El regreso. Qué
palabras tan sencillas y a la vez tan bien elegidas para dar título a esta
obra, escrita por un grande entre los grandes de la literatura moderna. Conrad
no solo ha conquistado un lugar eminente, sino que entre otras apasionantes circunstancias
de su vida vale la pena mencionar que logró encontrar una extraordinaria fuerza
expresiva en una lengua que no era la suya, puesto que había nacido en Polonia,
y fue en la juventud cuando adoptó el inglés, convirtiéndose en uno de los más reconocidos
estilistas de ese idioma.
A lo largo de este relato iremos viendo cómo el término “regreso” se despliega
en una variedad de sentidos que se multiplican como esa imagen tan poderosa del
juego de espejos que en cierto momento de a trama el autor va a introducir,
para sumergirnos aún más en esa atmósfera de angustia que alcanza los límites
de la desesperación. Creo que una de las virtudes más asombrosas de este cuento
reside en que Conrad es capaz de acercarnos peligrosamente a lo trágico que, de
manera latente, habita en lo cotidiano y lo anodino. Aquí no estamos en el
mundo trágico de Shakespeare, no hay guerras, ni parricidios, ni matanzas ni
suicidios. No sucede nada extraordinario. Sin embargo, la maestría de Conrad
consiste en mostrar que lo trágico no necesita de lo espectacular, sino que
podemos hallarlo con solo rascar un poco la delgada superficie de las
apariencias. Por otra parte, el autor ha elegido un tema eterno para traducir
la profunda y mezquina miseria de la que estamos hechos: el tema de la relación
entre un hombre y una mujer, que como ustedes ya bien saben, es uno de los
mejores argumentos que el psicoanálisis tiene para sostener que algunos
agujeros pueden tener sus remiendos, pero que no por ello desaparecen como
agujeros.
La historia comienza con un regreso. Alvan Hervey desciende del tren que lo
devuelve a su casa tras una jornada de trabajo. El autor se detiene ex profeso
para describir la escena. Le interesa destacar, fundamentalmente, esa multitud
de soledades que se dispersan, como si huyesen de algo sospechoso o escondido,
algo como la verdad o la pestilencia. Verdad y pestilencia son dos palabras que
en cierto modo vertebran la trama. Nuestro protagonista ha escapado siempre de
la verdad como de la peste, y está aún muy lejos de imaginar que va a tropezar
con ella en la sagrada y firme intimidad de su hogar. Hay un detalle que tal
vez pueda parecer un mero recurso destinado a recrear la imagen de la estación,
pero que en cambio considero digno de mencionar. En el medio de esa multitud
indiferenciada e indiferente, destaca la figura de un anciano que se para un
momento, presa de un ataque de tos, y al que nadie presta atención. Esa
presencia frágil e ignorada es el contrapunto de Alvan, que es joven, destacado
objeto de la mirada, fuerte, exitoso, ganador. Alvan se dirige a su casa, su
casa que es el fiel reflejo del mundo tal como él lo concibe y que Conrad
resume con preciosas y mordaces palabras: “era una esfera sumamente
encantadora, la morada de todas las virtudes, donde nada sucede y donde todos
los gozos y las penas son prudentemente atenuados como placeres y molestias. En
perfecta armonía con ese espíritu, Alvan ha elegido a una mujer con la que
construye una relación que satisface plenamente sus necesidades de orden, normalidad
y virtud, que pueda servir a todos los fines prácticos que se requieren para
cumplir con esos principios, y cuya máxima intimidad no es presentada en una
frase de una sórdida crudeza: “dos animales que se alimentan del mismo pesebre,
bajo el mismo techo de un lujoso establo”. Este es uno de los tantos ejemplos
de cómo procede Conrad: él mismo, con pocas palabras, convierte el lenguaje en
un estilete con el que perfora su propia poesía, haciendo sangrar la superficie
de la belleza.
Ese hombre sobresaliente, y esa mujer hecha para completar el diseño perfecto
de un cuadro perfecto, son en verdad tan cercano el uno al otro como dos mulos
o dos vacas que se arriman para saciar su apetito. En cambio en el escenario
público son dos hábiles y gráciles patinadores que se deslizan por la
superficie de la vida, trazando figuras que suscitan la admiración de los
otros. Mientras tanto, ambos ignoran la corriente secreta que fluye viva bajo
la capa de hielo. Este juego de oposiciones entre lo congelado y lo abrasador,
la luz y la oscuridad, lo vivo y lo muerto, la realidad y lo real, atraviesa
todo el relato. Tan solo un ejemplo de ello es la estatua de mármol de una
mujer que sostiene una luz con su brazo alzado. Esa mujer de mármol, referente
que Conrad menciona varias veces y no por casualidad, es el ideal femenino de
Alvan: la mujer muerta, inmóvil, funcional, y que aporta esplendor y valor
estético. La mujer que está siempre en el lugar donde se la espera.
