Que la literatura sea una morrena
en la marcha glacial de este mundo de estrépito; que sea, por el contrario, la
articulación de un rumor cardinal que no cabe en las luces del día, rumor
frente al cual el ruido del mundo es un resto, eso es algo que sólo se podría
dilucidar en cursos superiores. Mientras tanto, más cerca del empirismo
angloamericano que del apriorismo moral europeo, Gustavo Dessal (Demasiado
rojo,
El Nadir) nos entrega trece modulaciones de una incursión al desnudo en la masa
bruta de lo vivido. De ahí proviene, tras la magnética Clandestinidad,
una rara escucha para lo coloquial y popular que se ensaya en estos relatos.
Usando la puntuación como quiere, Dessal trasmite el amasijo de vivir en
directo. De los trece, acaso los mejores cuentos son aquellos donde la
ideología y nuestras convicciones no pintan nada. Efectivamente, la moral suele
ser la coartada para la inmoralidad de no atender a la mutación real que ocurre
ahí, bajo el código de barras de nuestra imperial visibilidad.
Estamos hartos de
“identificarnos”, hartos de esta seguridad obligatoria que se ha convertido en
una depresión media sin tratamiento fácil. Mientras simulamos participar en el
pacto traslúcido del narcisismo, de su dialéctica entre aislamiento y
comunicación, casi por egoísmo querríamos que de vez en cuando ocurriera algo.
Un poco de fiebre, por favor, algo que suspenda por un momento la distribución
mundial de la pertenencia. Una individuación sin sujeto que rehace la
existencia: ¿es esta la materia prima de la literatura?
Veamos: “Ella los quería así,
machos y fuertes, porque opinaba que una mujer de verdad sólo relumbra a la luz
de un hombre capaz de matarla” (p. 12). No tenemos por qué preguntarnos qué
opina “realmente” el autor de esta frase. Escribir es apostar en serio a ser
otro, provocar incluso un prójimo desconocido en nosotros. Es suspender la
máquina de guerra de la opinión y poner en marcha una crisis en el orden de las
identificaciones. Se trata de la duda metódica que sólo puede ensayar la poesía
y la narración.
Se puede entender también Demasiado
rojo
como una crónica de lo furtivo, de la vida y muerte de un suspiro, ese tipo de
experiencia que no es traducible a ningún régimen estable de saber. Tal vez se
escribe para darle una oportunidad a lo preindividual, a lo impersonal que hay en nosotros. En suma,
buscando una personalización de aquello que nos excede. Evidentemente, se trata
de un juego peligroso, pero sin ese peligro la literatura no sería nada. Y no
es la peor de las lecturas aquella que cierra un libro porque produce angustia.
Apenas hay tema en “Nos hemos
quedado solos”, tan solo la respiración de un mar expectante, momentos
detenidos en la memoria, diversas formas de imaginarse la muerte y un amor
incondicional por lo insignificante, incluidos los cambios lentos de arena y
cielos. Es tal vez ese amor por el amor lo que hace que nada importante en el
hombre tenga tiempo y que todo siga pueda seguir en un sendero entre casas
abandonadas, de ahí la magia de “Haber visto el pasado
tal-como-alguna-vez-había-sido” (p. 24). En el futurista “El alma de las
bicicletas”, con un clima que oscila entre Esperando a Godot” y Mad Max, cuatro personajes inolvidables, verídicos de puro
inverosímil, recorren la enfermiza luz lechosa de un desierto de polvareda y
chatarra tecnológica amontonada. Las pasiones y el humor digitales de estos homeless
supervivientes a la última hecatombe, su Grado Máximo de Saturación Técnica,
ironizan sobre nuestra actual mutación. Al compás de la ideología del
reciclaje, también los humanos están hechos prensando trozos, por eso todos
nosotros (igual que Gab, Poe y Tecno) siempre recordamos a alguien.
En su ritmo desbocado, “Adelina”
es de una crueldad desternillante: “Toda la injusticia que puede caber en la
existencia se había derramado sobre ella como un torrente sin pausa” (p. 57) y
sin embargo, no hay forma de matarla. “Dime que me quieres” y “Día de gracia”
transpiran el temor de que nadie conoce a nadie, una torsión de lo cotidiano
donde ni siquiera la soledad tiene semblantes fijos. Pero tal vez de lo mejor
es “Desvelo”, una historia lenta hasta la filigrana, sórdidamente elegante,
escenificando un duelo a corta distancia en rituales de medianoche. Al tratarse
de una batalla tan antigua, el odio se ha convertido en un gesto de reverencia.
“Hasta somos capaces de emocionarnos con nuestra propia representación” (p.
75). Y después esa inalcanzable radiación de Sandra Miles (“Flores para Solomon
Ryan”), frágil y distante adolescente que se peina, iluminando estancias,
aquejada de una inconfesable enfermedad letal.
