han conquistado la razón absoluta de la fuerza, los dueños de una moral y una higiene, tales, que ya no deberían cuestionarse en ningún lugar del planeta.
Así nos dice el autor cómo Norteamérica va dando forma a sus mitos.
¡Señor! ¡Sí, Señor!
Pero aparece otro fallo, y sobre eso se ha de trabajar en el informe, pues esos pequeños y sucios vietnamitas harapientos no quieren escuchar la voz atronadora del Padre americano desde el aire, porque ellos tienen otro Padre que siempre les habló de otra manera. Y Eugene sigue trabajando aunque le falten fotos, aunque le roben papeles, porque el problema radica en conseguir la victoria. Pero eso ya es un problema técnico que tal vez tenga que resolverse mediante una fórmula. Y el protagonista nos remite a otros libros para que veamos la hipocresía y la falsedad del que quiere engañar a la gente de su país y a la de los demás. Pero él, que se siente culpable a más no poder, exclama: “¿Por qué no nos pudieron aceptar? Y luego: ¿por qué no se resistieron?” Porque “Si demuestras tu valía –les gritábamos– también demostraréis la nuestra”. Y Eugene nos dice que las fórmulas que trascribe las toma de un libro en la Biblioteca Truman, ya que él sólo es uno de esos hombres librescos que ha tenido la suerte de tener visiones de gran claridad. Y sigue trabajando y nos confirma, que solo se puede ganar la guerra si se bombardea 24 horas, si se fumiga todo el territorio con PROP-12, o si se usa NAPALM sin parar, y televisado, que emociona más.
“Hasta que nos mostremos como somos y nos deleitemos en el verdadero significado de nuestros actos, continuaremos sufriendo el doble castigo de la culpa y la falta de eficacia”
Terrible y cierta esa confesión, porque si encima de ser culpables no se consigue nada...Y Eugene, que aún está algo lúcido, siente que aún “Podemos triunfar”, y que además “Tengo el deber de señalar nuestro deber”
Después, ilusionado, se aleja de su mujer y de Coetzee para quedarse solamente con el hijo y con la parte buena de su persona.
En el motel a donde ha huido, el autor nos cuenta de sus trucos sobre su escritura, y ya no cabe más ficción dentro de la propia ficción de esta novela, de la que casi nos olvidamos que es novela, mientras desgrana, inteligentísimo, todas las ideas sobre el yo, y nos cuenta como su hijo va hacia el jardín que él había soñado tantas veces. Luego se preocupará del lavado de ropa.
Sueños y más sueños en un personaje que al final es un enfermo inmerso en sus fantasías diurnas y al que todos parecen chuparle la vida, desde su madre que le roba el más puro deseo de autonomía y su padre que está en el ejército.
Dramática, terrible, enloquecida historia que a veces resulta muy difícil de asimilar porque tendríamos que asimilar la locura, algo a lo que todos nos resistimos. Y los médicos que atienden a Eugene quieren culpar de toda su enfermedad a la guerra en abstracto, unido a un algo más que viene de la infancia. Pero este engaño dialéctico no podemos dejarlo pasar por alto en este caso tan grave, y salta la pregunta: ¿Por qué los pueblos quieren buscar su trascendencia en las guerras? Y otra más: ¿Dónde queda la responsabilidad de la guerra?
Y repasando el informe de Eugene, y otros informes, la responsabilidad se diluye no podemos encontrarla. Es muy difícil, todo es muy difícil. Quien sabe.
Hasta Descartes dudaría.
Sólo nos queda la solución de contar el color de los muertos.
MªJosé Martínez Sánchez
Nada más empezar el narrador dice su nombre, Eugene Dawn, y nos cuenta que Coetzee le ha pedido que revise su informe. Cierro el libro y compruebo el nombre del autor. Está bien. Vuelvo adentro, sigo, y en el primer renglón ya tengo tres personas narrador, autor y el alter ego del narrador. Tres verdaderas personas para una historia, y esto, ya se sabe, es siempre algo complicado.
El autor va a contarnos, dentro de un espacio irreal, las consecuencias de la guerra del Vietnam, sobre todo en los americanos, que es lo que importa. Para eso novela la historia de Eugene Dawn, al que le han pedido un informe sobre el Proyecto Vietnam que dirige Coetzee. Y estos dos personajes que, recubiertos de músculos y carne, son una persona, van a enfrentarse entre sí. Uno de ellos será Eugene, el subordinado, el débil, el hombre creativo y ahora descontento, y el otro es Coetzee, el que se vende al sistema y que mantendrá, sin decaer, las exigencias oficiales sobre el tono debido que de aquel informe se esperaba. En esa lucha van a estar los dos durante cinco capítulos, y en este último comprendemos que la persona que encerraba a los dos personajes incompatibles está muy enferma.
Y lo curioso de esta enfermedad es que ha sido retransmitida en directo, porque a la locura la vimos avanzar esas páginas que cada vez se vuelven más incoherentes conteniendo la palabra de un hombre que ha matado a su hijo y que acabará desvariando. Pocas veces se ha visto contar así una historia. Pero también está muy clara la distinción que hace el mismo Eugene sobre las dos locuras de la novela: una es la locura de la guerra, y otra, la peor, la causa de su crisis, es la locura de tener que mentir sobre ella.
Pocas cosas están separadas en esta novela de finales del XX en el que ya todo se nos muestra en los medios y en el cual Freud ya nos había ilustrado.
En la novela que comentamos no existe ningún orden interno y el autor mezcla, a posta, todos los elementos materia del argumento para plasmar la total confusión mental y la complejidad del asunto a tratar y de la locura.
