En
primer lugar, quisiera agradecerle a Gustavo Dessal y al Centro Sefarad la
invitación para presentar El caso Anne.
Es para mí un auténtico honor. Estamos ante una novela fascinante por muchas
cuestiones. Porque, si bien el peso de lo clínico es fundamental en ella, tal
como se sugiere en el título, y sobre todo por el tratamiento que se hace de la
locura y su articulación con la verdad de lo humano, hay que decir que la novela
rebasa con creces ese escenario clínico, hasta el punto de llegar a constituir una
ficción en donde los planteamientos éticos, filosóficos y de lenguaje, son tan
importantes, que acaban señalando, sugiriendo, un mundo de valores más
habitable que el que nos están fabricando los llamados “expertos”. Hago este
señalamiento porque uno de los planteamientos de la novela es situar dos
posiciones contrapuestas ante el lenguaje. Y esto es importante porque en ello se
juega el destino de lo humano. Una posición en el lenguaje que va al encuentro
con un orden de la verdad, la humana, que no se adapta a los cánones
científicos, que no es visible al microscopio, que está inserta en el interior
de las mismas narraciones, en el interior de los relatos humanos y que supone
una experiencia con la incertidumbre. Por otro lado, una posición en el lenguaje,
la de los científicos, neurólogos, etc., donde todo lo humano está obligado a
pasar por el tamiz de lo empírico, del cálculo, la objetividad y la certeza, con
todas las consecuencias que eso tiene para la vida y para la libertad de los sujetos.
Para
ir desmenuzando este planteamiento, decidí partir de unas palabras que
corresponden a uno de los casos de locura que analiza el Dr. Palmer, el
personaje psicoanalista de la novela. Son unas palabras que le dirige a
Jessica, una de sus pacientes, y las elegí porque me parece que ellas portan toda
la honestidad ética que impregna la novela, que es la misma honestidad con la
que el Dr. Palmer se dirige a cada uno de sus pacientes para dignificar su
locura:
“Hacerle sentir que cada una de sus palabras
era un tesoro inconmensurable, que su historia, mordisqueada y carcomida por el
dolor, tenía una razón”
Son
unas palabras que me produjeron una intensa emoción en su contexto particular.
No porque en sí mismas posean ninguna cualidad intrínseca, sino porque tratan
de conjurar lo terrible de lo humano y franquear el paso de los sujetos a la
libertad, lo cual supone ir al encuentro con el tesoro de la palabra. Pero, a
lo largo de la novela, observamos que alanzar ese tesoro no tiene nada que ver
con asentarse en el uso corriente de la palabra convencional, sino que se trata
del encuentro con una palabra que sea propia, lo cual supone toda una épica. La
frase sintetiza la épica de unos protagonistas habitados por la lucha entre Eros
y Tánatos, entre la locura y la cordura, entre el brillo y la oscuridad, entre lo
hermoso y lo feo, como pares que están separados por una frontera tan permeable,
tan tenue, que no podemos separarnos de la tensión en la que viven, transitando
en un equilibrio inestable por ese límite, unas veces cayendo hacia un lado,
otras veces hacia el otro. De eso se trata en esa épica que va al encuentro con
el tesoro de la palabra, con la belleza, con la libertad, un encuentro que
nunca está garantizado del todo.
Es
decir, son palabras que invitan a la creación, ese derecho que tiene cada uno
de los dramas humanos a fabricarse un lugar único y exclusivo en el lenguaje. Este
derecho aparece en la novela como un reclamo que podría parecer una obviedad, pero
no lo es tanto si, como bien señala el Dr. Palmer, el lenguaje no estuviese
siendo aprisionado y pervertido por la inconsciencia de los expertos,
promotores de un modelo universal de felicidad y de una verdad que dicen
empírica, una verdad que vendría escrita en no sé qué neurona, en no sé qué
célula, en no sé qué corazón. De tal manera, el único lugar que proponen en el
lenguaje para los sujetos es el del saber, el del conocimiento que elaboran en
sus laboratorios. En realidad, yo diría que esos expertos no son otra cosa que neo-moralistas
laicos que no soportan la incertidumbre de lo humano y en su deriva inconsciente
fantasean con una utopía, la de someter al lenguaje y hacerse amos del mismo. Pero
en ese lenguaje, por tener mucho de conocimiento, y poco de sabiduría, jamás el
ser humano podrá encontrar lo que nombramos como palabra en tanto tesoro de la
verdad. Encontrará otra cosa, pero no la libertad.
