“Viajar con Ramón era divertido, pero nos sometía a un
régimen militar, íbamos de visita a Londres, a Viena, a Roma, y había que levantarse
a las seis de la mañana y conocerlo todo mejor que los habitantes locales, un
maniático del tiempo, el tiempo era una cosa que lo obsesionaba, aunque casi
nunca hablaba de eso, pero se comportaba como alguien que le disputaba una
carrera mental a la vida”. “Nos hemos quedado solos”. Página 29.
“No existe fervor más egoísta que el amor de los padres”. “Nos
hemos quedado solos”. Página 29.
“En suma, aprendí que eran los adultos quienes estaban locos
y perpetraban en los niños el crimen que sus padres habían cometido con ellos:
obligarlos a ir a la escuela”. “Los nombres del padre”. Página 106.
“Sí, sí, por supuesto que al lado de lo suyo todo eso es
basura, pero no me diga que no se ha dado cuenta que ahora estamos en el reino
de la basura, la tele basura, la comida basura, faltaban los juguetes basura”. “Que
vienen los indios”. Página 131.
No sé si, al hablar de Demasiado rojo, se puede hablar de
influencias, pero, como lector son múltiples las evocaciones. La invención de
Morel, de Bioy Casares, autor de la esfera de Borges, con sus personajes
congelados en el tiempo, grabados en una representación en 3D, como si les
hubieran robado el alma, se me vino a la mente al leer “Nos hemos quedado
solos”, donde un hombre desaparece tras tener la extraña experiencia de verse a
sí mismo en el pasado, como si pudiera tocarse, como si se estuviera
reproduciendo la misma escena feliz con su esposa e hijas, años después.
“El cielo no ha concluido aún su lenta metamorfosis, los
bañistas se han ido retirando despacio, cansados, llevando consigo el equipaje
playero y sus cuerpos enarenados, y nosotros nos demoramos, porque se sabe que
ésta es la mejor hora, la hora en la que la luz se dulcifica y la brisa de fin
de agosto trae el frescor anticipado del otoño”. "Nos hemos quedado solos".
Página 26.
A Max Aub y sus Crímenes ejemplares (absurdos, casi
imposibles de creer pero precisamente por ello tan humanos) me remite el cuento
que da título al conjunto. Porque a veces una pequeña obsesión puede ser la
clave de una psicopatía que acaba en muerte o malos tratos:
“El violín y el
bandoneón hablaban en su jerga, mientras el humo y el alcohol espesaban el
ambiente, que solo así se volvía propicio para gozar del baile y velar los
cansancios que el tiempo había depositado en los rostros [...] Ella los quería
así, machos y fuertes, porque opinaba que una mujer de verdad solo relumbra a
la luz de un hombre capaz de matarla. Los que la adoraban, los que aguantaban
la respiración cuando la apretaban en la pista, esos no tenían esperanza”. "Demasiado
rojo". Página 12.
Este cuento, como puede verse en el fragmento anterior,
podrá quizá tacharse de poco políticamente correcto, por aquello de representar
mujeres que “buscan” hombres que las minimicen, que las “dominen”, que las
posean y por lo tanto dispongan de sus vidas, como se puede disponer de un
objeto y destruirlo o arrojarlo a la basura a conveniencia… O casi mejor dicho
a capricho. Con independencia de que sean mujeres de notables virtudes,
admiradas y deseadas por hombres que creen en una sana relación entre iguales.
Pero esa realidad existe, esas mujeres, esa cultura o contracultura existe, y
ahí entroncamos con otra de las características (yo diría incluso virtudes) del
libro, y es que, a pesar de su exageración a veces literaria, los cuentos son
de una verosimilitud escalofriante, posibles en nuestro día a día: las familias
que se echan -de unos miembros a otros- la culpa de una tragedia, con medios de
gran crueldad psicológica; las familias destruidas por la nostalgia; las
familias a las que una desgracia física o psicológica en uno de sus miembros
destruye lenta e inexorablemente.
Pero si hay una evocación que podría estar sobrevolando gran
parte de este universo de relatos es, para mí, la magnífica y casi olvidada:
Carmela Saint-Martin (Carmen Navaz), cuyos relatos son tan negros que tienen
tintes de pozo, sin olvidar un cierto humor macabro pero inevitable. Ahí está “Adelina”,
para mi gusto, el más terrible de todos los cuentos, con un final tan demoledor
como irónico.
Aunque “Día de gracia” y “Que vienen los indios” son
igualmente duros de encajar, no resultan tan demoledores. La tristeza de “Día
de gracia” se atenúa con un final de poema noria, o casi, donde la metáfora de
la muerte como umbral a la nueva vida hace que sea asumible algo que, por muy
doloroso que sea, sucede todos los días. Por otra parte, la decadencia de “Que
vienen los indios”, el proceso espantoso de aquellas profesiones artesanales
que han ido desapareciendo por la presencia abaratadora del plástico y el
capitalismo productor de objetos en serie, es también terrible pero hay un humor
menos negro, menos macabro.
Con todo hay una omnipresencia en el libro y no es
otra que un lenguaje magnífico, bien elegido, siempre en función de unos
relatos que llegan a su destino impolutos, impecables. Un uso perfecto del lenguaje,
como Literatura del XIX actualizada. Un gran libro de grandes relatos para los
que hay que preparar la garganta… ¡Y el estómago!
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