Nuestra última reunión del curso va a concluirlo con el tema de la locura. Comprenderán que este tema a los que nos dedicamos a la clínica nos convoca muy especialmente, más cuando la redacción del cuento se presta de esta manera ofreciendo un caso clínico para analizar. Bueno, creo que este año en más de una ocasión ya nos hemos prodigado en este tipo de comentarios y como psicoanalista voy a tratar de abstenerme en lo posible, aunque la tentación es grande; en fin, comprenderán que no les prometa nada.
Feldmayer es el tercer loco al que convocamos a nuestras reuniones de este curso, es muy probable que otros personajes se hayan librado de este diagnóstico simplemente porque sus relatos quedaron dentro de otros epígrafes que no el de la locura. Feldmayer, además, establece un hilo coincidente con sus dos predecesores, la Emily de Faulkner y Ned Merryl, nuestro nadador insaciable; los tres tienen un nombre. No es tan frecuente, recuerden el Desvelo de Stoicescu, que por cierto hoy ha decidido acompañarnos de nuevo, su protagonista no tenía nombre. Menciono esto porque la cuestión del nombre es importante en este cuento, es su ficha con su nombre la que la contingencia elige para que dicho nombre no aparezca en el fichero de rotaciones y caiga por tanto en el olvido.
“Su nombre no fue incluido…” nos dice el texto, por tanto podríamos acordar que queda excluido por no estar incluido donde lo están el resto de compañeros, donde están todos. Paradójicamente, su exclusión refuerza el vínculo que conecta a Feldmayer con Emily y Ned, porque esta exclusión remite a un lugar de excepción, recordarán la importancia que dimos en Emily al lugar que tenía la excepción, aquella mujer era una excepción, su casa, su exención de impuestos, etc., y nuestro nadador favorito, Ned Merryl también representaba la excepción, en este caso haciendo redoblar el tambor de la exclusión, sus circunstancias actuales lo dejaban fuera de aquel que fue un día su grupo social de pertenencia.
La excepción lo que viene a decir es que existe uno para el que no, lo saca del para todos. Para todos las rotaciones, para Feldmayer no. Una parte de la belleza del relato reside en hacernos creer que esa excepción es consecuencia del azar, de un golpe de viento, pero esa excepción Feldmayer la hace suya anulando así el componente azaroso. La hace suya porque él ya estaba excluido del para todos antes de que la srta. Truckau, del departamento de personal, olvidase cerrar la ventana.
Veremos que el escritor refuerza este efecto de exclusión cuando relega a Feldmayer a la última de las 12 salas del museo, la más alejada de todas. La figura del castaño solitario es una personificación como lo vimos con la casa de Emily, y a eso sumamos la distancia física con los otros vigilantes y la presencia del silencio como elemento reforzador de su soledad.
Digamos que son unas condiciones de aislamiento tal que superan el umbral de exclusión de Feldmayer, y ahí situamos el primer asomo de su inquietud, y su primera tentativa de solución, medir la sala. No es una medición normal, es una medición obsesiva en grado superlativo, que contempla huecos y vacíos, esto es fundamental, su tentativa busca frenar la absorción que ese vacío podría estar haciendo de él, y resuelve llenando de números y medidas dicho vacío, es su intento de cernirlo, de configurar sus límites para alejar el sentimiento de amenaza que lo posee intentando convertir el vacío en agujero, que no es lo mismo. Lo que no sabe el pobre Feldmayer, y lo que no sabemos todavía nosotros es que dicho vacío ya lo ha apresado.
Eso empezamos a sospecharlo cuando hay que inventar nuevas tentativas para aplacar su inquietud que no cede, la siguiente la constituyen los visitantes, con los que hace nuevos recuentos, contabilidades, e incluso estadísticas. Grupos estadísticos harto curiosos; hay uno que podríamos llamar de caracteres genéticos (color de pelo, ojos y piel), otro que sería el grupo estadístico de complementos (bufandas, bolsos y cinturones), y un tercer grupo que no sé cómo bautizar: ¿el grupo curioso?, compuesto por calvas, barbas y ¡anillos de boda! Bueno, no los animaré a que imiten este comportamiento, pero sí pueden imaginar de qué estamos hablando si alguno de ustedes se ve tentado a realizar la estadística de cualquiera de estos grupos con los asistentes de esta reunión, se darán cuenta más aproximada de qué nos están hablando.
