Hoy vamos a ocuparnos de una literatura
distinta. Durante los años que llevamos reuniéndonos hemos discutido sobre
numerosos autores, autores cuya maestría consiste en atraernos hacia la
singularidad de un personaje o de una historia, para llevarnos poco a poco
hacia lo que a menudo esperamos de la literatura: ese goce tan especial que se
produce cuando nos reconocemos allí, cuando sentimos que ese dolor, o esa
felicidad, ese deseo o esa cólera, son nuestros de cierta manera, somos también
eso, incluso aunque nuestra vida personal no guarde semejanza alguna con lo que
allí sucede. Tenemos la sensación de que formamos parte de todo aquello por la
sencilla razón de que pertenecemos al género humano y a su condición.
Raymond
Carver es un poco diferente. Sus historias se proponen otro alcance. No hay en
ellas la intención de elevarse hacia lo universal, sino que comienzan en lo
particular de una vida y allí se quedan. Carver es el anatomista del instante.
Se detiene en los pequeños detalles y su lenguaje es mínimo. No obstante, con
esa economía de palabras y esa abstención en el uso de la metáfora, consigue
recrear en las primeras líneas de cada relato una atmósfera en la que
rápidamente nos vemos envueltos.
Por
lo general no hay nada extraordinario en esos cuentos, desde el punto de vista
argumental. Lo extraordinario es lo que Carver consigue hacer con lo ordinario
de una vida cualquiera, una vida que suele ser la de alguien que lucha por
sobrevivir en el bando de los perdedores. Hay una profunda melancolía en la
escritura de Raymond Carver, perfectamente compatible con los giros de ironía,
de humor y de sarcasmo. Sus cuentos son cortes sagitales en la existencia de
alguien de cuyo pasado tenemos poca información, y más escasas conjeturas sobre
su futuro. En el relato titulado “Plumas”, un matrimonio invita a otro a cenar
a su casa. Los invitados descubren que sobre el televisor hay un molde de una
espantosa dentadura. La dueña de casa explica que así lucían sus dientes porque
sus padres no tenían dinero para arreglarle la boca. Su marido le ha pagado un
dentista, que le rehizo la dentadura. Y ella ve todos los días ese molde para
no olvidarse nunca de lo mucho que le debe a su marido. El amor está allí, ese
ese pequeño y horrible símbolo conmemorativo. La mujer ha tenido un niño, un
niño al parecer tan feo como sus antiguos dientes, pero para ella no lo es. Una
dentadura horrible sirve para entender que el amor es también gratitud, algo
que por desgracia se va olvidando.
Carver
transita un mundo sin héroes. Su escritura es predominantemente visual, y con
ella retrata la América de los que no sueñan el sueño americano, porque ese
sueño no les sucede a ellos. Algo que impacta en estos relatos es la gran
habilidad para señalarnos el indicio de un horror en algo banal,
intrascendente. En “Fiebre”, Carol -la nueva amiga del protagonista- tiene un
niño de diez años al que su padre le ha puesto el nombre de Dodge, en honor a
su coche. Eso se cuenta en tan solo una frase, o media frase, que se deja caer
como al pasar, en una instantánea. Un padre le pone a su hijo el nombre de su
coche. ¿Qué es eso, dicho así? ¿Se trata de un mero detalle pintoresco? No. La
frase sirve para introducir una diferencia, pero sin decirla. Está el padre que
pone un nombre de coche, como si fuese la cosa más natural del mundo, y
Carlyle, que no sabe qué hacer porque creía en el amor definitivo y no entiende
qué pasó. No entiende cuándo ocurrió que su mujer se volvió loca. Pero sabe que
debe hacer frente a su deber de padre.
La
mujer de Carlyle es un personaje asombroso. A pesar de su ausencia, Carver
logra darle un relieve y una presencia muy inquietante. Conocemos mujeres así,
que se afirman en un discurso fabricado con retazos de feminismo diletante y de
filosofía “new age”, mujeres que tienen una forma especial de encarnar la idea
de la “realización personal”. La certeza de Eileen, su absoluta confianza en
sus poderes visionarios, su incombustible narcisismo, horrorizan a Carlyle.
Tiene que expulsarla de su vida. Entonces hace un síntoma, una fiebre muy alta.