Narrada en primera persona, en constante monólogo interior y sin orden cronológico, Eugene, nos traslada el informe que es la síntesis de la tesis de la novela. Luego nos adelantará su mirada a poniente. Y allí acabará su historia intentando ser un buen chico y ganarse el cariño de sus cuidadores en tanto que, muy aplicado, estudia su crisis. De esta nos confiesa querer quedarse con algo, con algo de su locura, con algo propio, para poder soportar su yo tan vacío y lamentable como el del resto de sus compatriotas.
Se trata, pues, de la biografía del hombre que se vio forzado a elaborar un informe lleno de instrucciones y consejos para lograr que los militares que combaten en Vietnam se sientan bien, donde las palabras hechas con 52 símbolos disimulen la verdad y justifiquen la barbarie, informe del que se roban y ocultan datos y fotos terribles, donde se aconsejan estrategias y tácticas, donde se sugieren caminos secundarios para no enfrentarse a lo que de verdad estaba ocurriendo, y para que, en definitiva, los pilotos de aquellos terribles B-52 puedan seguir matando. Porque ¿cómo podrían hacer aquellas cosas unos buenos padres de familia, hermanos leales, personas salidas de las ciudades pequeñas donde todos formaban una comunidad de bienintencionados vecinos? Imposible, no puede ser, la normalidad se ha roto y eso sería un fallo. Ya nos lo advierte la cita del comienzo al decirnos que “los pilotos habría que seleccionarlos entre sujetos sin escrúpulos”. Y por si entre ellos se cuela alguno de los sanos personajes a los que nos tienen acostumbrados sus películas, es necesario un informe que enseñe a los mandos a diseñar estrategias para cuidar a esos chicos y para cuidar a la opinión pública.
Porque se trata de aplastar la rebeldía de quienes le estaban saliendo díscolos al estado norteamericano, porque cada uno de aquellos pequeños estados fuera de su control y de su Geografía, estaban haciendo su camino de guerras y sometimientos, y este camino es tan largo, que ya no se puede consentir, porque aún no han llegado a la democracia necesaria para que todo vaya bien. Por eso hay que obligarlos un poco. Y todo de acuerdo con las normas de esos chicos que alzan en sus manos las cabezas de sus enemigos, los que han conquistado la razón absoluta de la fuerza, los dueños de una moral y una higiene, tales, que ya no deberían cuestionarse en ningún lugar del planeta.
Así nos dice el autor cómo Norteamérica va dando forma a sus mitos.
¡Señor! ¡Sí, Señor!
Pero aparece otro fallo, y sobre eso se ha de trabajar en el informe, pues esos pequeños y sucios vietnamitas harapientos no quieren escuchar la voz atronadora del Padre americano desde el aire, porque ellos tienen otro Padre que siempre les habló de otra manera. Y Eugene sigue trabajando aunque le falten fotos, aunque le roben papeles, porque el problema radica en conseguir la victoria. Pero eso ya es un problema técnico que tal vez tenga que resolverse mediante una fórmula. Y el protagonista nos remite a otros libros para que veamos la hipocresía y la falsedad del que quiere engañar a la gente de su país y a la de los demás. Pero él, que se siente culpable a más no poder, exclama: “¿Por qué no nos pudieron aceptar? Y luego: ¿por qué no se resistieron?” Porque “Si demuestras tu valía –les gritábamos– también demostraréis la nuestra”. Y Eugene nos dice que las fórmulas que trascribe las toma de un libro en la Biblioteca Truman, ya que él sólo es uno de esos hombres librescos que ha tenido la suerte de tener visiones de gran claridad. Y sigue trabajando y nos confirma, que solo se puede ganar la guerra si se bombardea 24 horas, si se fumiga todo el territorio con PROP-12, o si se usa NAPALM sin parar, y televisado, que emociona más.
“Hasta que nos mostremos como somos y nos deleitemos en el verdadero significado de nuestros actos, continuaremos sufriendo el doble castigo de la culpa y la falta de eficacia”
Terrible y cierta esa confesión, porque si encima de ser culpables no se consigue nada...Y Eugene, que aún está algo lúcido, siente que aún “Podemos triunfar”, y que además “Tengo el deber de señalar nuestro deber”
Después, ilusionado, se aleja de su mujer y de Coetzee para quedarse solamente con el hijo y con la parte buena de su persona.
En el motel a donde ha huido, el autor nos cuenta de sus trucos sobre su escritura, y ya no cabe más ficción dentro de la propia ficción de esta novela, de la que casi nos olvidamos que es novela, mientras desgrana, inteligentísimo, todas las ideas sobre el yo, y nos cuenta como su hijo va hacia el jardín que él había soñado tantas veces. Luego se preocupará del lavado de ropa.
Sueños y más sueños en un personaje que al final es un enfermo inmerso en sus fantasías diurnas y al que todos parecen chuparle la vida, desde su madre que le roba el más puro deseo de autonomía y su padre que está en el ejército.
Dramática, terrible, enloquecida historia que a veces resulta muy difícil de asimilar porque tendríamos que asimilar la locura, algo a lo que todos nos resistimos. Y los médicos que atienden a Eugene quieren culpar de toda su enfermedad a la guerra en abstracto, unido a un algo más que viene de la infancia. Pero este engaño dialéctico no podemos dejarlo pasar por alto en este caso tan grave, y salta la pregunta: ¿Por qué los pueblos quieren buscar su trascendencia en las guerras? Y otra más: ¿Dónde queda la responsabilidad de la guerra?
Y repasando el informe de Eugene, y otros informes, la responsabilidad se diluye no podemos encontrarla. Es muy difícil, todo es muy difícil. Quien sabe.
Hasta Descartes dudaría.
Sólo nos queda la solución de contar el color de los muertos.
MªJosé Martínez Sánchez
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