Joyce
Carol Oates es una narradora excepcional. Pero su lectura me divide de una
forma absoluta. En sus relatos, pareciera percibir todos los detalles visibles,
todos los objetos, todos los afectos, y escribirlos con el lenguaje y la
palabra justa para situarlos con suavidad sobre el texto. De esa manera, las
estridencias parecieran acoplarse de una forma perfecta, lógica y comprensiva, a
ese fluir de un lenguaje sencillo, natural, y sin grandes giros retóricos. Los
deseos, los afectos terribles, las contradicciones, las perversiones personales
o sociales, lo que no funciona en las relaciones humanas, el mal como
categoría, etc., etc., todas esas disonancias no son fáciles de escuchar, pues
se acoplan a los acordes de la melodía como si formasen acordes perfectos. Parece
pertinente la metáfora musical, y sobre todo la disonancia, cuando Joyce Carol
sitúa a Bob Dylan encabezando el relato. Y es ese acorde con apariencia de perfección
al que hago referencia el que me divide, pues procuro no ser incauto, e intuyo
que ante tanta perfección es necesario aguzar el oído. Veremos entonces que no
todo está tan acoplado, no todo es tan perfecto, por supuesto que hay algo
circulando por detrás de la simpleza, por supuesto que hay algo oculto que es
necesario sacar a la luz. Sentí eso cuando leí bastantes cuentos de una
compilación que me había sugerido Gustavo Dessal, y lo siento ahora, afrontando
¿A dónde vas? ¿Dónde has estado?
Agucemos
pues el oído para escuchar esa disonancia dentro de tanto acorde que, a simple
oído, parecieran perfectos. Por ejemplo, se dice que el relato está basado en
hechos reales. Sin duda, es una posible lectura. Pero, a mi modo de ver,
tomarlo sólo por ese sesgo implicaría disminuir su valor y amputar el mismo
relato. Podría empezarse a leer, entonces, por el momento en que Arnold aparca
el coche frente a la casa de Connie. El resto del relato sobra o no
encontraríamos entre ambos espacios una articulación necesaria. Poco más habría
para analizar, que no es poco, que la cuestión del mal y de la perversión encarnada
por un personaje siniestro que lleva esa categoría, la del mal, a una
sofisticación verbalizada, dramatizada, del más puro y “fino” sadismo. Arnold
sería, en esa lectura, el agente de un goce absoluto y perverso, que no repara
en consideraciones de ningún tipo para acceder a esa satisfacción, aunque sea
rompiendo la piel del semejante. Pero aquí, tengo la impresión, estaríamos
escuchando el acorde perfecto, las notas bien colocadas, cada una en su sitio,
incluso sin ninguna inversión. No se escucharía ninguna disonancia en esta
interpretación. Todo está dicho en la misma lógica de una realidad perversa.
Habría
otra lectura que tiende encasillarlo en el género de terror. No deja de tener
su importancia pues podríamos tomar a Arnold Friend como el duende que acosa y
fatiga a Connie llenando el relato de pura angustia, ahogándola, sin darle
respiro, sin poder salir a tomar aire al exterior y, suponiendo que todo acaba
fatalmente, llegamos a darle importancia suprema a esas mismas palabras del
comienzo: “Se llamaba...”, “tenía...”. Suponemos, entonces, que Connie muere en
manos del perverso Arnold. El círculo quedaría así cerrado de forma perfecta.
Pero estaríamos en las mismas condiciones anteriores. Estaríamos escuchando una
parte de la melodía en la que la armonía está compuesta con los acordes
perfectos de una realidad malvada.
Sin
embargo, esta consideración dentro del género de terror podría ofrecernos la
posibilidad de modular la melodía hacia otra armonía más oculta al oído. Si al
género de terror le incorporamos la pesadilla, creo que nos situaríamos ya
dentro de esa discordancia que le corresponde al sueño, siempre lleno de
acordes disonantes a los que hay que prestar algún tipo de atención. Porque
podemos considerar la segunda parte del relato como una auténtica y terrorífica
pesadilla de la cual despertamos sobresaltados justo cuando se va a consumar el
abismo al que Connie estaba destinada. Ya estaría perfectamente incorporada la
disonancia, pues al introducir el sueño como pesadilla, necesariamente
introducimos el deseo de Connie. Y su deseo, a mi parecer, estaría compuesto
por palabras mayores.
Pero,
¿donde se rompe la realidad común de Connie para abismarse en el sueño? El
relato nos sitúa en un momento de cierta ambigüedad narrativa, de la cual creo que podemos
inferir perfectamente el sueño de nuestra protagonista. El momento en que está
escuchando música tumbada en la cama de su habitación:
“Y Connie misma se puso a escuchar con más
atención, bañada en el resplandor de una alegría apagada que parecía surgir
misteriosamente de la música misma y flotar lánguidamente en la pequeña
habitación sin aire, y que Connie inhalaba y exhalaba con cada suave elevación
y caída de su pecho.
Algo más tarde
oyó el ruido de un coche subiendo hasta la casa”
¿No
invita este párrafo a pensar que Connie se quedó dormida, y más si pensamos que
todo lo anterior, impregnado de sexualidad, no es un simple relleno para el
relato que viene a continuación?
Si
seguimos este sesgo de la pesadilla y del sueño, el relato tiene la ventaja de apuntar
a algo muy potente, nada menos que la vida y el deseo sexual de Connie. Dentro
de este enfoque ya no es posible amputar el relato. Lo comenzamos donde
corresponde, no en el momento en que escuchamos el sonido siniestro de las
piedrecillas aplastadas por el coche de Arnold aproximándose a la casa. Comienza
con el cuerpo de Connie implicado hasta la médula en su afirmación sexual
dentro del seno de su misma familia y de sus amistades. Y lo hace en tres
vertientes.
En
primer lugar, asentando su feminidad en las miradas que dirige al espejo y también
a través del otro femenino, hacia el que dirige su mirada con el fin de asentar
esa posición:
“Tenía quince
años y la costumbre rápida, risueña y nerviosa de estirar el cuello para
mirarse en un espejo al pasar, o de investigar las caras de los demás para
asegurarse de que la suya estaba bien”
En
segundo lugar, implica ese cuerpo en el galanteo, en la seducción, en ese deseo
que le es propio como mujer, y rechazando o dejándose acariciar por el deseo que
le viene del otro masculino. Veamos diferentes avatares del deseo de Connie en
palabras del mismo relato:
“Alguien se asomó por la ventanilla de un
coche y las invitó a subir, pero era solo un muchacho de la escuela que no les
gustaba. Les hizo sentir bien poder ignorarlo...” //”Vio al pasar una cara a
pocos metros. Era un muchacho de pelo negro enmarañado, en un viejo convertible
dorado. La miró fijo y sus labios se abrieron en una sonrisa. Connie le
devolvió la mirada, los ojos entrecerrados de desdén, y se dio la vuelta; pero
no pudo evitar mirar hacia atrás y ahí estaba todavía, mirándola. Él le apunto
con un dedo, riéndose, y dijo: “Te voy a conseguir, nena”, y Connie se volvió a
girar”.
En
tercer lugar, y este me parece un detalle muy importante, su deseo está
implicado en esa contienda que le viene dirigida desde la madre en forma de
sanciones, reprimiendo, repudiando y devaluando su feminidad:
“Deja de pavear. ¿Quién te crees que eres?
¿Te crees tan bonita?” // “Su madre
la seguía asediando hasta que Connie
deseaba que se muriera y morirse ella misma y que todo se terminara de una
buena vez. “Me dan ganas de vomitar a veces”, se quejaba con sus amigos”
Desear
la muerte de la madre ya nos está indicando el grado de represión con el que el
deseo de Connie se ve asediado, cuestión que queda perfectamente reflejada en
la pesadilla. Porque, en realidad, la auténtica pesadilla comienza a
configurarse en esos improperios de la madre. En la confrontación con la
sexualidad naciente de Connie, las marcas de la culpa aparecen claras, deseo de
muerte del otro, deseo de muerte propio, ganas de vomitar, etc.
