miércoles, 27 de noviembre de 2019

Miguel Ángel Alonso presenta la novela El caso Anne, de Gustavo Dessal. Centro Sefarad de Madrid. 26-Febrero-2019.


En primer lugar, quisiera agradecerle a Gustavo Dessal y al Centro Sefarad la invitación para presentar El caso Anne. Es para mí un auténtico honor. Estamos ante una novela fascinante por muchas cuestiones. Porque, si bien el peso de lo clínico es fundamental en ella, tal como se sugiere en el título, y sobre todo por el tratamiento que se hace de la locura y su articulación con la verdad de lo humano, hay que decir que la novela rebasa con creces ese escenario clínico, hasta el punto de llegar a constituir una ficción en donde los planteamientos éticos, filosóficos y de lenguaje, son tan importantes, que acaban señalando, sugiriendo, un mundo de valores más habitable que el que nos están fabricando los llamados “expertos”. Hago este señalamiento porque uno de los planteamientos de la novela es situar dos posiciones contrapuestas ante el lenguaje. Y esto es importante porque en ello se juega el destino de lo humano. Una posición en el lenguaje que va al encuentro con un orden de la verdad, la humana, que no se adapta a los cánones científicos, que no es visible al microscopio, que está inserta en el interior de las mismas narraciones, en el interior de los relatos humanos y que supone una experiencia con la incertidumbre. Por otro lado, una posición en el lenguaje, la de los científicos, neurólogos, etc., donde todo lo humano está obligado a pasar por el tamiz de lo empírico, del cálculo, la objetividad y la certeza, con todas las consecuencias que eso tiene para la vida y para la libertad de los sujetos. 

Para ir desmenuzando este planteamiento, decidí partir de unas palabras que corresponden a uno de los casos de locura que analiza el Dr. Palmer, el personaje psicoanalista de la novela. Son unas palabras que le dirige a Jessica, una de sus pacientes, y las elegí porque me parece que ellas portan toda la honestidad ética que impregna la novela, que es la misma honestidad con la que el Dr. Palmer se dirige a cada uno de sus pacientes para dignificar su locura:

Hacerle sentir que cada una de sus palabras era un tesoro inconmensurable, que su historia, mordisqueada y carcomida por el dolor, tenía una razón

Son unas palabras que me produjeron una intensa emoción en su contexto particular. No porque en sí mismas posean ninguna cualidad intrínseca, sino porque tratan de conjurar lo terrible de lo humano y franquear el paso de los sujetos a la libertad, lo cual supone ir al encuentro con el tesoro de la palabra. Pero, a lo largo de la novela, observamos que alanzar ese tesoro no tiene nada que ver con asentarse en el uso corriente de la palabra convencional, sino que se trata del encuentro con una palabra que sea propia, lo cual supone toda una épica. La frase sintetiza la épica de unos protagonistas habitados por la lucha entre Eros y Tánatos, entre la locura y la cordura, entre el brillo y la oscuridad, entre lo hermoso y lo feo, como pares que están separados por una frontera tan permeable, tan tenue, que no podemos separarnos de la tensión en la que viven, transitando en un equilibrio inestable por ese límite, unas veces cayendo hacia un lado, otras veces hacia el otro. De eso se trata en esa épica que va al encuentro con el tesoro de la palabra, con la belleza, con la libertad, un encuentro que nunca está garantizado del todo.    