Ya
vemos con claridad que las implicaciones de la novela no son sólo clínicas,
sino que estamos ante una reflexión más amplia y trasversal. Pero hay que decir
que sólo por la clínica, y sobre todo por la clínica de la locura, es por lo
que el psicoanalista, Dr. Palmer, puede ir más allá de la clínica. El Dr.
Palmer viene a ser algo así como el portavoz, casi el oráculo diría, de una
ética que, paradójicamente, se escucha en el interior de la misma locura, y que
tiene su resorte en algo insoslayable para lo humano: su vacuidad existencial. Es
decir, nada de utopías al modo de los predicadores de la felicidad actual, el Dr.
Palmer se aleja de ese terrible imperativo dejando un espacio perfectamente
visible para aquello que en lo humano no puede ser dicho. Esta sería la
honestidad ética que atraviesa y hace tan gratificante la lectura de El caso Anne.
Pero
también me resultó grata la lectura porque, pese a todo el sufrimiento que
atraviesa la novela, un sufrimiento que llega a límites insospechados, uno
siente que las palabras y el sinsentido de lo humano se mueven aquí en una
danza sublime, voy a decir, en una poética lograda. El caso Anne, y lo digo de una forma radical, tiene el sonido puro
de lo poético. No de la poesía, sino de lo poético. El Dr. Palmer es un poeta
que ocupa el lugar del psicoanalista. Podríamos decir que es un maestro en la
conjunción de lo poético con su profesión, el psicoanálisis, en tanto presta su
cuerpo a los sonidos de una verdad que todavía posee el eco de las musas, escondido
en el interior de las narraciones humanas, ya sean literarias, ya sean de los
mismos sujetos.
Al
respecto, uno de los momentos más sublimes de la novela, que no voy a revelar,
por supuesto, pero que voy a dejar sonando en el aire, es una joya literaria que
lleva el sonido y la poética del músico de Jazz. Ese momento sublime de la
novela contiene la auténtica materia de lo poético que contamina todo el texto,
y es el hecho paradójico de que las palabras más hermosas, o los momentos más
hermosos, no son los que van cargados de cosas, sino los que evocan la falta. Nos
damos perfecta cuenta de ello en ese momento sublime, y es que nada hay más
fiel a la belleza que lo que no tenemos. Las demandas obstinadas del Otro –sean
los padres, la familia, las instituciones, la justicia, los expertos, etc.—,
destinadas al “tener”, constituye un peso demasiado grande para poder soportar
la vida. Quizá El caso Anne sea una
novela destinada a que el lector comprenda una paradoja: es el “no tener” lo que verdaderamente nos
salva y puede hacer la vida habitable. Pero eso, en tal caso, debería descubrirlo
cada lector en su lectura.
Creo
que puede resultar interesante detenerse en la posición ética de los
psicoanalistas que protagonizan la novela: el autor, Gustavo Dessal, su
proyección en la ficción, el Dr. Palmer, así como su maestro, el Doctor
Rubashkin. Yo diría que son personajes auténticamente “pessoanos”. Pessoanos
porque vienen a manifestarnos, de forma reiterada, que ellos no son comunes, ni
impacientes, ni vulgares. A fin de cuentas, no hay otro destino para aquellos
que, siendo psicoanalistas, perdieron en gran medida la inconsciencia. No son
comunes porque están imposibilitados ya para vivir en el río acelerado de la
modernidad. Ellos se retiran hacia los márgenes, arrojándole todo su
escepticismo a esa deriva terrible e inconsciente con la que los predicadores
de la felicidad y sus cantos de sirena pretenden colonizar todo lo humano. Dice
el Dr. Palmer: “me mantengo en mi sitio,
me encojo de hombros y espero”. Y estas palabras no pueden dejar de evocar
a Fernando Pessoa en su heterónimo Bernardo Soares en el Libro del desasosiego.
Si
Gustavo Dessal, el Dr. Palmer y el Dr. Rubashkin, no son comunes, tampoco son
impacientes, porque, estando tan implicados en la cuestión de la verdad, esa
verdad escondida en el interior de los relatos humanos, ya están advertidos de
que el tiempo de la verdad es la espera y no el encuentro directo con el
objeto. Esperan porque saben, como Fernando Pessoa, que “el corazón, si pudiese pensar, se pararía”, y lo cierto es que muchas
veces lo hace, pararse, como veremos en algún protagonista de la novela, sobre
todo en el caso de la madre de Anne. Y se para porque le están robando la
metáfora, esa viveza poética con la que el corazón deja de ser un órgano para
transformarse en aglutinador de los afectos y las pasiones de lo humano. Por
eso esperan, en los márgenes de la modernidad, a los desencantados, a los
supervivientes de esa modernidad, a los desasosegados que no quieren caer en la
estupidez de convertirse en “personas
como hoy en día deben ser”. Y lo hacen sin impaciencia para ofrecerles la
posibilidad de que escuchen, no las palabras de un maestro que domina el bien y
el mal, y que está seguro de poseer la verdad, sino para que escuchen el latido
de sus propias palabras, el tiempo y el ritmo de sus propias palabras, es
decir, para que otorguen el tiempo necesario de espera para el advenimiento de
su propia verdad.