Pero
aquí surge el giro importante. La pesadilla viene a ser una buena salida para
el deseo reprimido de Connie. Y es que poniéndose en el papel de víctima, lo
verá realizado. Es el deseo que nació cuando vio pasar el coche de Arnold
Friend al lado del centro comercial. Que hay deseo nos lo confirma el detalle
de esa mirada atrás que lanza en el momento de la marcha, esperando verlo
todavía. Y allí estaba él diciéndole que sería su chica.
Es
decir, si tomamos toda la escena del acoso como una pesadilla que surge en el
mismo momento de quedar dormida, tendríamos que pensar que Connie construye una
fantasía que le otorgaría la posibilidad de burlar la represión que ejerce el
ambiente familiar sobre el deseo de Connie. Ella desea a Arnold Friend, pero ha
de evitar la culpa a la que ese deseo la articula. No valen los amigos de
clase, los que se supone dentro de la legalidad y fuera del deseo.
“...
enseguida alguien se asomó por la ventanilla
de un coche y las invitó a subir, pero era solo un muchacho de la escuela que
no les gustaba. Les hizo sentir bien poder ignorarlo”
Lo
que Connie no puede ignorar es la tentación del diablo Arnold Friend, no del
todo bien construido, pues parece flaquear de los pies. Ese diablo es lo que no
debería de desear según la ley, pero lo desea y burla la censura con una
fantasía de acoso que, cosa importante, no llega a consumarse en el relato.
Quizá sea ese el momento de despertar sobresaltada, pues Connie desea al hombre
prohibido.
Aquí
hay que hacer una matización importante. Si Connie tiene una fantasía de acoso,
en este caso es evidente que no hay placer. Lo cual no contradice que ella
misma la construya para Gozar con Arnold. En la fantasía lo que aparece es un
afán de transgresión de la norma, de la ley, usando como partener a un
fantasma, Arnold Friend, construido por ella. Pero parece claro que asume la
norma familiar. No será Arnold Friend su partener en la vida real. Que esa
fantasía se torne pesadilla indica que no puede superar, finalmente, la
censura. Quizá el compañero de clase sea más legal, eso sí, pero menos gozoso.
Podemos
decir que la satisfacción para Connie dentro del sueño está también en que es
ella quien dibuja la trama de la escena, quien da forma a Arnold Friend, quien
forja el carácter del deseado, quien fabrica todo. Que todo es una construcción
de Connie, y no de Arnold Friend, nos lo señala un detalle muy importante. Él
ni siquiera sabía que era cuestión de dar un paseo.
“— ¿Adónde
vamos?
La miró... Él
sonrió. Era como si la idea de
ir de paseo a algún lugar, cualquier lugar, fuera una idea nueva para él.
—Solo a dar un
paseo, Connie, cariño”
Ella
juega con los personajes. Hasta el compañero de Arnold escucha el mismo
programa musical que ella, lo cual pudiera ser una elaboración del sueño. Crea
el fantasma de Arnold, al que no conoce de nada, según su propia imaginación le
dicta con esos rasgos de dureza. En definitiva, se fabrica un secreto para su
deseo, el sueño, pero ni en él consigue burlar la censura, y se le convierte
rápido en una dura pesadilla. Podemos suponer, bajo esta perspectiva de
lectura, que el fin del relato viene a ser como todas las pesadillas, el
momento del corte en el que Connie, después del sobresalto, pueda volver,
tumbada en su cama a:
“flotar lánguidamente en la pequeña
habitación sin aire, y que Connie inhalaba y exhalaba con cada suave elevación
y caída de su pecho”
Miguel Alonso
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