Quiero comenzar este comentario con las palabras de la página 43, escritas al final del relato Las correspondencias, incluido en los Relatos sombríos:
“- ¡Todo esto es muy sucio!
- Como la vida, querida alma mía, ¡Como la vida...!”
Efectivamente, los relatos de Gourmont evocan la raíz ineludible de la vida, a saber, el deseo y su fundamento real perverso, que hace que se estremezca la potencia de nuestros ideales morales e intelectuales. Es algo clásico, lo sobrenatural ha de aceptar la convivencia con lo demoníaco, el bien con el mal, lo bello con lo informe, lo legal con lo perverso. Los antónimos en el marco del deseo, se convocan para realizarse en una ambigua sublimación elevándose así a la dignidad de la literatura y hasta de la poesía. Esta es parte de la fuerza que tienen los relatos de Gourmont, escudriñando la miseria moral de lo humano saben articularla a lo simbólico, esa legalidad necesaria para distanciarse de la sordidez, la crudeza y el hastío que produce lo exclusivamente perverso.
Es la ambivalencia moral y psíquica de lo humano. El deseo transita aquí un amplio inventario de perversiones sexuales, perfidias morales, incestos, adulterios, ignominias, violaciones, asesinatos, pero con una particularidad muy importante, salvo en algún que otro relato que conforma la excepción, es el caso de Vestido, ese deseo se matiza deteniéndose antes del acto en una escritura no exenta de profundo pensamiento.
Pretendo situar en el exceso perverso del deseo algunos elementos que unifican los relatos. Los encontramos, con formas diversas, en casi todos ellos.
Por un lado, todas las maquinaciones hipócritas, cínicas, desvergonzadas e inmorales, se movilizan en pos de un fin supremo muy singular, recoger los frutos del goce perverso, esas auténticas joyas que sólo serán preciosas si fluyen del interior del cuerpo femenino, joyas tales como las lágrimas que brotan del dolor y la sangre que fluye por las heridas de la piel. No deja de imponérsenos un estremecimiento cada vez que la fantasía perversa rompe, en los relatos, el cuerpo femenino. Esto es un dato fundamental, es lo que reclamaba para su derecho el Marqués de Sade, o es lo que sucedía en la espeluznante ficción de El perfume de Suskind, cuando el protagonista rompe la piel de cada una de las mujeres para encontrar en el interior de su cuerpo el perfume como su esencia más preciosa.
En este caso, el exceso perverso se detiene, diluyéndose en la inteligencia de Gourmont. Si la agitada vida de ese mundo interior es de difícil control, es decir, si el deseo en su perversión no sabe callarse, la inteligencia al menos elimina la vulgaridad del acto, le impone la estética de una renuncia que linda siempre con la insania, pero que pocas veces accede a su territorio.
Es como si las fantasías que sustentan los relatos entendiesen que no son otra cosa que la elaboración de un sueño, una estrategia para iluminar el deseo problemático que habita en los suburbios del ser. Es lo que Sigmund Freud nos ilustró de manera magistral en su obra Tres ensayos para una teoría sexual, y también en la más literaria La interpretación de los sueños. Un deseo que no se deja intimidar por el pudor, de manera que pacta con la censura, casi siempre al alza, un simbolismo particular para cada sujeto, un simbolismo que en el caso de Gorumont le permite acceder a lo literario. Miller evoca a Sigmund Freud diciendo que “uno sueña siempre en contra del derecho”. Los relatos que escribe Gourmont dejan ver lo que está más allá de la ley en un inventario de fantasías contra derecho fundadas en la altivez del espíritu sádico y en su afán de dominio sobre el Otro femenino.
