El llanto de un niño abandonado en medio de la sabana convoca la epifanía del hambre. Las víboras, emperatrices del suelo, los guepardos, califas en mitad del aire y la tierra, los buitres, obispos de la carroña, encaminan sus dentaduras al niño dios que les brinda la oportunidad de saciarse. Antes de atacarlo se arrodillan para adorar la intemperie absoluta de la víctima. Seguros del banquete deciden darse un respiro. Llamaradas de éxtasis devotos descienden sobre sus cabezas. Prisioneros en el instante del deleite crean espacios para discutir y argumentar las teologías del depredador. Pero a la llamada del llanto del niño también acude el león. Él ocupa la cúspide de la pirámide porque trasciende su fiereza en juegos que puede compartir consigo mismo o con su pandilla. Él logra transformar el apetito de la carne en lúdico divertimento porque también corona la cumbre de los frisos y nadie se atreve a disputarle la presa. Es suyo el abandonado y puede hacer con él lo que quiera. Pero he aquí que el niño siente reflejados sus ojos ambarinos en los rayos de la frente del león y que el león descubre su cabellera rubia en la sonrisa dorada del niño. Incluso podríamos decir que todo el esplendor amarillo de las espigas de la sabana alcanza un eco en esta escena de reconocimiento. Así el niño es adoptado, gracias al encanto de su sonrisa, por una familia de leones y halla en el rey león un preceptor que dialoga con él todos los atardeceres. Largas conversaciones vesperales durante más de dos años crean vínculos. Un día el niño desatiende en su sonrisa al felino leonado. Quizás porque se siente seguro desvía su sus ojos hacia una cigüeña que emigra hacia el norte. Al rey león, al mismo tiempo, se le debilita su benevolencia y de súbito le arranca al niño un brazo de un zarpazo. Arrepentido, al darse cuenta de lo que ha hecho, le lame el muñón hasta curárselo. El niño no entiende nada, una y otra vez se pregunta a sí mismo por qué le han comido el brazo, hasta que advierte en que dejó de mirar y sonreír, distraído por la migración de la cigüeña, en el momento del ataque. Su vida depende de que sonría al depredador. Herido y postrado en mitad del llano le es difícil, mas como es un niño termina olvidándose del vacío de su miembro y sonriéndole de nuevo. Al poco tiempo reanudan sus conversaciones animados por la fascinación de sus miradas, hasta que, nuevamente, sin aviso previo y sin ninguna cigüeña que escriba signos en el cielo que distraigan la mirada del niño, le arranca el otro brazo. El niño esta vez tarda más en olvidar que le han quitado el brazo que le quedaba. Pero como sabemos ya, él es un niño y los niños son fuertes en el olvido. Así que vuelven a hablarse el uno al otro alentados por la belleza que proyectan el uno sobre el otro, hasta que un buen día, el león le arranca primero una pierna y después la otra.
Fermín Higuera
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