De la objetividad a la ficción. De la ciencia
al poema. Del objeto al sujeto. De la infinitud a la caducidad. Trescientas
sesenta y nueve páginas para transitar “el
mapa”, ocho para otear “el territorio”.
Trescientas sesenta y nueve páginas para mostrar la exclusión del sujeto, nueve
para mostrarlo. Houellebecq, en su afán por
introducirse en la banalidad intrascendente del mundo moderno, hace transitar a
Jed Martin páginas y páginas –algunas interminables, como las de la primera
parte, dedicadas al arte contemporáneo— para que sintamos la frialdad emotiva,
rutinaria y brutal, de un “mecanismo
racional”, el capitalismo, y algunas de sus consecuencias más notables, por
ejemplo, la falta de ubicación subjetiva, el aislamiento, y la conversión de lo
humano en objeto y mercancía. Soportando una cierta fatiga, Jed Martin arriba a
las últimas páginas, las del encuentro con la inevitable trascendencia, el límite
y la finitud de lo humano, categorías representadas, ahora sí, en una auténtica
muestra de arte contemporáneo.
Qué mejor escenario que el del arte para el
juego entre objetos y ficciones, entre banalidades y trascendencias. Encuentro un
desdoblamiento muy interesante entre lo clásico y lo contemporáneo. Si miramos
la novela en su conjunto, pareciera ceñirse a la propuesta del arte clásico, a
la propuesta de los pintores clásicos, una invitación a que nos adentremos en
los senderos de la perspectiva –en este caso la del sistema capitalista—, para
que caminemos por ella como sujetos. Houellebecq, tengo la impresión de que, por
un lado, pretende incluir en esa perspectiva el desgarramiento emocional del
sujeto del capitalismo; por otro lado, Jed Martin, desdoblado a su vez entre su
papel como desubicado existencial –así se muestra en la perspectiva que dibuja
Houellebecq, en su problemática relación con el padre y las mujeres— y su papel
activo como producto del capitalismo en el que excluye al sujeto llenando su
arte de objetos, de objetividad, de letras incesantes—no de palabras— que, en
su acumulación hacen sentir cierto rechazo a un lector, porque, sea éste clásico
o moderno, no puede asentarse en la vida más que como sujeto de la palabra. ¿Cuál
sería la esencia de su arte?:
“Representaciones
del mundo en las cuales la gente no debía de estar incluida” (P. 34)
Esta me parece una de las vertientes
fundamentales de la novela: una exclusión, un rechazo muy singular que el
sistema realiza del sujeto en pos del encuentro con una pretendida objetividad.
Porque, aunque en sus cuadros aparezcan seres humanos, Jed sólo pretende
reflejar una objetividad que se daría en las relaciones de trabajo.
No podemos, sino, dejar sentir nuestra
inquietud por esta deriva, absolutamente brutal, que echa raíces y llena de
prejuicios tanto al estamento social como a los individuos. Tomando lo que en
un determinado contexto de la novela se nombra como “error de la modernidad”, me apropio de ese significante para
sostener que el protagonista, Jed Martin, así como su vida, no son sino la
consecuencia de ese “error de la
modernidad”. En su interior podemos oponer la frialdad racional del mercado
capitalista a la emotividad de lo humano, la realidad pretendidamente objetiva de
los cuadros y fotografías a la realidad como ficción, arte clásico a arte
moderno y, finalmente, oponer mapa y territorio.
En realidad, lo que hace Jed Martin, sin
saberlo, es producir un oxímoron insoportablemente prosaico. Estaría pintando “ficción
objetiva”. Porque la objetividad que pretende es irrepresentable –como toda
objetividad. El objeto, si bien lo miramos, no deja de ser una víscera que se le
arranca a la palabra después de romperla. Y la visión de las vísceras, para lo
humano, es repugnante. Nos basta contemplar esa muestra de arte contemporáneo
radical que es el cadáver troceado y esparcido de Houellebecq para darnos
cuenta del rechazo que produce el objeto desnudo, sin la vestidura de su
semblante. Como señala Máximo Recalcati en su obra Las tres estéticas de Lacan, un culto realístico de la Cosa.
El epígrafe que encabeza la novela: "El mundo está harto de mí y yo estoy harto de él", parece justificar
este comentario asentado sobre el error de la modernidad. Una fatiga que
proviene de esta versión prosaica, violenta e ignorante del sistema capitalista
que, con sus mecanismos reguladores
de lo humano, no hace sino precarizar la vida, borrando la palabra y cualquier
atisbo de espiritualidad en lo humano.