Pronto nos es permitido congraciarnos con estos relatos. En una de las personificaciones del deseo, un espíritu como el de Primary acepta una legalidad como la metáfora para poner freno a esas pasiones que residen en su subjetividad. Eso, en realidad, sitúa al sujeto en un lugar ambiguo, entre la clásica neurosis y la perversión. Dice en la página 15:
“No soy tan malo como dicen, ¡oh no!, puesto que me contento con hacerlas sangrar metafóricamente”
Él sabe que hay algo falso en el objeto de esas pasiones, o lo que es lo mismo, sabe que la felicidad que auguran es una ilusión que se desvanecerá en la experiencia. La acción, ahora, se revela secundaria a la inteligencia. Ésta se impone enseñando una imposibilidad para la ambición del deseo: “La” Mujer. Es el acierto del autor, su lúcido pensamiento impregnado de gramática, situar como lugar central y enigmático el artículo “La”, imposible de ser colonizado para asimilarlo a ninguna mujer señalando así una frontera para el deseo, que su obstinada búsqueda no puede hacer otra cosa que divagar en “paseos amargos entre mujeres sucesivas”.
“¡Oh, ese femenino oscuro que pasa y se marcha y que jamás será tocado –que se desvanecería si se tocase, ya que su encanto reside en ser desconocido e intocable”.
Este sería el elemento definitivo que unifica los Relatos sombríos y las Historias mágicas, el carácter fugitivo del enigma, “La” Mujer. Es la excepción, lo imposible de alcanzar. En virtud de esto, el conjunto de relatos adquiere singularidades muy específicas.
Por un lado nos ilustra sobre una imposibilidad, la de la relación sexual. Si “La” mujer es imposible de objetivar, si no se puede decir, no puede haber encuentro con el otro sexo, la auténtica relación sexual no puede advenir, o lo que es lo mismo decir, no existe.
En segundo lugar, nos confronta con un escenario ético. En el lugar de la verdad encontramos un vacío, una falla alrededor de la cual gira eternamente el deseo humano.
En tercer lugar, en su esencia intocable e inalcanzable nos hace rememorar una de las grandes creaciones de la mitología masculina, la Dama excelente, la Dama del Amor Cortés. Por momentos –por ejemplo el relato Visión— Gourmont parece un trovador que canta la sacralidad del cuerpo de “La” Mujer. Algunos párrafos la escriben en palabras tales como...
“el santo sacramento de sus labios”,
... convirtiendo “La” mujer en excelencia inasible e indefinida. Dice en Visión, página 50:
“Carne de Custodia... Soy la Intocable, es decir, la Mujer”.
Y para finalizar, quiero hacer una referencia al lenguaje. Habría que decir que sigue muy coherentemente al pensamiento de los relatos. El lenguaje merodea infatigable por los cuerpos de cada mujer para, finalmente, darse de bruces con una falta. Nada mejor para ilustrar en lo humano la metonimia del deseo y su imposibilidad: el sentido último. Y en esa congruencia qué mejor que deslizarse por los límites de lo legible, sobre todo en sus Relatos sombríos, como si las palabras quisiesen liberarse de la fatiga de tener que nombrar cosas que luego no se revelan en una verdadera objetividad. Es un afán muy propio del siglo XIX, tanto del Simbolismo en el que se enmarcan estos relatos, como de tantos otros escritores de este siglo conocidos alguno de ellos como “los locos de la literatura”, para quienes su ideal no era otro que la deconstrucción de sus propias lenguas madre.
Si en tantas lecturas el sonido de las palabras orienta nuestro entendimiento, en este caso, en el que ellas se muestran con frecuencia herméticas, más aún debemos oírlas que entenderlas. Nos pesan como “el calvario”, nos agujerean la piel como “alfileres en los labios” (18), nos desvanecen con “la idea de la sangre” nos estremecen por su falta de simbolismo en referencia a la filiación “el feto macerado por alcoholes amnióticos”, son palabras que nos hacen doler el cuerpo, que “descuartizan” los textos o se introducen en la carne “Los puñales reventaban bolsas y vientres”, o algo más literario, ilustran la tachadura que iguala las “voluptuosidades” al eufemismo de las “ensoñaciones”, etc.
En definitiva, la escalofriante declaración de intenciones de la primera página: “Con el fin de ejercer la malignidad más amarga” se detuvo en la fantasía y en la gramática conformando un texto que trasforma lo insoportable de la condición humana en una imposibilidad para nombrar a “La Mujer”. A fin de cuentas, eso no es otra cosa que esencia de la vida, el duelo inteligente del deseo.
