El cuento comienza desde la perspectiva de un narrador con una descripción de los distintos avatares personales del personaje, de sus estados anímicos y sus conductas cada vez más bizarras. Así el autor va desplegando los acontecimientos de los que Feldmayer, el personaje, es actor. Lo que permite construir el hilo de una trama que se va complejizando tornándose insoportable para el personaje del cuento. Luego del quiebre, del estruendo de una catástrofe con un final a toda orquesta, el autor hace un viraje. Situándose desde otra escena hace apreciaciones asumiéndose como parte de la historia en lo concerniente a lo justo y equitativo en relación a la responsabilidad del sujeto o del museo en este episodio tan grave.
El cuento muestra el desarrollo sordo de la locura hasta su eclosión donde toma estado público. Es notable como el autor ha captado la dinámica de la locura. Y en ese aspecto nos recuerda a Maupassant que también muestra en El Horla, como diariamente se van produciendo nuevas intrusiones que llevan al personaje a la angustia del doble innominado y a la desesperación sideral. El alivio allí, solo se obtiene también en un acto violento, aunque más grave, ya que en el incendio mueren los sirvientes del personaje. También allí se van produciendo pequeños actos cotidianos como intentos para neutralizar lo que viene de lo real. En ambos cuentos del mismo modo que sucede en la clínica estos episodios de violencia catalogados como pasajes al acto se desarrollan en una secuencia enigmática cuyo proceso va in crescendo hacia el derrumbe final.
Este cuento de la espina es una creación literaria superior aun a la de El horla cuyos fenómenos intrusivos de algún modo son más esperables. Aquí, en cambio es alguien cuyo tormento consiste en la idea de que la escultura desde hace siglos está padeciendo el dolor de la espina en su pie. Es un saber sobre el dolor que se le impone a Feldmayer luego de veintitrés años de encierro con ella. Esta riqueza imaginativa da cuenta de una capacidad creativa extraordinaria por parte del autor.
Es notable cómo el autor describe el proceso de deterioro desde una simple inquietud inicial en una persona que había sostenido varios trabajos a lo largo de su vida y que frente a su nuevo trabajo en la soledad de la sala de un museo ocupada por él y la estatua, rápidamente encuentra la solución obsesiva de medir y contar todo lo que resulta factible en la sala del museo.
Luego lo insoportable de lo real aprehende los sonidos y los colores de los que le urge desprenderse. Durante unos años todavía la ritualización de su vida le permite mantener las cosas mínimamente bajo control, aunque ya no sale con mujeres y su retraimiento lo lleva incluso a liberarse del teléfono al morir su madre.
Alrededor de los 7 u 8 años de trabajo en el museo se precipitan los trastornos en torno a la idea de, si el joven se habría podido sacar la espina. La ansiedad y el desasosiego hacen presa de él y cuando las cosas ya se precipitan al vacío empiezan los problemas cenestésicos de sudor, palpitaciones, dificultad para dormir y la idea delirante de tener una espina en su cráneo que le raspa el cerebro. Allí la solución que inventa es el redimirlo de su tortura con pequeños pasajes al acto de clavarle él una espina en el pie a gente desconocida y tomar fotos del hecho, lo que le produce una satisfacción del orden del éxtasis.
Han pasado veintitrés años. Muchos años, ¡demasiados! la diminuta espina de la estatua se le ha clavado literalmente en su cabeza. ¡Todo terminaría en cuestión de minutos! El tiempo para comprender se ha agotado, las soluciones intentadas no alcanzan. Si bien ha hecho justicia por su propia mano, retardando la decisión última ya el tiempo expiró. Pero en el momento de concluir, la irrupción pulsional lo fuerza a la precipitación para acabar con el tormento. Levantando la estatua por encima de su cabeza la hace añicos. Inmediatamente ocurren percepciones extrañas sobre el cambio de color de su sangre que sale de su estomago hacia sus manos y pies iluminándolo por dentro. Por unos instantes ve la espina iluminada que luego desaparece. Esto desencadena en Feldmayer una risa interminable. El psiquiatra forense reflexiona adecuadamente sobre las dos caras del problema: parece haber sufrido una psicosis y por otro lado parece haberse curado con este acto violento. Oposición que no deja de ser cierta en tanto le da al sujeto un punto de amarre a su dispersión.
Luego del pasaje al acto el autor mismo parece aliviarse. El giro por parte de éste le da al cuento otro sesgo, el de finalmente estar en un remanso. El cuento se desliza dentro del discurso corriente donde todos hablan y se entienden, el juez, el fiscal, el psiquiatra y el autor, ahora uno más en la escena de quienes deben decidir finalmente si es válido o no declarar la ininmputabilidad de Feldmayer. Si bien finalmente el museo levantó la denuncia contra él para no verse comprometido.
No falta en sus observaciones la ironía atribuida al comentario del director del museo durante un almuerzo, quien dijo: ¡menos mal que no estaba en la sala de la Salomé!
Beatriz Schlieper
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