Empezamos
el año en Liter-a-tulia con la lectura de La Condena. A este relato nos
convocan sus dirigentes con la sana intención de que nos vayamos acostumbrando
a este lío Kafkiano del absurdo, de la no racionalidad, de no saber si el padre
es listo o tonto y también, quizá, para que aprendamos a conformarnos, porque no
puede hacerse nada de forma diferente a la que desea el padre, algo que, coincidentemente,
los dirigentes de nuestro país quieren inculcarnos a diario.
Ya lo
explicó en una ocasión el Sr. Rajoy, y yo me lo tomé muy en serio, cuando dijo
que aquí nos habíamos comprado todos demasiadas televisiones de plasma y hecho
demasiados viajes al Caribe. Y aunque entonces busqué por toda la casa y no
encontré ningún televisor de esos modernos, y aunque solo me desplazo en
autobús y al Caribe no llego, me dispongo hoy a comentar el texto encomendado
para que nadie pueda decir que no colaboro en la solución del problema.
Pero
volviendo al relato, creo que si un chico tiene un amigo, y si a pesar de todas
las tonterías de su novia no la manda a paseo y sigue queriendo escribirle una
carta, lo más sensato es que la escriba sin preguntar y sin buscar la garantizada
desaprobación del padre; porque, además, la explicación que le dará ese personaje
descaradamente manipulador, la explicación, digo, será tan estúpida, que dará
rabia oírla, o sea, indignación.
¿Es que
ese padre que ostenta el poder, que se finge en posesión de la verdad, que
tergiversa la historia para destruir al chico, cree que éste le obedecerá? Pues
sí, ese es el tema, que el hijo ha de obedecer, que el hijo quiere creer
ciegamente en el padre ya que su madre ha muerto, y quiere hacerle caso con verdadero
amor. Pero realmente hoy, con lo que vamos aprendiendo, no sé yo si alguien
puede tomarse en serio lo que ese padre le dice a Kafka. Yo no lo creo aunque
no hay nada mejor para desmontar cualquier discurso racional, para disimular
las propias faltas, que extender entre la gente la difusa sensación de una
culpa. Así es como el padre acusa al hijo de no haber amado bastante a la
madre, o quizá a la patria, porque pensándolo bien, España somos todos y al fin
de cuentas, como todos somos pecadores, todos pudimos haber degollado de una
cuchillada al bueno de Ramses.
Y es que
los Padres de la Patria son muy suyos y tienen sus rarezas como el dichoso
padre kafkiano que durante el presente relato da muestras evidentes de ser un
hombre perverso. Pero es curioso ver como aún llamándole mentiroso al hijo,
haciéndole creer que no tiene ese amigo y que lo que dice es falso, éste
reconoce la autoridad y la altura que lo aplastan simbólicamente, sin darse
cuenta de que el padre se finge enfermo para luego sorprenderlo y acabar poniéndose
a bailar. Esta es la ceremonia de la confusión llevada al extremo, para conseguir
que el hijo acabe sin saber quién es él realmente, y sin poder tener un sentido
claro de la realidad. Y por eso, antes de morir ahogado, el chico, tan duro
consigo mismo, reconoce que ama a sus padres. Buen hijo, sí señor, cumpliendo
con la ley de Dios, cómo debe ser, aunque el padre le estropee el domingo
primaveral y hasta quiera arruinarle su boda, su legítima felicidad,
despreciando y calumniando descaradamente a su novia.
Pero a
estas alturas del relato, es bueno saber que el padre de Kafka fue un judío
pobre que consiguió sacar adelante un negocio familiar con mucho esfuerzo. Las
teorías capitalistas se abrían paso en aquel momento histórico en que el
escritor hablaba alemán sin serlo, y vivía en Praga sin ser totalmente checo, porque
era judío y además, fervientemente religioso. El escritor murió de
tuberculosis, pero vivió en un ambiente acomodado recibiendo una refinada educación alemana. Y
fue allí, en el seno de su familia, donde elaboró la mayor identificación
negativa con su padre, justo lo que él no quería ser, pero que aún no
queriéndolo, este le confundía hasta el extremo de no poder apreciar su
asqueroso juego. No es casual que la obra literaria de Kafka esté llena de
reproches hacia ese padre que lo destruye a él y al cariño que le profesa.
Demasiada destrucción para un niño.
Aparte
de esto, yo quisiera saber qué tipo de mujer o madre se le murió a ese padre
arbitrario que sólo desea descolocar al hijo que trabaja y que saca adelante el
negocio familiar, al que acusa de desobediente. También quisiera saber por qué
se inventa otro hijo o personaje más digno, si este hijo es suficientemente
esforzado como siempre lo fue la clase
trabajadora. Porque ¿hay algo más digno que el trabajo y el esfuerzo personal
para mantener adecuadamente a la familia? No, no lo hay. Pero entonces ¿por qué
quiere el padre buscarse un “otro” de dudosa realidad, colmar de favoritismos al que se fue del país
con su esfuerzo, al que también usa para justificar sus métodos de trabajo?