Miguel Ángel Alonso
“- ¡Todo esto es muy sucio!
- Como la vida, querida alma mía, ¡Como la vida...!”
Efectivamente, los relatos de Gourmont evocan la raíz ineludible de la vida, a saber, el deseo y su fundamento real perverso, que hace que se estremezca la potencia de nuestros ideales morales e intelectuales. Es algo clásico, lo sobrenatural ha de aceptar la convivencia con lo demoníaco, el bien con el mal, lo bello con lo informe, lo legal con lo perverso. Los antónimos en el marco del deseo, se convocan para realizarse en una ambigua sublimación elevándose así a la dignidad de la literatura y hasta de la poesía. Esta es parte de la fuerza que tienen los relatos de Gourmont, escudriñando la miseria moral de lo humano saben articularla a lo simbólico, esa legalidad necesaria para distanciarse de la sordidez, la crudeza y el hastío que produce lo exclusivamente perverso.
Es la ambivalencia moral y psíquica de lo humano. El deseo transita aquí un amplio inventario de perversiones sexuales, perfidias morales, incestos, adulterios, ignominias, violaciones, asesinatos, pero con una particularidad muy importante, salvo en algún que otro relato que conforma la excepción, es el caso de Vestido, ese deseo se matiza deteniéndose antes del acto en una escritura no exenta de profundo pensamiento.
Pretendo situar en el exceso perverso del deseo algunos elementos que unifican los relatos. Los encontramos, con formas diversas, en casi todos ellos.
Por un lado, todas las maquinaciones hipócritas, cínicas, desvergonzadas e inmorales, se movilizan en pos de un fin supremo muy singular, recoger los frutos del goce perverso, esas auténticas joyas que sólo serán preciosas si fluyen del interior del cuerpo femenino, joyas tales como las lágrimas que brotan del dolor y la sangre que fluye por las heridas de la piel. No deja de imponérsenos un estremecimiento cada vez que la fantasía perversa rompe, en los relatos, el cuerpo femenino. Esto es un dato fundamental, es lo que reclamaba para su derecho el Marqués de Sade, o es lo que sucedía en la espeluznante ficción de El perfume de Suskind, cuando el protagonista rompe la piel de cada una de las mujeres para encontrar en el interior de su cuerpo el perfume como su esencia más preciosa.
En este caso, el exceso perverso se detiene, diluyéndose en la inteligencia de Gourmont. Si la agitada vida de ese mundo interior es de difícil control, es decir, si el deseo en su perversión no sabe callarse, la inteligencia al menos elimina la vulgaridad del acto, le impone la estética de una renuncia que linda siempre con la insania, pero que pocas veces accede a su territorio.
Es como si las fantasías que sustentan los relatos entendiesen que no son otra cosa que la elaboración de un sueño, una estrategia para iluminar el deseo problemático que habita en los suburbios del ser. Es lo que Sigmund Freud nos ilustró de manera magistral en su obra Tres ensayos para una teoría sexual, y también en la más literaria La interpretación de los sueños. Un deseo que no se deja intimidar por el pudor, de manera que pacta con la censura, casi siempre al alza, un simbolismo particular para cada sujeto, un simbolismo que en el caso de Gorumont le permite acceder a lo literario. Miller evoca a Sigmund Freud diciendo que “uno sueña siempre en contra del derecho”. Los relatos que escribe Gourmont dejan ver lo que está más allá de la ley en un inventario de fantasías contra derecho fundadas en la altivez del espíritu sádico y en su afán de dominio sobre el Otro femenino.