Es decir, son palabras que invitan a la creación, ese derecho que tiene cada uno de los dramas humanos a fabricarse un lugar único y exclusivo en el lenguaje. Este derecho aparece en la novela como un reclamo que podría parecer una obviedad, pero no lo es tanto si, como bien señala el Dr. Palmer, el lenguaje no estuviese siendo aprisionado y pervertido por la inconsciencia de los expertos, promotores de un modelo universal de felicidad y de una verdad que dicen empírica, una verdad que vendría escrita en no sé qué neurona, en no sé qué célula, en no sé qué corazón. De tal manera, el único lugar que proponen en el lenguaje para los sujetos es el del saber, el del conocimiento que elaboran en sus laboratorios. En realidad, yo diría que esos expertos no son otra cosa que neo-moralistas laicos que no soportan la incertidumbre de lo humano y en su deriva inconsciente fantasean con una utopía, la de someter al lenguaje y hacerse amos del mismo. Pero en ese lenguaje, por tener mucho de conocimiento, y poco de sabiduría, jamás el ser humano podrá encontrar lo que nombramos como palabra en tanto tesoro de la verdad. Encontrará otra cosa, pero no la libertad.      

Ya vemos con claridad que las implicaciones de la novela no son sólo clínicas, sino que estamos ante una reflexión más amplia y trasversal. Pero hay que decir que sólo por la clínica, y sobre todo por la clínica de la locura, es por lo que el psicoanalista, Dr. Palmer, puede ir más allá de la clínica. El Dr. Palmer viene a ser algo así como el portavoz, casi el oráculo diría, de una ética que, paradójicamente, se escucha en el interior de la misma locura, y que tiene su resorte en algo insoslayable para lo humano: su vacuidad existencial. Es decir, nada de utopías al modo de los predicadores de la felicidad actual, el Dr. Palmer se aleja de ese terrible imperativo dejando un espacio perfectamente visible para aquello que en lo humano no puede ser dicho. Esta sería la honestidad ética que atraviesa y hace tan gratificante la lectura de El caso Anne.  

Pero también me resultó grata la lectura porque, pese a todo el sufrimiento que atraviesa la novela, un sufrimiento que llega a límites insospechados, uno siente que las palabras y el sinsentido de lo humano se mueven aquí en una danza sublime, voy a decir, en una poética lograda. El caso Anne, y lo digo de una forma radical, tiene el sonido puro de lo poético. No de la poesía, sino de lo poético. El Dr. Palmer es un poeta que ocupa el lugar del psicoanalista. Podríamos decir que es un maestro en la conjunción de lo poético con su profesión, el psicoanálisis, en tanto presta su cuerpo a los sonidos de una verdad que todavía posee el eco de las musas, escondido en el interior de las narraciones humanas, ya sean literarias, ya sean de los mismos sujetos.   

Al respecto, uno de los momentos más sublimes de la novela, que no voy a revelar, por supuesto, pero que voy a dejar sonando en el aire, es una joya literaria que lleva el sonido y la poética del músico de Jazz. Ese momento sublime de la novela contiene la auténtica materia de lo poético que contamina todo el texto, y es el hecho paradójico de que las palabras más hermosas, o los momentos más hermosos, no son los que van cargados de cosas, sino los que evocan la falta. Nos damos perfecta cuenta de ello en ese momento sublime, y es que nada hay más fiel a la belleza que lo que no tenemos. Las demandas obstinadas del Otro –sean los padres, la familia, las instituciones, la justicia, los expertos, etc.—, destinadas al “tener”, constituye un peso demasiado grande para poder soportar la vida. Quizá El caso Anne sea una novela destinada a que el lector comprenda una paradoja: es el “no tener” lo que verdaderamente nos salva y puede hacer la vida habitable. Pero eso, en tal caso, debería descubrirlo cada lector en su lectura.

Creo que puede resultar interesante detenerse en la posición ética de los psicoanalistas que protagonizan la novela: el autor, Gustavo Dessal, su proyección en la ficción, el Dr. Palmer, así como su maestro, el Doctor Rubashkin. Yo diría que son personajes auténticamente “pessoanos”. Pessoanos porque vienen a manifestarnos, de forma reiterada, que ellos no son comunes, ni impacientes, ni vulgares. A fin de cuentas, no hay otro destino para aquellos que, siendo psicoanalistas, perdieron en gran medida la inconsciencia. No son comunes porque están imposibilitados ya para vivir en el río acelerado de la modernidad. Ellos se retiran hacia los márgenes, arrojándole todo su escepticismo a esa deriva terrible e inconsciente con la que los predicadores de la felicidad y sus cantos de sirena pretenden colonizar todo lo humano. Dice el Dr. Palmer: “me mantengo en mi sitio, me encojo de hombros y espero”. Y estas palabras no pueden dejar de evocar a Fernando Pessoa en su heterónimo Bernardo Soares en el Libro del desasosiego.