Si nos detenemos en la contemplación de la
perspectiva de Houellebecq, uno se pregunta cuáles son los lazos que unen a los
seres humanos en este sistema, cuál es la argamasa que cohesiona esta propuesta de modernidad. Una vez introducidos en el
movimiento vertiginoso y disperso de la novela, en el remolino de objetos y
marcas, de siglas que nombran a esos objetos y marcas, sin poder fijar la
mirada en ningún lugar concreto, nos apeamos de las trascendencias para apostar
por la banalidad de esos lazos sociales. Podemos pensar que Jed Martin sólo
consigue establecer una impecable relación con su calentador, mientras que
tiene auténticos problemas para constituir relaciones estables con los seres
humanos.
Desde estos presupuestos, sostengo que El mapa y el territorio se puede tomar
como una novela política, como una visión política de lo social. Porque
contrapone esa dialéctica permanente entre los mecanismos mercantiles y un sujeto
esencialmente desubicado y misántropo, a un reclamo que se le hace al sistema,
su falta de humanidad.
Es la contraposición entre “el mapa
y el territorio”. El mapa es ese lienzo de realismo cargado de ironía que
pinta un entramado social gozante y narcisista, signado por el frenesí
irrefrenable del capitalismo, por lo mercantil, por el funcionalismo, por la
producción incesante de objetos, por la oferta y la demanda, mientras que el
territorio –esto es muy importante— no sería ninguna realidad objetiva, no
sería ningún relieve Michelín que pueda objetivarse en la fotografía, no es
ningún objeto que pueda ser fijado en la fotografía, no es ninguna idea que
pueda ser pintada en un lienzo, todo eso son pantallas y lienzos de ilusión,
pues el territorio está constituido por los elementos afectivos del sujeto, y
por algo inexplorable y real, esos restos que el sistema no puede acotar.
Como decíamos anteriormente, la objetividad,
la Cosa, no es alcanzable por lo humano, es el resto insoportable que Jed no
puede captar, que no consigue domesticar, que no puede hacer entrar en ninguna
realidad. Es lo que se pone en juego cuando afronta el cuadro de Jeff Kons y
Damien Hirst, y no puede hacer otra cosa que destruirlo. Esta imposibilidad de
objetivación es el reclamo final de la novela, ese donde las fotografías
muestran el territorio del límite como caducidad de la vida. Es lo real, el
contrapunto trascendente que diluye toda la banalidad de lo incesante e
ilimitado de la maquinaria capitalista.
En este sentido, me parece bien escogido el
escenario del arte para visualizar la contraposición entre mapa y territorio.
Evoco a Gérard Wajcman en su análisis de Cuadrado
negro sobre fondo blanco de Malevich, análisis que lleva a cabo en su
ensayo El objeto del siglo. Siguiendo
sus hipótesis de manera muy general,
todos los cuadros –todos los mapas, diríamos nosotros— son una mostración, no
de la realidad, sino de la “estructura de
la ilusión”. “Todo espacio es una
ilusión pintada” y además, para lo humano, “la ilusión es irreductible”.
Para nosotros, “La verdad es eso”.
Lo cual consuena con el aforismo lacaniano de que “la verdad tiene estructura de ficción”.
Es decir, el capitalismo miente en su
objetividad. Nuestra realidad es un mapa, una ficción, sólo ahí podemos
orientarnos, pues el territorio, como decíamos anteriormente, es real, y por
tanto, inexplorable. La realidad que pinta y fotografía Jed Martin, así como la
realidad que denuncia Houellebecq en su novela, son ilusiones, ficciones, “un poco de pintura sobre una superficie”*, podemos decir, un poco de palabra,
jueguecitos intrascendentes, y hasta banales, realizados sobre telas opacas.
La primera conclusión es clara: el hombre
está separado de la naturaleza, por eso necesita, de forma irremediable, construir
ilusiones, mapas, ficciones, en definitiva, sistemas de vida, realidades en las
que poder vivir.
“El
hombre no formaba parte de la naturaleza, se había elevado por encima de ella”
(El mapa y el territorio. Michel
Houellebecq. Ed. Anagrama. Página 282)
La segunda conclusión es el carácter
contingente de este sistema capitalista, su carácter de ficción. Pero al ser
contingente, la caducidad que se le marca al ser humano, es una caducidad que
recae también sobre el capitalismo.
Me parece que la novela, mostrando la
realidad en su estructura de ficción, de ilusión, diluye el engaño de la
objetividad y de la aparente eternidad en que se sostiene el sistema
capitalista, lo cual deja abierta las puertas para otras posibilidades, para la
construcción de otros escenarios vitales en los que podamos organizar un
sistema de valores más acordes con nuestra naturaleza humana.
Esta sería la cuestión política que se deduce
de la novela.
Miguel Ángel Alonso
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