Pronto nos es permitido congraciarnos con estos relatos. En una de las personificaciones del deseo, un espíritu como el de Primary acepta una legalidad como la metáfora para poner freno a esas pasiones que residen en su subjetividad. Eso, en realidad, sitúa al sujeto en un lugar ambiguo, entre la clásica neurosis y la perversión. Dice en la página 15:
“No soy tan malo como dicen, ¡oh no!, puesto que me contento con hacerlas sangrar metafóricamente”
Él sabe que hay algo falso en el objeto de esas pasiones, o lo que es lo mismo, sabe que la felicidad que auguran es una ilusión que se desvanecerá en la experiencia. La acción, ahora, se revela secundaria a la inteligencia. Ésta se impone enseñando una imposibilidad para la ambición del deseo: “La” Mujer. Es el acierto del autor, su lúcido pensamiento impregnado de gramática, situar como lugar central y enigmático el artículo “La”, imposible de ser colonizado para asimilarlo a ninguna mujer señalando así una frontera para el deseo, que su obstinada búsqueda no puede hacer otra cosa que divagar en “paseos amargos entre mujeres sucesivas”.
“¡Oh, ese femenino oscuro que pasa y se marcha y que jamás será tocado –que se desvanecería si se tocase, ya que su encanto reside en ser desconocido e intocable”.
Este sería el elemento definitivo que unifica los Relatos sombríos y las Historias mágicas, el carácter fugitivo del enigma, “La” Mujer. Es la excepción, lo imposible de alcanzar. En virtud de esto, el conjunto de relatos adquiere singularidades muy específicas.
Por un lado nos ilustra sobre una imposibilidad, la de la relación sexual. Si “La” mujer es imposible de objetivar, si no se puede decir, no puede haber encuentro con el otro sexo, la auténtica relación sexual no puede advenir, o lo que es lo mismo decir, no existe.
En segundo lugar, nos confronta con un escenario ético. En el lugar de la verdad encontramos un vacío, una falla alrededor de la cual gira eternamente el deseo humano.
En tercer lugar, en su esencia intocable e inalcanzable nos hace rememorar una de las grandes creaciones de la mitología masculina, la Dama excelente, la Dama del Amor Cortés. Por momentos –por ejemplo el relato Visión— Gourmont parece un trovador que canta la sacralidad del cuerpo de “La” Mujer. Algunos párrafos la escriben en palabras tales como...
“el santo sacramento de sus labios”,
... convirtiendo “La” mujer en excelencia inasible e indefinida. Dice en Visión, página 50:
“Carne de Custodia... Soy la Intocable, es decir, la Mujer”.
Y para finalizar, quiero hacer una referencia al lenguaje. Habría que decir que sigue muy coherentemente al pensamiento de los relatos. El lenguaje merodea infatigable por los cuerpos de cada mujer para, finalmente, darse de bruces con una falta. Nada mejor para ilustrar en lo humano la metonimia del deseo y su imposibilidad: el sentido último. Y en esa congruencia qué mejor que deslizarse por los límites de lo legible, sobre todo en sus Relatos sombríos, como si las palabras quisiesen liberarse de la fatiga de tener que nombrar cosas que luego no se revelan en una verdadera objetividad. Es un afán muy propio del siglo XIX, tanto del Simbolismo en el que se enmarcan estos relatos, como de tantos otros escritores de este siglo conocidos alguno de ellos como “los locos de la literatura”, para quienes su ideal no era otro que la deconstrucción de sus propias lenguas madre.
Si en tantas lecturas el sonido de las palabras orienta nuestro entendimiento, en este caso, en el que ellas se muestran con frecuencia herméticas, más aún debemos oírlas que entenderlas. Nos pesan como “el calvario”, nos agujerean la piel como “alfileres en los labios” (18), nos desvanecen con “la idea de la sangre” nos estremecen por su falta de simbolismo en referencia a la filiación “el feto macerado por alcoholes amnióticos”, son palabras que nos hacen doler el cuerpo, que “descuartizan” los textos o se introducen en la carne “Los puñales reventaban bolsas y vientres”, o algo más literario, ilustran la tachadura que iguala las “voluptuosidades” al eufemismo de las “ensoñaciones”, etc.
En definitiva, la escalofriante declaración de intenciones de la primera página: “Con el fin de ejercer la malignidad más amarga” se detuvo en la fantasía y en la gramática conformando un texto que trasforma lo insoportable de la condición humana en una imposibilidad para nombrar a “La Mujer”. A fin de cuentas, eso no es otra cosa que esencia de la vida, el duelo inteligente del deseo.
Miguel Ángel Alonso
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