Ante la obviedad que
supone decir que con El elefante y Fiebre estamos ante dos relatos
realistas, y dadas las connotaciones que ese término suele arrastrar, quiero
comenzar con una introducción aclaratoria de mi posición sobre el realismo. Como
ya planteé en la tertulia que hicimos sobre La
hoguera, de Jack London, siempre me produce un choque el término
“realismo”, porque en muchos casos, desde la crítica, con ese significante se
nos quiere imponer un objetivismo, un naturalismo y un empirismo desnudos,
separados de todo contenido ideológico, político, moral, etc., o se le articula
únicamente del lado consciente de lo humano. Verdaderamente, me resulta imposible encontrar tal cosa, ni en Carver, ni
en ningún otro relato de los llamados realistas. Supongo que debe de resultar
difícil, si no imposible, afrontar la aridez de una lectura desde esas
premisas. Porque todo relato, incluso los realistas –y los de Carver son una
buena muestra de ello—lleva implícita una lectura entre líneas, una lectura que
nos lleva más allá de lo dice, e implica un lector adscrito a algún contenido
ideológico, ético, moral, social, político o religioso. Sin estas
circunstancias, cualquier relato realista, sin duda, sería una cosa muerta. Es
decir, si todo relato dice más de lo que quiere decir, los relatos realistas no
serán una excepción. ¿Qué late, entonces, detrás del realismo? ¿No se moviliza
ningún resorte a partir de las realidades que padecen los sujetos? O, dándole
la vuelta a la pregunta, esas realidades, ¿no son propiciadas por algún resorte
desconocido por la conciencia del protagonista? ¿Hay alguna relación ineludible
entre la realidad objetiva y la realidad psíquica?
Desde
estas prevenciones, desde estas premisas y preguntas, podemos plantear, al
menos, un punto de partida, y es que los relatos de Carver, El elefante y Fiebre, nos sitúan ante el efecto que, en cada uno de nosotros, como
lectores, produce un hecho real, un corte real, una herida real, la que
sobreviene en cada relato y que, sin duda, puede presentársenos a cada uno en
cualquier momento. Un realismo, por tanto, que moviliza aquellas singularidades
con las que cada lector recibe esa herida real que se nos plantea, sea el
abandono que sufre el protagonista de Fiebre
por parte de su mujer, sea la demanda sin límites que soporta, de forma
resignada, el protagonista de El elefante
por parte de sus familiares.
Estamos,
entonces, ante la paradoja de que el relato realista nos lleva, desde una
supuesta objetividad, hacia lo más singular de cada lector, de cada sujeto, de
cada protagonista. No hacia una interpretación clara, canónica, universal, guiada
por múltiples adjetivaciones o consideraciones previas realizadas por el
narrador, sino hacia una interpretación particular de cada lector, una
interpretación que deviene de nuestras preguntas particulares, de nuestros propios
afectos, de nuestras propias ideas, de nuestra propia moral, etc., algo muy
alejado de la naturalidad objetiva que se plantea desde muchos lugares de la
crítica literaria. Insisto, si todos los sujetos de los cuentos de Carver están
signados por conflictos parcos en adjetivaciones y en consideraciones previas, se
trataría de ver, al menos, lo que ese real conflictivo moviliza en cada lector.
El
elefante
Respecto a este relato de Carver, pienso que,
ante la demanda infinita de los familiares, nos muestra el conflicto real del
protagonista consigo mismo en dos ámbitos, uno meridianamente claro, exterior y
consciente, referido a esa demanda, y otro interior, inconsciente, menos claro,
pero más determinante.
En el conflicto
exterior, consciente, es evidente que el protagonista se debate entre ayudar o
no ayudar a sus familiares. En este marco se desarrolla el realismo del relato.
Pero si la cosa se jugase únicamente en ese escenario, la resolución sería
sencilla. Un “no” bastaría para acabar con la esclavitud a la que lo someten
cuando, además, como bien especifica el relato en su comienzo, “era un error”
prestarle ese dinero a su hermano. El problema es por qué no puede decir ese no
cuando, además, llega a pasar dificultades vitales, hasta pasar hambre o tener
que renunciar a sus hábitos comunes. Todos comprendemos que algo traspasa los
límites razonables, o lo que es lo mismo, algo mortífero funciona contra los
intereses de nuestro protagonista.
Podemos
preguntarnos, ¿qué hace que un sujeto se someta de tal manera a una demanda que
lo esclaviza? La respuesta nos llevaría al segundo plano, interior, donde intuimos
el funcionamiento de una instancia, de una función crítica, de un mandato ineludible
para nuestro protagonista, intuimos el funcionamiento de unas exigencias y
prohibiciones provenientes de lo parental, pues su comportamiento asume un deber
inexorable respecto a lo familiar que lo lleva a renunciar a su propia satisfacción.
El protagonista sin nombre, para incluir así a todos los hombres, se critica a
sí mismo, se menosprecia, se dirige reproches, lo cual sólo es posible si
existe una especie de conciencia moral, una ley encarnada, no escrita, difícil
de eludir, una ley rigurosa, severa e insensata que impone la mortificación
propia. Podríamos pensar que la renuncia y la privación de su satisfacción
constituyen la prueba de pertenencia a ese entramado familiar. Dice Gustavo
Dessal en su curso sobre el superyó:
“Superyó es el nombre que en psicoanálisis
recibe esta especie de relación de obediencia y, al mismo tiempo, de fractura,
de ruptura, de escisión, de división que existe entre el Sujeto y la ley”.
Una de las características más evidentes de esta
ley es que nunca alcanza un límite para su satisfacción, exige continuamente,
lo que pide nunca es suficiente. En esto, el personaje de El Elefante parece padecer la misma ley insensata que tan
profusamente vemos actuar en los cuentos de Kafka.