En fin, Dessal despliega maestría
incluso cuando apenas hay nada que contar y la historia bascula hacia lo que,
diríamos, objetivamente insignificante. Si incluso en esos momentos nos atrapa
un trastorno subjetivo se debe a que Demasiado rojo no es solamente el resultado del oficio
(tal como están las cosas, no sería poco). Lo que llamamos oficio no logra una
buena obra, sólo un trabajo que no nos avergüenza. Con muy distintas
intensidades, en estos relatos se trata de otra cosa distinta a la pericia
narrativa. El autor organiza la anotación de un cataclismo, aunque sea mínimo,
de manera que conforme avanza la lectura se produce un impacto neuronal que
impide que seas el mismo. No sabemos cómo, Dessal ha pasado una temporada en el
infierno del envés, de ahí que pueda afrontar una posibilidad más alta que el principio de realidad que nos
conforma. Como para la religión de la seguridad ya tenemos la vida corriente,
la información, la crisis, el orden laboral y ciudadano, es normal que la
literatura se tenga que dedicar a abrir abismos.
“Has de ser cruel para ser
amable” (Shakespeare). Para arrancar, por ejemplo, estos jirones de vida que se
libran de la costra del día: “estábamos solos y casi parecíamos de verdad”,
“tristeza legañosa”, “lienzo de sombra”, “sombrilla gastada de tantos soles”. O
“el cielo ardió hasta reventar de lluvia”. O esto: “Al verme, hizo un gesto que
se aproximó a la sonrisa. Se notaba que la alegría no era su especialidad”.
Tomas nota de momentos así porque es necesario subrayar esos pasajes que te
subrayan. De hecho, se lee, se escribe, porque el orden lineal del día no
basta. Sabes que la verdad está del otro lado y entonces pasas el día al
acecho, adorando los pequeños altares donde se precipita una transformación que
se parece a la noche.
Y el humor, claro, siempre un
poco negro: “El espíritu igualitario fue defendido en todo momento para que
nadie quedase excluido de la destrucción absoluta” (p. 151). El erotismo del
humor permite que la diferencia entre lo deseado y lo conseguido no nos
convierta en amargos fanáticos. Fuerzas entonces lo posible, vuelves a soñar tu
vida con los ojos abiertos, resistiendo esta global prohibición de tener alma,
una prohibición doblemente eficaz por el hecho de que nunca se expresa.
Polipatético humour being. El humor es el sexto sentido para el extrañamiento
central al mundo: ¿por eso los judíos siempre han sabido algo que a los demás
nos cuesta?
¿Qué significa entonces escribir,
tener
que escribir? Se da ahí una pasión por la superficie compartida y al mismo
tiempo una desconfianza hacia su nitidez. Quien ha de escribir, o simplemente
leer, tiene un pie en el agujero negro de la revelación. Te pasas el día
tomando nota, a pie de minutero, porque eres un “hombre hueco” (Eliot) que
necesita saltar por encima de su propia sombra. De ahí las metamorfosis que
propicia la escritura, esa percepción que bordea lo imperceptible, como la
notaría de una línea de fuga en medio de la norma.
Imaginar, fabular, siempre ver
signos, como si fuese irremediable la certeza de que el decorado inmediato
engaña. El rumor de la noche en el día oxida nuestras ilusiones cosmopolitas.
Al otro lado de este derrumbamiento mudo, sin embargo, existe otra ciudad. Y
esto porque la poesía es el eje de toda narración, una vivencia del instante,
un lento corrimiento de tierra que hace saltar por los aires la ficción del
tiempo lineal.
Bajo nuestra imperial realidad
subtitulada, la percepción es hoy la primera especie en peligro de extinción. Y
sin embargo, de ella somos siempre responsables y con ella comienza la
libertad. Por eso es preciso resucitar un buen pacto con el diablo, una
relación perceptiva con aquello para lo que no hay duplicación numérica.
Vivimos bajo una ficción de masas coagulada en interminables interiores.
Cuando te das cuenta, apenas puedes morir. Para ello, tal vez la más alta tarea
del hombre, habría que estar vivo y mirar de frente la muerte. Mientras tanto, como un animal, el rasgado
octubre se acerca. Cuidad vuestras gargantas. Cuidad también la inteligencia
para resistir un régimen furtivo que puede adoptar cien nombres: “sociedad”,
“información”, “cobertura”, economía... Lejos de esta trampa consensuada, la
pequeña y rojiza caja de herramientas que hoy tenemos en las manos nos ayudará
a convertir la zozobra en iglú, un refugio tan ligero como la ventisca que cae.
Que los dioses bendigan el frío que viene.
Ignacio Castro Rey
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