El relato me parece
un prodigio de inteligencia, pero también de habilidad técnica, una genialidad
de un escritor excepcional sustentado por un potente pensamiento. Se asemeja a
esos cuadros del Romanticismo, Friedrich, Turner, en los que, de pronto, un
hombre mínimo contempla la inmensidad natural que lo rodea, o sus grandes obras
derruidas por el paso del tiempo, o un naufragio, inmensidades ellas que diluyen
la importancia de sus pensamientos, de sus grandiosas construcciones, un hombre
que pierde su posición antropocéntrica para a instalarse en una confrontación desigual
con la naturaleza. Lo mismo ocurre con Alvan, nuestro protagonista, contemplando
su propio naufragio, o la caída de esa ficción que él sostiene como ideal, como
gran construcción moral, y todo por la inmensidad de un enigma insoportable, el deseo de La mujer. Lo que ocurre es que Alvan no tiene la audacia de
muchos hombres románticos. Más bien, su nostalgia le impide, durante casi toda la
obra, dar un paso adelante que lo adentre en esos espacios desconocidos en los
que el deseo se escribe en una irremediable página blanca, siempre incierta, pero
apasionante. Quizá después de marcharse consiga escribir una verdadera vida, pero
no lo sabemos.
Lo que se me reveló
al poco de introducirme en la lectura de este relato, fue la importancia
simbólica, metafórica, de la descripción primera, la llegada del tren a la
estación después de surgir, no de un túnel, sino de un “oscuro agujero”, y la
salida en rebaño de todos los pasajeros –masculinos en su mayoría— vestidos con
el mismo uniforme, y esa mujer, dirigiéndose al tren, abriéndose paso en contra
de la marea arrasadora que formaban los pasajeros masculinos. Es toda una
metáfora de lo que, posteriormente, se desarrollará como historia en el relato
de Conrad. También adquiere importancia simbólica, sobre todo retroactivamente,
algún elemento que va jalonando, como adorno, el relato. Es el caso, por
ejemplo, de esa estatua de mármol situada en la escalera de la morada familiar.
La entrada del tren
en la estación nos introduce en varios escenarios. Primero, trae a colación ese
negro agujero del que vemos surgir al tren. Enfática negritud que, seguida de
todo ese rebaño de hombres uniformados, sugiere un agujero más estructural, ese
vacío estructural que signa a todos los humanos, vacío que actúa como resorte
de nuestro deseo pero, también, de nuestras ficciones, por ejemplo, esa ficción
moral de la que trata nuestro relato de hoy, ficción que, por otra parte, es construida
por los hombres para velar ese agujero del que todos, inexorablemente, surgimos
y que las mujeres encarnan, de forma paradigmática, como enigma del deseo. Si Alvan
encarna imaginariamente la ficción moral, “ella”, la mujer de Alvan, que no
tiene nombre, encarna el agujero, el enigma del deseo.
En segundo lugar, y
ante este panorama, el autor monta toda una estrategia, como diría nuestro
querido y añorado Alberto Estévez. En la confrontación imaginaria entre un “un”
hombre y “una” mujer, lo que hace, en realidad, es confrontar dos estructuras,
la masculina y la femenina, lo cuantificable y lo que no entra en la
cuantificación, lo limitado y lo que no entra en los límites, lo cual puede
leerse también como confrontación entre una moral muy concreta usada como marco
y límite para la convivencia, y lo que escapa a ese marco, a ese límite moral, a
saber, el enigma del deseo de La mujer, en tanto no toda ella entra en el
control de la moral. “Qué fecundo resulta
el enigma de lo femenino”, decía Alberto. Pues sí. Como para que alguien como
Conrad pueda escribir relatos tan potentes y extraordinarios como El regreso.