Hay ciertos
episodios que nos llevan a deducir la existencia de un campo abonado para el
funcionamiento de esa fuerza mortífera que exige el propio sacrificio. Uno de
ellos es el de los sueños que narra hacia el final del relato. Por un lado el
episodio de violencia con su hijo, fundado en un acontecimiento real, como bien
dice el protagonista. Otro corresponde con esa velocidad desmesurada del coche
y el goce que experimenta, un goce que los hace volar, no sabemos si
literalmente o como metáfora. Son dos episodios que nos hace pensar en algo
desatado, en algo desmesurado que funciona en el interior de nuestro
protagonista. Ante estos episodios, esa instancia moral que acabamos de poner
en escena vendría a ser, por un lado, un dique que enmarca la acción, pero, por
otro lado, acentúa la vertiente mortífera que abisma al sujeto de nuestro
relato. Esa sería su propia división.
Fiebre
En este relato, el
acontecimiento real, la herida abierta, es el abandono. A partir de ahí
asistimos a todo un recorrido que nos lleva desde la rumiación mental del
protagonista, hasta una auténtica conclusión en la que el ser de Carlyle es
tocado. Pero para llegar a ello el relato enseña todo un catálogo de productos
desechables. Rompe con ciertas convenciones y delirios humanos, con tópicos
comunicacionales, con el afán de felicidad como meta, ironizando sobre los
libros de autoayuda, sobre los positivismos, y ridiculizando ciertos “sosiegos”
del deseo para, finalmente, y como contraste, abrir un escenario superior que
muestra el auténtico cambio, el de Carlyle, posibilitado por la posición de
buena autoridad de la Señora Webster fundada, paradójicamente, en la escucha
desde el silencio.
En el interior del proceso
de trasformación de Carlyle desde el abandono hasta sentir que algo se acabó de
forma definitiva, el relato muestra una contraposición muy evidente entre las proposiciones
comunicativas encarnadas por Eileen, y una posición de amor sustentada por la
Señora Webster. Antes del encuentro con ella, Carlyle sólo podía rumiar el
abandono y soportar las palabras vacías de su mujer. La conversación final,
como una especie de catarsis propiciada por la escucha y el silencio de la
Señora Webster, propicia la conclusión, el cambio en su ser, como sensación
expresada de forma explícita, “de que
algo ha terminado”. Un paso fundamental, como una sensación de dejar algo atrás.
Estamos en un escenario de lenguaje –pues el silencio es un escenario de
lenguaje— alejado de todo convencionalismo comunicativo, y propiciando la posibilidad
de concluir.
“... sintió que algo había terminado...
Comprendió que todo había concluido y se sintió capaz de olvidarla”
Por tanto, contraste
entre la conversación con su mujer y la conversación con la Señora Webster. Por
mucho que Eileen hable de comunicación, sus palabras no pueden tocar el ser de
Carlyle. Eileen ofrece la sensación de una palabra vacía y de convencionalismos
estúpidos, como muro insalvable para posibilitar un auténtico cambio. Por otro
lado tenemos la conversación con la Señora Webster produciendo el escenario de
una palabra verdadera y una conclusión.
Pero lo paradójico
es que la Señora Webster no dice nada de su propia cosecha de ideas, como sí
hace Eileen. Webster deja hablar a Carlyle para que fluya una historia y diluir,
de ese modo, el mundo que lo atenaza:
“Continúe. Sé de lo que habla. Prosiga, señor
Carlyle. A veces es bueno hablar. En ocasiones es necesario. Además, quiero
escucharlo. Y después se sentirá mejor. A mí me pasó una vez algo así, algo
parecido a lo que está describiendo usted. Amor. Eso es lo que es”
Hay algo
importante, y es que Carlyle habla de “su historia”. Y si estamos en un relato
realista, esto parece un llamado para observar que en un relato realista no
puede tratarse de ninguna objetividad. La historia de Carlyle, como la de
cualquiera, se construye con palabras que no se llenan con objetos para
convertirse en signos cerrados y unívocos. Los hechos acaecidos sólo pueden
proyectarse en palabras equívocas, no en signos cerrados. Así lo sugiere el
relato con un simple giro lingüístico que viene a asumir o a enmarcar toda una
filosofía del lenguaje:
“Estaba convencido de que su vida en común
había transcurrido del modo en que lo había descrito”
La expresión “estaba convencido”, tiene la suficiente
carga de ambigüedad como para diluir cualquier enfoque objetivo y unívoco respecto
a la realidad. Univocidad ansiada por los amanuenses de las teorías
comunicativas, por los amanuenses, en definitiva, de los signos irrompibles,
pero alejada de lo que es un auténtico escenario de lenguaje, como bien muestra
Carlyle.
Conclusión
Este realismo
literario, como vemos, no es un límite que se detiene en la pretendida
objetividad de un hecho real, sino que nos introduce en un más allá, en una
realidad psíquica que es el reverso de moneda de cualquier objetivismo.
Por otro lado, los
relatos de Carver tienen la potencia de dejar abierto cada corte, cada herida
que producen. Lo cual responde a un movimiento virtuoso, a saber, poner en
juego la propia singularidad del lector, sin demasiadas influencias, sin
consideraciones previas, sin demasiada adjetivación, haciendo un llamado a sus
propios afectos, sin planteamientos de universalidad. En este sentido, los
relatos de Carver me parecen una perfecta conjunción entre lo que llamamos
realidad objetiva y lo que es indisociable de ella, la otra realidad, la
psíquica, que recoge, cada una a su manera, los hechos reales que acontecen en
el devenir más común.
Miguel
Alonso
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