Y entonces, el narrador omnisciente nos da la primera afirmación de peso, ha dejado de relatar como mero observador y toma partido de manera clara: “El museo cambió a Feldmayer”. ¿Por qué nos dice esto? Si recuerdan el texto es ese momento en el que empieza a describirnos todo lo que ha cambiado su vida, regala la TV, tira los cuadros, arranca el empapelado y blanquea las paredes, dejan de interesarle las chicas, perfectamente podríamos llegar a esa conclusión por nosotros mismos, aparentemente de manera generosa el narrador nos la entrega pero los hechos de su vida son evidentes. Mi idea es que no quiere que el lector piense en Feldmayer como un loco antes de su entrada en el museo, lo que pretende es que nos demos cuenta cuán frágil puede ser nuestra supuesta cordura, nuestro imperturbable equilibrio mental quizás no lo soporte todo; un tipo que llevaba una vida ordenada, sin estridencias, sufre un desequilibrio inesperado pero de proporciones mayúsculas y su vida se derrumba. Nos confirma que el vacío lo apresó, no pudo contenerlo y el propio vacío provocó un efecto de vaciado en su vida en el que los objetos salen de la escena, todos menos uno, otra excepción, su Leica, su cámara fotográfica, lo cual nos hace pensar que ese instrumento creado para captar imágenes tiene un efecto reparador.
Cuando tuve ocasión de volver sobre el relato tras mi primera lectura, me llamó la atención lo tarde que entra en escena la escultura, es casi a la mitad del relato, hasta ese momento no sabemos qué obra artística contiene la sala que guarda Feldmayer con su presencia, sí, una escultura, pero de qué se trata. Hemos por tanto de admitir que sus diferentes tentativas para solucionar su inquietud tuvieron cierto éxito, hasta nos llegan a decir que estaba satisfecho con su vida. Ocuparse de la escultura es equivalente al desencadenamiento de un malestar más allá de la inquietud, este malestar no va a dejarse atemperar tan fácilmente y las cosas empiezan a ir de mal en peor, comienzan las alucinaciones y la presencia de fenómenos corporales propios del diagnóstico de una psicosis.
Contamos con el delirio del enfermo, la historia que inventa sobre la estatua, una carrera en la que el muchacho pisa una espina y tiene que parar a extraérsela, mientras los demás siguen, él debe detenerse, y no podrá seguir corriendo hasta que no la extraiga; él, Feldmayer es el espinario, incapaz de reanudar su vida hasta que no encuentre esa espina. Digamos que las chinchetas redimen su dolor, hacen detenerse a los demás corredores y le devuelven la sensación de no encontrarse tan parado, casi congelado, y además le permiten albergar la fantasía de que esa espina podrá extraerse, esta vez será uno más entre todos y la encontrará como ha hecho el resto con la chincheta.
Pero no, no la encuentra, y ya saben lo que se ve llevado a hacer, y lo extraño que resulta ese momento en el que revienta la estatua contra el suelo y él siente cambiar el color de la sangre que corre por sus venas, que nos recuerda a aquellos pasajes que Coetzee tan magistralmente nos narró en su ópera prima que trabajamos aquí hace ya dos años. Verdaderamente es una satisfacción personal encontrar estas muestras de sabiduría sobre la naturaleza humana en un escritor de tan altísima talla como Coetzee, de nuevo una ópera prima, en esta caso la de von Schirach que parece prometer una gran pluma en el panorama literario actual.
Creo ver a este gran escritor en el final del cuento de hoy, un final añadido a la historia que es imposible le conste al autor, es un final literario de un cuento que también lo es aunque relate un caso clínico-penal. De nuevo una ventana abierta por la que ahora, en lugar de la brisa, entra el calor de la primavera, y de nuevo una mujer, pero ya no se trata de las fichas de los vigilantes, ahora la tarea es recomponer múltiples fragmentos mientras fuma su cigarrillo. Son dos ventanas y dos mujeres; les aseguro que no ha dejado de interrogarme esta cuestión, no creo en la teoría narrativa de la repetición casual, creo que la estructura del relato viene marcada por estas coincidencias de inicio y fin, una mujer introduce la contingencia, otra mujer restaura el destrozo que dicha contingencia provocó.
¿Acaso es esta coincidencia lo que hace sonreír al buda? ¿No estaría él sonriendo, desde el saber que la antigüedad le otorga, por algo que nosotros no podemos comprender, una casualidad que no podemos interpretar? Al igual que Feldmayer, yo también tengo mi propio delirio, y creo que el buda se ríe porque algo entiende en ese efecto de paréntesis que hacen esas dos mujeres, paréntesis que encierra entre medias la acción del relato, se ríe porque lleva muchos años dedicado a contemplar la condición humana, y sabe que todos tenemos clavada una espina, y que debemos vivir con ella. No se trata tanto de una verdad oculta, la espina es más bien un resto incurable. Y el buda sonríe porque sabe que lo mejor es no intentar estirparla.
Alberto Estévez
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