Lo masculino,
representado imaginariamente por Alvan, sostiene una ficción legal, una moral
de clase fundada en el pensamiento burgués, para que nada escape al control,
para que todo esté atado y bien atado, para que ningún deseo, emoción o
sentimiento pueda perturbar la tranquilidad de unas relaciones humanas
acomodadas. Por otro lado, una mujer sin nombre, simplemente “ella”, para
abarcar así a La Mujer con mayúsculas, –el hombre sí tiene nombre, Alvan—
“ella”, representada imaginariamente por un sujeto de carne y hueso, ante Alvan,
parece una alegoría del enigma del deseo femenino, de ese agujero negro
irrepresentable. Lo digo por la enorme cantidad de energía que tiene que
emplear Alvan para luchar contra algo que para él es una abstracción
irrepresentable, superior a él, un enigma que se le revela en ese ser femenino
y que no puede ser captado ni aceptado por su ficción moral. Porque claro, no
vamos a pensar que esa moral es revelación divina. No. Esa moral burguesa e ideal
es una ficción creada por el hombre para dar lugar a un espacio de convivencia
determinado. Pero ni la comodidad que esa ficción ofrece, ni sus bienes, ni la
reputación y posición social que otorga, nada de esas materialidades pueden apoderarse
del enigma que “ella” pone en escena.
¿Qué son los
pasajeros saliendo del tren más que un trasunto metafórico de esa moral
universal con la que Alvan quisiera obturar la emergencia del deseo particular
y singular de cada uno y, sobre todo, del deseo enigmático de la mujer? ¿Qué es
esa mujer abriéndose paso a contracorriente del rebaño, sino “ella”, en el
relato, una alegoría de ese enigma de lo femenino, siempre visto como amenaza
para cualquier moral convencional?
De ahí que estemos
ante un escenario profundamente ético. En esta línea, y dada la moral que
circula por todo el relato, me parece muy pertinente traer a colación esa
diferenciación que aparece en algunas vertientes de la filosofía y, de manera
muy sólida, en el campo del psicoanálisis, a saber, la diferenciación entre
moral y ética. Si se puede hablar de una moral universal como ideal, como
ficción humana que intenta establecer un espacio de convivencia normativo
basado en lo que está bien y en lo que está mal, no podemos hablar igualmente de
una ética universal, pues en la cuestión ética estaría implicado el deseo. Y la
relación con el deseo es, siempre, una cuestión particular. Una moral que no
tiene en cuenta el deseo no es ética, es simplemente una estética de mármol,
hierática, helada, inmóvil, como esa estatua que, inerte, adorna la escalera.
En una moral de ese tipo, Alvan pretende ser el amo absoluto de la situación, pretende
que la mujer no hable, no piense, no tenga afectos, que sea, simplemente, una estatua
hermosa de mármol. Cualquier movimiento vital resulta peligroso.
Podemos
preguntarnos, entonces, si se trata del deseo particular de cada uno, ¿cómo
construir una relación estable entre hombre y mujer? Por supuesto, asumiendo
una posición ética. Si nos movemos en el campo del amor, o de la vida en común,
que pareciera ser el que sugiere el relato, podríamos pensar que Alvan quiere
saberlo todo, tenerlo atado y bien atado, para lo cual dispone, de antemano, de
una moral. Pero tenerlo todo atado y bien atado, ¿es un escenario seguro? En
absoluto, ya estamos viendo que no. En una vida en común, necesariamente, la
confianza en el otro ha de aceptar lo que no se puede decir.
Alvan parece confundido
al final del cuento, pero sabe. Sólo piensa en un don. Y está bien que lo haga,
porque de eso se trata. Él acabó comprendiendo. ¿Ella no lo tiene? Alvan nos dice que no, pero
sabe que sí, que ella representa paradigmáticamente ese don. La confusión de
Alvan consiste en que para él un don sólo podía ser material. Él ve la verdad,
sin duda, pero al esperar encontrar allí un don material, del cual “ella” iba a
ser portadora, lo que encuentra es un agujero. Esa es, en realidad, la
verdadera materialidad. Sabemos que comprende porque se marcha. Y nunca
regresará, quizá como tantos y tantos hombres que vieron el agujero y prefieren
vivir enfundados en el sobretodo de la moral y alejados del deseo, o quizá sea capaz
de escribir un escenario nuevo en el que ponga en juego lo que aprendió, que en
toda relación hay un vacío, algo que no se puede decir, un enigma inexorable que
hay que poder soportar. Y quizá, entonces, pueda amar. Pero no lo sabemos.
Miguel
Alonso
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