Por fin, vemos a Harvey alcanzar la meta a la que ansiaba regresar: su
dormitorio. Conrad es minucioso en su explicación de los espacios. Se recrea en
las estancias de esa casa que simboliza el reino del protagonista, y en
especial el dormitorio, el núcleo sagrado de su intimidad, su secreto refugio,
ese dormitorio donde va a descubrir la carta que abre un precipicio a sus pies.
Ese cuarto donde mediante un ingenioso ardid dramático el autor hará surgir
algo que desequilibra la anhelada y bendita soledad de Harvey: la multitud
fantasmal y muda de los espejos, el tribunal, el jurado, los dobles imaginarios
multiplicados al infinito que lo imitan y lo observan en silencio. La multitud
indiferente y lejana de la estación, se ha introducido en la intimidad de su
dormitorio para presenciar su caída.
El mero descubrimiento del sobre, incluso antes de conocer su contenido,
desencadena en él la intuición de la catástrofe. Ese minúsculo signo que ha
alterado la rutinaria y confortable inmovilidad de su vida basta para provocar
una conmoción tal que lo hace experimentar “de pronto, el lacerante sentimiento
de inseguridad, la absurda y rara impresión de que la casa se ha movido un poco
bajo sus pies”. Una vez abierta la carta, su primera reacción consiste en
correr hacia la ventana y asomar la cabeza para combatir el ahogo con una
bocanada de aire fresco. Para su sorpresa, lo que sucede lo desconcierta aún
más: el mundo emerge súbitamente del fondo de la noche, y el murmullo “de algo
inmenso y vivo” penetra en sus oídos. La carta lo enfrenta a un horror que
desconocía: lo vivo de la existencia, esa vida martirizada y mortificada por el
orden, la virtud, la contención, la razón, la normalidad, las reglas, las
convenciones, y toda esa compleja maquinaria de tortura que el psicoanálisis
identifica con un solo término: el superyó. Es impactante el modo en que Conrad
nos transmite el horror de Alvan ante sus propias palabras, unas palabras que a
duras penas consigue balbucear y que al oírlas escapar de su boca lo llenan de
espanto: “Ella se ha ido”. Las palabras son más poderosas que los hechos.
Poseen la siniestra facultad de invocar los poderes del Destino, incluso más
que las propias acciones.
Harvey se confronta a un acontecimiento que profana su cuerpo. Se siente de
pronto enfermo, porque por primera vez ha sido tocado en la carne sensible de
la vida, y la vida -escribe el autor- se le antoja intolerable. ¿Qué es aquello
de la vida que ha desarbolado la seguridad en la que Alvan Harvey permanecía
guarecido? Con su afinado arte, Conrad comienza a desplegarnos la respuesta: es
la mujer. “¿Cómo puede ser que su esposa -¡su esposa!- desprecie el respeto, la
comodidad, la paz, la decencia, una posición, todo por nada?”. El abismo no es
cualquiera. Es el abismo del deseo, y nadie mejor que la mujer para mostrarnos
la magnética afinidad entre el deseo y la nada. Es entonces cuando el relámpago
de un pensamiento atraviesa a nuestro hombre. La había visto siempre a ella
como una chica de buena crianza, una esposa, una persona culta, señora de su
hogar, una dama. “Pero jamás se le ocurrió imaginarla simplemente como una
mujer”.
En una cascada de ideas tormentosas, Conrad nos hace recorrer con pasmosa
velocidad pero impecable rigor el proceso mental de Harvey, que acaba en la
idea que se impone como el estallido de un trueno. “¡Si acaso ella hubiese
muerto!”. Es decir, mejor muerta que mujer, antes estatua de mármol que carne
palpitante, deseosa de algo que él no puede concebir, él que había creído
encontrar la fórmula de la felicidad en una sobria medida: ni demasiado amor,
ni demasiado arrepentimiento. Esa mujer, en un instante, ha echado por tierra
todo aquello que él se ha esforzado en preservar. Alan comienza a comprender
que ha sucedido algo terrible, algo que no se acaba en el hecho de que su mujer
se ha marchado. Como la fractura creada por una falla geológica, esa partida ha
producido en él una conmoción que toca el núcleo mismo de su existencia,
amenazada con disolverse. Ella ha sucumbido a la pasión, esa fuerza
innombrable, “esa infamia imperdonable y secreta de nuestros corazones”, eso
que debe mantenerse a raya porque es un atentado al orden, la medida, el
sentido común, la decencia, lo conveniente. El misterioso e insospechado deseo
de ella ha puesto en cuestión el equilibrio del universo, de su universo, el de
Alvan, lo ha desarreglado para siempre. Los otros, ese ejército incontable de
reproducciones de su propia imagen, lo miran, lo reducen a la pequeñez de una
cosa miserable e impotente. Esa violenta sensación de ser objeto de una mirada
sin palabras, obra al mismo tiempo un efecto paradójico. Es la angustia y la
humillación, la ira y la perplejidad, pero también algo que comienza a nacer en
su interior, un dolor que lo humaniza, lo arroja al desamparado originario del
que todos provenimos. “Estaba de pie, solo, desnudo y asustado, como el primer
hombre en el primer día del mal”.