Porque él, por su autoridad absoluta, no quiere ni permite discutir otra manera
de hacer las cosas. Da la casualidad, de que en este relato como en la vida, hay un otro como referencia, ese otro
en el que se ve la falta, la paja en el ojo, pero que el padre usa para
destruir al chico, haciéndoselo ver como hijo ideal, de quien confiesa ser amigo y gozar de su cariño. Así
pues, el hijo ha sido sustituido en el amor del padre.
Y ante
esa declaración de identificación con su viejo amigo, la pequeña fuerza de la
razón del chico, cede. El hijo trabajador y legítimo se siente abandonado, pero
sigue esforzándose en ayudar a ese padre caduco y senil porque cree cumplir con
su deber. Y porque dentro de ese universo paterno, sigue buscándole a su
existencia una solución idealizada.
Pero
¿realmente es así de inútil el atormentado hombre contemporáneo que el escritor
quiso hacernos ver?
Tal vez
sí, pues eso es posible, pero yo quisiera pensar que no, que al menos hoy, no,
porque ya casi nadie tolera la autoridad que condena a los hijos al silencio.
El
chico le grita al padre ¡comediante!, en un acto casi heroico, para después quedarse
totalmente destruido como persona. El chico se asusta de sí mismo, de su coraje
incontrolado y en cuanto acaba de pronunciar la fatídica palabra, se siente
culpable de haber intentado desenmascarar al padre. Eso sería dudar de él y eso
no puede ser. Efectivamente, son muchos años siendo hijo sumiso para atreverse
ahora.
Y ante tal
desacato, el culpable es él.
Luego el padre le llama inmaduro mientras le
recrimina querer tapar con mantas piadosas su manera de defender el patrimonio
familiar. Es curioso como el incipiente capitalismo y el mundo de los negocios,
inciden en la relación familiar. Finalmente le llamará hombre diabólico, y lo
condena a morir ahogado. Y estas estúpidas frases, son para el hijo una sentencia en firme. Luego el
padre desaparece de la escena.
No es
fácil para nosotros seguir ese discurso incoherente del padre que por obra de
no sé qué suerte acaba haciendo claudicar al chico. Él piensa ahora en su amigo
lejano que ya le parece ser el hombre adecuado, el más eficaz, mejor que el
mismo padre. Entonces desea su vuelta y
espera con ilusión al hombre que se imagina cargado de honrado sentido común. Por
un momento y por obra y gracia del padre, el “otro” ya es válido para él, ha cambiado de perfil y
ya le puede servir, en tanto que él, que ni puede ni sabe buscar otra
alternativa, ya no tiene para sí forma alguna.
Pero
¿es que no hay otra persona real y más útil a quien escribir pidiendo
ayuda?
Pues no
lo sé, pero lo que ocurre es que de tanto esperar, ese hombre tan deseado se va
pareciendo al hombre que nunca existió. Y ese, el hombre al que aún no se le
ve, será el futuro padre, si es que el chico lo busca, lo llama, consigue
hacerse oír y logra atraerlo a su causa.
Mientras
tanto, el padre manipulador, sigue presumiendo de su poder absoluto, de su
influencia con la madre y con el amigo. También presume de haberse ganado a la
clientela que sostiene el negocio, a la que tiene en el bolsillo, de tal forma
que aunque el chico se ríe de sus múltiples bolsillos, ya no sabe si el padre tiene
razón o no, porque ha destruido totalmente su amor edípico y ha sido expulsado
del universo paterno. Por eso acaba derrotado. De ahora en adelante, el chico actuará
como si fuese el único culpable y merecedor de castigo, pues él obró mal,
frente al hijo deseado que obró bien.
Como
consecuencia de no tener ya entidad propia, acepta la condena del padre, como
inapelable y se deja caer y llevar por la corriente de las aguas que ya están
alcanzando la altura máxima dentro de su tragedia personal.
Y la
barandilla rompe por el sitio más débil.
El chico
paga la culpa con su cuerpo y con su vida. El tráfico se encargará de apagar el
ruido que haga al caer, como si el chico, cuidadoso de no molestar, fuese un
pobre desahuciado sin derechos. Hemos de decir, aclarando la historia, que tal
muerte, no supuso prácticamente cambio alguno en la inconfesable conducta del padre.
Así,
como en este relato, así es la obra del autor y su historia: un gran laberinto
delirante sin cordura alguna, en donde el hombre se pierde sin remedio y en
donde la muerte es la liberación.
Siempre pensé que Kafka era una persona muy rara
aunque muy inteligente, pero, sinceramente, a pesar de los ríos de tinta que ha
hecho correr, a pesar de haber explorado los más recónditos pliegues del alma
humana, el padre que nos muestra en este relato, no me gusta absolutamente nada.
Mª José Martínez
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