Puede hacer ese síntoma gracias a la señora Webster, que ha sabido colocarse en
el lugar adecuado para permitir que ese síntoma se despliegue. Él tiene sus
cuarenta grados de fiebre y comienza a hablarle a la señora Webster. Va
soltándolo todo, exudando lo que jamás antes había podido decir. Luego la
señora Webster se puede marchar a otra parte, porque Carlyle ya ha atravesado
el duelo, ha logrado perder a su mujer, dejar de creer en ella. Ha logrado una
relación diferente con la confianza, que es el tema nuclear de este cuento.
En “El
elefante”, se repite la temática del hombre separado. Carver ahonda mucho en
algo que pertenece a su época: la profunda transformación que experimenta la
estructura familiar tras la Segunda Guerra Mundial. América es un país
gigantesco. La gente se mueve mucho. Los miembros de una familia se dispersan,
se separan miles de kilómetros. Las parejas se rompen, los hijos se marchan muy
pronto, y en casi todos los relatos de Carver asoma el espectro de la soledad.
La soledad y la estrechez económica son situaciones reiteradas. Carver se
obstina en mostrarnos la cara menos amable de Disneylandia. Hombres solos,
apresados en las garras de las deudas y las penurias con las que se paga un
matrimonio roto, o incluso más de uno. El protagonista de “El elefante” sueña
con escapar a Australia. No lo hará jamás, pero necesita creer que podría
hacerlo, que en algún lugar se encuentra la puerta de emergencia por la que
huir de la vida. Tiene muchas cargas. La de su hermano, que no es un canalla,
sino un miserable mentiroso, esa clase de sujetos que saben que están mintiendo
pero que a fuerza de convencer a otro acaban por creerse sus propias mentiras.
El hermano que sabe que es tan cierto que va a devolver el dinero como que el
otro se va a marchar a Australia. La madre, que no tiene nada y a la que solo
le interesa salvarse. Prefiere no saber ni preguntar, únicamente asegurarse de
que el dinero le llegue, el dinero que espera de uno de los hijos nada más,
porque ha admitido que del otro lo va a recibir ni un centavo. Pero ese
desequilibrio es un asunto que ella prefiere ignorar. El hijo del protagonista,
otro fracasado como su tío. El clásico tipo que va a intentarlo todo menos trabajar.
Antes morir que rebajarse a una actividad tan materialista. Por lo visto, algo
debe de haber ocurrido para que se sienta en todo su derecho a pedir y a
amenazar con un suicidio tan improbable como el viaje a Australia o la
devolución del dinero que su tío ha jurado. Pero no sabemos qué sucedió.
La
ex. Una figura recurrente en los relatos de Carver, y que admite múltiples
variantes. Lo que no cambia es el hecho de que siempre está presente. No ocurre
exactamente lo mismo con los ex maridos. En cambio las ex esposas tienen su
sitio asegurado. La hija. Posiblemente la menos aprovechada, y la más infeliz.
Al menos conserva cierta decencia: la de asumir que nadie ni nada la obliga a
aguantar al cretino de su marido, salvo su propio goce.
El
cuento se titula “El elefante” porque en el momento crítico, cuando el
protagonista calcula que todo corre peligro de derrumbarse, sueña con el
recuerdo infantil de su padre llevándolo sobre sus hombros, cargándolo sobe su
espalda como un elefante. Seguramente el niño debió sentir la segura potencia
del padre, la reconfortante certeza de que el padre no lo dejaría caer, que
esos hombros y esa espalda podrían con su pequeño peso, y con mucho más.
¿Cuánto peso puede aguantar nuestro protagonista? El sueño, y también el otro,
en el que da rienda suelta a su rabia, lo alivian. Es verano, y como casi todo
el mundo, se suma a la confianza de que es la estación donde las cosas cambian.
No solo está abrumado por el peso de las demandas a las que debe hacer frente,
sino también por la culpa de querer mandar a todos a paseo. Entonces decide
perdonarlos, mirar las cosas de otro modo. De camino al trabajo se propone
mentalizarse, pensar de forma positiva, como un buen americano. Ejercicio, paso
firme, optimismo. En esas lo descubre George, que lo recoge con su camioneta
rectificada y salen disparados. George quiere probar el nuevo motor, y el
protagonista lo anima a pisar el acelerador a fondo por un camino de montaña.
Tal vez por ese camino se llegue a Australia.
Gustavo Dessal
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