Es imperioso que
haga algo. ¿Quién puede soportar semejante dosis de verdad de una sola vez? La
vida solo se tolera cultivando una buena cosecha de mentiras con el sudor de la
frente. Como primera medida, es preciso hacer recuento de las pérdidas, como de
las bajas tras una batalla. La contabilidad siempre es uno de los recursos
favoritos del hombre, que intenta por todos los medios establecer una cifra al
menos aproximada de lo que en el deseo femenino se manifiesta como un exceso
incalculable. Pero ella regresa. Con toda la intención, Conrad desequilibra el
perfil de los personajes. De ella no sabemos casi nada, o muy poco. No sabemos
su nombre. No sabemos por qué se ha marchado, ni por qué ha vuelto. Pero
sabemos que ya no es la misma. Para Alvan, la que ha vuelto es Otra, y si en
Otra se había convertido al marcharse, es Otra al volver, porque su regreso,
lejos de suponer la promesa de una reparación, no hace más que duplicar el
horror de lo no sabido: no saber la causa de su partida, no saber la causa de
su retorno. Al verla, tiene la impresión de retornar él también de un viaje a
una región remota y desconocida, la región donde los corazones habitan sin
velo.
Otra vez la mirada.
La mirada de ella, insoportable, indescifrable. Su regreso es tan escalofriante
como la carta en la que anunciaba su despedida. Él querrá una explicación, pero
al mismo tiempo le horroriza conocerla. “Tenía miedo de que ella dijese
demasiado”. Él, que ha preferido siempre el silencio de la palabras inocuas y
conocidas, las que no dicen nada. Y por segunda vez leemos la frase que Conrad
nos impone como un axioma más pesado que el plomo: “Las palabras son más
terribles que los hechos”, una frase que bien podría haber sido escrita por
Sigmund Freud.
Esta segunda parte, la que se inicia a partir de que ambos vuelven a estar uno
frente al otro, en la intimidad del dormitorio, es una sucesión de fragmentos
temblorosos, un intercambio de pocas palabras en dos planos que no se cruzan.
Él reclama desesperadamente el sentido, y procura revolver en las ruinas de su
edificio buscando las pruebas -mezquinas, previsibles, vulgares- de la
infidelidad y los celos. Ella, en cambio, no dice casi nada. Sabe que es inútil
hablar, que todo lo que diga será para él una lengua desconocida e
incomprensible. Además, ella ha fracasado. Vuelve siendo Otra para él,
pero no para sí misma.
“No hay nada que saber”, es lo que ella responde.
“Esa carta es el principio y el final”.
“¿Qué es lo que he hecho?”, pregunta él con desgarro.
“Nada”.
Y en esa
nada que a él le resuena como un disparo en el cráneo, se escucha la ambigüedad
de la “nada” como inocencia, y la “nada” como necedad.
“Después de todo,
te amaba”, admite él. Después de todo.
“No lo sabía”,
susurra ella.
“¿Y por qué crees
que me casé contigo?”
“Para hacer lo de
siempre: complacerte a ti mismo”, dice ella, pero remata su respuesta con una
observación demoledora.
Ella asume su incapacidad para amarlo, pero sabe que si
lo hubiese amado de verdad, con esa desmesura del amor a la que una mujer puede
entregarse, entonces probablemente él no se habría casado con ella, no se
habría atrevido a semejante riesgo. En el tono quebrado de la voz de Alvan ella
logra percibir aquello en cuya búsqueda se había marchado. “En la tragedia de
su vida, Alvan Harvey había olvidado por completo la mera existencia de ella”.
Pero él no está dispuesto a rendirse, e intenta la batalla suprema, la
improvisada prosopopeya -un monólogo literariamente prodigioso- donde echa el
resto para convertirse en el sacerdote de una ceremonia destinada a invocar las
fuerzas de la razón, los principios, todo aquello a lo que debemos renunciar
para garantizar que el mundo recobre la armonía del dulce sepulcro. Incluso
está dispuesto a perdonar paternalmente el descabellado acto que ella ha
cometido. No obstante, en el fondo está perdido, derrotado. Nunca jamás podrá
volver a correrse el velo, nunca jamás dejará de sentir el aguijón de la duda,
de la sospecha, de la evidencia de toda falta de garantía.
“¿Qué pensaba
ella?… ¿Qué pensó durante todos estos años? ¿Qué pensó ayer, hoy, qué pensará
mañana? Tenía que averiguarlo. ¿Pero cómo podría llegar a saberlo? Ya nunca
volvería a saber lo que ella quería decir, lo que ella significaba. Eso sería
para siempre imposible”
“Esa mujer lo había aceptado, lo había abandonado, y había regresado con él. Y
de todo esto, él jamás podría conocer la verdad”.
Entonces esta vez
fue él quien decidió marcharse, y ya nunca retornó.
Gustavo
Dessal
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