domingo, 18 de julio de 2010

Meditaciones literarias I: El espacio en la novela: Mundo y Alma

En un párrafo de su obra El arte de la novela, el escritor checo Milan Kundera plantea una secuencia que transita, a grandes rasgos, por la historia de la novela, ilustrando la reducción progresiva del espacio vital en el que se desenvuelven los protagonistas de la literatura. Es un viaje que, partiendo de lo infinito del mundo exterior, camina hacia la pérdida de ese mundo, pasando, de ahí, a lo infinito del alma, donde se alojará la nostalgia por el mundo perdido, para arribar finalmente a un reducto mínimo, una célula mínima del alma que acogerá las paradojas de un hombre atormentado.

En el principio de la novela europea, Milan Kundera sitúa lo ilimitado del amplio mundo –piénsese en El Quijote de Cervantes, o en Jacques el fatalista de Diderot. Para los protagonistas, partir o regresar no eran acciones que entrasen en determinaciones temporales, ni en acotaciones espaciales, sino que se atenían a la aventura de un viaje en el que intervenía el juego del azar, el juego de la libertad.

Posteriormente, las ciudades, las instituciones sociales, políticas y religiosas, reflejadas en la literatura, van conformando la historia a la vez que establecen acotaciones que ocultan el vasto horizonte, que van ralentizando la metonimia del deseo, aun cuando no cercenan totalmente el espacio, pues todavía prometen la aventura.

La secuencia continúa con alusiones a Madame Bovary, de Gustave Flaubert. Allí el espacio ya se reduce dramáticamente, hasta el punto que a la protagonista sólo le queda la nostalgia de una aventura que se imagina, siempre, más allá de su entorno vital cotidiano, rígido y angustioso. A Madame Bovary ya sólo le queda el sueño y las ensoñaciones de la fantasía como aventura.

El proceso es evidente, se pasa así de lo infinito del mundo a lo infinito del alma.

Finalmente la secuencia se puntúa encerrando al ser en sus paradojas. Se diluye la infinitud del alma y queda, como resto, la célula mínima kafkiana en la que todos nos reconocemos, esa culpa ineludible que aceptamos sin saber de qué somos culpables, o bien la imposibilidad de acceso a un Castillo majestuosamente cercano pero terrible, dado que, aún siendo la instancia que convoca al sujeto para ofrecer el sentido de sus cuitas, cada paso hacia él parece alejarnos de la respuesta que esperamos.

Miguel Ángel Alonso

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