Si Gustavo Dessal, el Dr. Palmer y el Dr. Rubashkin, no son comunes, tampoco son impacientes, porque, estando tan implicados en la cuestión de la verdad, esa verdad escondida en el interior de los relatos humanos, ya están advertidos de que el tiempo de la verdad es la espera y no el encuentro directo con el objeto. Esperan porque saben, como Fernando Pessoa, que “el corazón, si pudiese pensar, se pararía”, y lo cierto es que muchas veces lo hace, pararse, como veremos en algún protagonista de la novela, sobre todo en el caso de la madre de Anne. Y se para porque le están robando la metáfora, esa viveza poética con la que el corazón deja de ser un órgano para transformarse en aglutinador de los afectos y las pasiones de lo humano. Por eso esperan, en los márgenes de la modernidad, a los desencantados, a los supervivientes de esa modernidad, a los desasosegados que no quieren caer en la estupidez de convertirse en “personas como hoy en día deben ser”. Y lo hacen sin impaciencia para ofrecerles la posibilidad de que escuchen, no las palabras de un maestro que domina el bien y el mal, y que está seguro de poseer la verdad, sino para que escuchen el latido de sus propias palabras, el tiempo y el ritmo de sus propias palabras, es decir, para que otorguen el tiempo necesario de espera para el advenimiento de su propia verdad.    

En este sentido de espera en relación con la verdad, la novela nos ofrece una lección magistral acerca del tratamiento de la locura. Se puede comenzar acentuando el contraste entre la posición del psicoanalista, una posición de acogimiento de la locura, y la postura de la medicina oficial y de lo social, que se sostiene en el prejuicio y el rechazo. Y claro, que la cuestión se decante hacia un lado o hacia el otro depende, en gran medida, de un tercero: la justicia. Es la forma que tiene Gustavo Dessal de introducir la locura como una cuestión política trascendente. Ahí están los tres pilares que sustentan la narración: la ética del psicoanálisis, la ambición de los expertos, la administración de justicia. De los movimientos que se produzcan en esta triple relación, dependerá la posibilidad de otorgarle dignidad a una vida, la del sujeto psicótico, o negarle esa dignidad y arrojarlo como escoria hacia el extrañamiento, incluso hasta llegar a la misma sugerencia de aplicar la cirugía cerebral. Resulta impresionante seguir al Dr. Palmer en el acogimiento que hace de la historia de los psicóticos, actuando como su secretario, actuando con la máxima delicadeza en relación al delirio con el que los sujetos psicóticos se anudan a la vida.

Lo que el Dr. Palmer está haciendo es tratar de conjurar los prejuicios de los viejos mitos que consideran peligrosa la locura. Y la novela lanza una reivindicación: la necesidad de reconciliarse con ella. Y es necesario como posición ética, porque la locura, en palabras del Dr. Palmer, está cargada de razón: “Posee una sabiduría innata sobre lo humano... Ve más lejos de lo que la gente corriente alcanza a vislumbrar”. Es decir, la locura estaría muy próxima a la verdad de lo humano. Y eso no debería ser un problema, sino todo lo contrario, para la institución de la salud mental. El problema, evidentemente, es para el sujeto psicótico, porque no es grata la vida en las cercanías de esa verdad, es como vivir sin defensa ante lo que el Dr. Palmer denomina “el insensato fondo de la existencia”. Reproduzco una cita del Dr. Rubashkin, que a su vez era el antiguo analista del Dr. Palmer, creo que resume toda la honestidad de la propuesta primera que se hizo en esta presentación:

No dar nada por sobreentendido, desconfiar de nuestros prejuicios, ir siempre un paso por detrás del paciente, no ceder a la tentación de convertirlo a nuestra imagen y semejanza, respetar la locura, respetarla hasta el extremo de reconocer en ella, incluso en la más extravagante y descompuesta, una fuente de sabiduría por la que siempre vale la pena dejarse educar

Mención aparte merece otra locura. Y es que, siendo la locura clínica uno de los pilares fundamentales de la novela, no lo es menos otra de las locuras humanas. Hay que decir que si la locura clínica de la que venimos hablando es una locura tocada por la verdad, encontramos en la novela otra locura menos amable, en tanto ella está tocada por la pulsión de muerte que anida en lo humano. Y ahí está implicado, ya no el destino de un sujeto, sino el de la misma humanidad. Porque resulta verdaderamente impactante el tratamiento que se hace de “los alemanes” y del Holocausto, sobre todo en relación a las catastróficas consecuencias que tuvo para los seres que lo padecieron en sus carnes. Y atención, os habréis dado cuenta de que no digo el tratamiento que se hace de “los nazis”, sino de los “alemanes”, una precisión que el Dr. Palmer se encarga de situar de forma enfática. Es una forma de señalar que nadie puede eludir su responsabilidad en los hechos desastrosos que acontecieron, nadie puede eludir la responsabilidad de haber mirado para otro lado o de haber participado directamente en el desastre.

Lo que se deja ver en la novela es que, a pesar de esas lecciones que la historia nos dio para que aprendiéramos, a fuego y sangre, que el mal es una cosa humana, quizá no tengamos capacidad para asumir esas lecciones. El caso es que la novela nos advierte de cómo en el mundo actual, la sofisticación tecnológica está llegando al extremo de hacerse cargo de los avances científicos y neuronales para intervenir en todos los terrenos de lo humano, sobre todo en aquello que del sujeto no se deja domeñar por el empirismo de una verdad objetiva. Y eso es un peligro latente para nuestra sociedad. Porque si ayer fue el rechazo a los judíos, si también acabamos de hablar del rechazo a la locura, ahora parece que se trata del rechazo al mismo ser de lo humano. Al menos a parte del mundo científico le resulta insoportable las consecuencias que tiene para los sujetos pertenecer a un mundo de incertidumbre, es decir, a un mundo donde el lenguaje es el amo. Y parece que el jueguecito tecnológico podría acabar definitivamente con esa incertidumbre, pero lo que también parece es que ese final de la incertidumbre viene cogido de la mano de un nuevo despertar de las pulsiones más sádicas de lo humano. Tomo una cita del texto:

Si la locura constituía un caso resistente, no faltaría quien propusiera una intervención quirúrgica en alguna zona de su cerebro. Detrás del afán por curar, que puede alcanzar a veces el límite de lo sanguinario, existe en el fondo un verdadero propósito de eliminación de todos aquellos sujetos que no se adaptan al canon del buen ciudadano” (188)

Yo me pregunto: ¿Nos suena esto a algo? ¿Somos capaces de ver el camino en el que nos están embarcando?   

Quizá no esté de más terminar esta presentación configurando una moraleja. La locura que se describe en esta novela nos enseña que tras los límites de la palabra sólo podemos ver lo que nunca deberíamos ver. Igual que en el caso de los alemanes, también nosotros tenemos una responsabilidad. Cualquiera que se asome a la novela podrá ver quiénes son los demonios que hoy matan las palabras. Al respecto, la moraleja podría ser la siguiente:

Si no somos capaces de ver y aislar a los hombres que se están volviendo más poderosos que el verbo, perderemos la belleza, perderemos la libertad, nos volverán a tatuar un número, ya no en la piel, sino en el mismo cerebro, y por fin se consumará para siempre lo que bien había comprendido la madre de Anne, y es que ahora se sabe que sólo existe el infierno

Miguel Ángel Alonso 


No hay comentarios: