Cuento
Del lat. compŭtus
‘cuenta1’.
1. m. Narración
breve de ficción.
2. m. Relato,
generalmente indiscreto, de un suceso.
3. m. Relación, de
palabra o por escrito, de un suceso falso o de pura invención.
4. m. coloq.
Embuste, engaño. Tener mucho cuento. Vivir del cuento.
Real Academia
Española © Todos los derechos reservados
A mi madre,
la mujer que me
hizo creer y amar los cuentos.
Todo un universo
dentro de una escasa definición.
Recuerdo mi niñez
llena de historias, las que me contaba mi madre antes de dormir, que me
hicieron soñar a lo grande, las que, quizás, me trajeron hasta aquí.
Cuentos, a veces,
salvajes, como Barba Azul que nos atravesó a las dos en el pasado y me encontró
de nuevo hace apenas mes y medio.
Busqué la versión
de Ferrándiz de 1961 tan manoseada y dibujada en mi infancia y descubrí un
final tremendo:
“Realizó un buen
casamiento. Encontró un marido atento que la ayudó a hacer el bien. Y
recordando el tormento que sufrió como escarmiento, y ya nunca más fue una
esposa desobediente y curiosa”.
Regresé a Barba
Azul con la distancia necesaria para encontrar un planteamiento llamativo:
contaba Perrault que era rechazado por el color de su barba. No porque fuera
sanguinario, no porque desaparecieran sus mujeres.
Barba Azul, ahora
lo sé, se convirtió en un cuento síntoma.
Amélie Nothomb,
cuya biografía parece un relato más (infancia en el lejano oriente, aderezado
con raíces belgas), digiere el clásico para tejer un universo propio: sin
prejuicios.
Humana y literaria,
lúcida y ácida, alimenta un particular juego de puertas; las abiertas y
aquellas que se teme y se desea abrir con la misma intensidad, las que
anticipan monstruos en la oscuridad, inteligentemente guardados sin llave,
cuestión de confianza.
La premisa; París,
presente indefinido. Saturnine Puissant, joven belga, se presenta a una
entrevista para un coninquilinato lleno de ventajas. Encuentra a Elimiro Nibal
y Mílcar, grande de España, hasta las entrañas, inspirado en el Gran Duque de
Alba (Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel), con cierto encanto,
literariamente hablando.
De todas las
mujeres aspirantes, Don Elimiro se decanta por la joven, a quien parece no
impresionar la reputación que arrastra de desaparición de ocho mujeres y que
agita la curiosidad de las candidatas; la misma que alimenta la trama desde
tiempos de Perrault 1697, como moscas a la miel, no así a la candidata belga.
La única
prohibición: entrar al cuarto oscuro donde se revelan secretos y fotografías
cuya entrada tendrá consecuencias.
A partir de aquí:
la curiosidad -femenina- versus el derecho al secreto.
La curiosidad,
históricamente denostada, ha sido sin embargo la causa de avances, de nuevas
miradas, incluso de cierta inteligencia intuitiva.
¿Acaso tiene
género?
En este caso, la
ácida mirada de Nothomb la conjuga en esta intimista investigación de la joven
belga sin perder un gramo de surrealismo hambriento. Hambriento, sí, como la
curiosidad que bate hasta hacer tortilla, mientras trama una fábula tan apetitosa
como sugerente, sin avergonzarse ni disculparse con todos los ingredientes de
Elimiro, culto seductor, maniático, de obsesiones teológicas arraigadas,
tráfico de indulgencias y todo agitado con mucho, mucho huevo.
A la mesa,
Saturnine, comparte asiento con Tánatos, que planea como un invitado más,
observador del duelo dialéctico de digestiones lentas, donde se disponen:
alimentos como herramientas de cambio; “la cocina es un arte y un poder”, la
atracción masoquista femenina hacia el seductor protagonista “el miedo forma
parte del placer” y el amor.
Un amor como
proceso de transformación, no idealizado, descarnado, el que Elimiro construye
tejiendo ausencias, quizás decepciones, las que coloreó sin sustituir las
consecuencias de sus duelos, amando sus secuelas.
El de Saturnine que
parte de su rechazo (“¿Tan pronto? ¿Y por tan poco?”), se alimenta a la sombra
del lujo que rodea a Elimiro, que cual alquimista, convierte la seducción en
civilización; de alimentos en la cocina, de tejidos en la confección para una
mujer que se ve obligado a inventar en su búsqueda de “la frontera entre la
amada y uno mismo”.
“Pensar un vestido
para un cuerpo y un alma, cortarlo, juntarlo, es el acto de amor por
excelencia”.
“Cada mujer exige una ropa distinta. Se requiere una atención
suprema para sentirlo: hay que escuchar, mirar. Sobre todo no imponer los
propios gustos. Para Émeline, fue un vestido de color de día. Ese detalle del
cuento Piel de asno la tenía obsesionada. Faltaba decidir de qué día se
trataba: un día parisino, un día chino ¿y de qué estación? Dispongo aquí del
catálogo universal de los colores, taxonomía establecida en 1867 por la
metafísica Amélie Casus Belli: un compendio indispensable. Para Propine, fue
una chistera de encaje de Calais. Me dejé las cejas confiriéndole a tan frágil
material la rigidez adecuada, pero también la capacidad de escamoteo que exige
este tipo de sombrero. Me atrevo a decir que lo conseguí. Séverine, una
sévrienne algo severa, tenía la delicadeza del cristal de Sèvres: creé para
ella una capa catalpa cuyo tejido tenía el sutil azul de la caída de las flores
de ese árbol en primavera. Incardine era una chica de fuego: esa criatura
nervaliana merecía una chaqueta llama, auténtica pirotecnia de organdí. Cuando
se la ponía, me incendiaba. Térébenthine había escrito una tesis sobre el
hevea. Pinché un neumático para recuperar la dúctil sustancia y poder realizar
un cinturón-corpiño que le confería un porte admirable. Mélusine tenía los ojos
y la silueta de una serpiente: completé su figura con un vestido tubo sin
mangas, de cuello alto, que le llegaba a los tobillos. Estuve a punto de aprender
a tocar la flauta para encantarla cuando se vestía así. Albumine, por motivos
que no creo que deba explicar, fue la razón que me llevó a concebir una blusa
cáscara de huevo de cuello merengue, en poliestireno expandido: una auténtica
gorguera. Soy partidario del regreso de la gorguera española, no hay nada más
apropiado. En cuanto a Digitaline, de venenosa belleza, inventé para ella un
guante medidor. Unos largos guantes de tafetán púrpura que ascendían hasta más
allá del codo y que gradué para ilustrar el adagio latino de Paracelso “Dosis
sola facit venenum”: sólo la dosis hace al veneno.”
“El amor es una
cuestión de fe, ésta es una cuestión de riesgo”
“Ponemos a prueba
lo que amamos. Elimiro.
Uno protege lo que
ama. Saturnine”.
Y en ese rincón
entre las dos miradas del amor, dispares, incluso lejanas, ambos se encuentran
en un rincón habitado por el color dorado, el mismo que agita las
contradicciones de la belga en cada copa de champagne, suerte que invade al
resto de sentidos en su enamoramiento bizantino, pura sinestesia.
“¿Qué es el color?
El color no es el símbolo del placer, es el último placer. Es tan auténtico que
en japonés “color” puede ser sinónimo de “amor”.
Saturnine cae en su
propia trampa, desarmada, descubre ese amor con color propio y líquido, el que
inventa para ella, amarillo número 87, el del forro de acetato de la falda que
acaricia su piel, regándola de oro como las veladas que alimentan su curiosidad
donde los matices del tejido “componen el amarillo asintótico; el color
metafísico por excelencia”.
Después de negociar
consigo misma su enamoramiento, justifica al que desea no sea un asesino,
apenas un tipo excéntrico que acaso ¿guarde un secreto atroz sin ser culpable?
Ser o no culpable.
Ser o no víctima.
Saturnine no es
víctima ni culpable.
Elimiro le reconoce
que “también se puede amar el mal” y se descubre ante ella, la invita a entrar
al cuarto oscuro que revela el último aliento de aquellas que le precedieron,
se preguntaron “amor mío ¿cómo puedes no acudir a salvarme?”.
Allí donde sus
fantasmas se convirtieron en un muestrario de retratos incompleto, de vestidos
y colores, al otro lado de la doble óptica de la Hasselblad que multiplica las
miradas de Saturnine, donde ella elige no formar parte del mosaico inacabado de
las desaparecidas, muertas por su curiosidad y retratadas para siempre en su
falta, en la que se encuentra consigo después de descubrirse poliédrica en las
fotografías tomadas por Elimiro:
“¡Qué agradable era
no ya ser otra, sino ser cincuenta otras distintas!”
Final (sin filtro).
Ser y no ser una y
todas, piensa Saturnine, lo anhela con la misma intensidad con la que Elimiro
necesita su retrato que complete su colección. Quizás aquello que les unió,
fuera lo que los separe.
Dos personajes que
avanzan a través de sus anhelos, de sus sombras y también de sus pérdidas.
Y como en el cuento
original, Barba Azul tiene que morir. Que nadie acuda al rescate de Saturnine
completa la transformación; ella, símbolo de Saturno, planeta de plomo, se
salva de quizás también de sí misma hasta convertirse en oro, en el brillo
eterno en el instante en el que su némesis expira. Pura alquimia.
Como el poso de una
y varias lecturas, donde la metáfora se alimenta a capas en este juego de
puertas abiertas y a medio cerrar, que es la in-existencia.
Laura Orens
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