En
este sentido de espera en relación con la verdad, la novela nos ofrece una lección
magistral acerca del tratamiento de la locura. Se puede comenzar acentuando el contraste
entre la posición del psicoanalista, una posición de acogimiento de la locura,
y la postura de la medicina oficial y de lo social, que se sostiene en el prejuicio
y el rechazo. Y claro, que la cuestión se decante hacia un lado o hacia el otro
depende, en gran medida, de un tercero: la justicia. Es la forma que tiene
Gustavo Dessal de introducir la locura como una cuestión política trascendente.
Ahí están los tres pilares que sustentan la narración: la ética del
psicoanálisis, la ambición de los expertos, la administración de justicia. De
los movimientos que se produzcan en esta triple relación, dependerá la
posibilidad de otorgarle dignidad a una vida, la del sujeto psicótico, o negarle
esa dignidad y arrojarlo como escoria hacia el extrañamiento, incluso hasta
llegar a la misma sugerencia de aplicar la cirugía cerebral. Resulta
impresionante seguir al Dr. Palmer en el acogimiento que hace de la historia de
los psicóticos, actuando como su secretario, actuando con la máxima delicadeza
en relación al delirio con el que los sujetos psicóticos se anudan a la vida.
Lo
que el Dr. Palmer está haciendo es tratar de conjurar los prejuicios de los
viejos mitos que consideran peligrosa la locura. Y la novela lanza una
reivindicación: la necesidad de reconciliarse con ella. Y es necesario como
posición ética, porque la locura, en palabras del Dr. Palmer, está cargada de razón:
“Posee una sabiduría innata sobre lo
humano... Ve más lejos de lo que la gente corriente alcanza a vislumbrar”.
Es decir, la locura estaría muy próxima a la verdad de lo humano. Y eso no
debería ser un problema, sino todo lo contrario, para la institución de la
salud mental. El problema, evidentemente, es para el sujeto psicótico, porque
no es grata la vida en las cercanías de esa verdad, es como vivir sin defensa
ante lo que el Dr. Palmer denomina “el
insensato fondo de la existencia”. Reproduzco una cita del Dr. Rubashkin,
que a su vez era el antiguo analista del Dr. Palmer, creo que resume toda la
honestidad de la propuesta primera que se hizo en esta presentación:
“No dar nada por sobreentendido, desconfiar
de nuestros prejuicios, ir siempre un paso por detrás del paciente, no ceder a
la tentación de convertirlo a nuestra imagen y semejanza, respetar la locura,
respetarla hasta el extremo de reconocer en ella, incluso en la más
extravagante y descompuesta, una fuente de sabiduría por la que siempre vale la
pena dejarse educar”
Mención
aparte merece otra locura. Y es que, siendo la locura clínica uno de los
pilares fundamentales de la novela, no lo es menos otra de las locuras humanas.
Hay que decir que si la locura clínica de la que venimos hablando es una locura
tocada por la verdad, encontramos en la novela otra locura menos amable, en
tanto ella está tocada por la pulsión de muerte que anida en lo humano. Y ahí
está implicado, ya no el destino de un sujeto, sino el de la misma humanidad.
Porque resulta verdaderamente impactante el tratamiento que se hace de “los alemanes” y del Holocausto, sobre
todo en relación a las catastróficas consecuencias que tuvo para los seres que
lo padecieron en sus carnes. Y atención, os habréis dado cuenta de que no digo el
tratamiento que se hace de “los nazis”,
sino de los “alemanes”, una precisión que el Dr. Palmer se encarga de situar de
forma enfática. Es una forma de señalar que nadie puede eludir su
responsabilidad en los hechos desastrosos que acontecieron, nadie puede eludir
la responsabilidad de haber mirado para otro lado o de haber participado
directamente en el desastre.
Lo
que se deja ver en la novela es que, a pesar de esas lecciones que la historia
nos dio para que aprendiéramos, a fuego y sangre, que el mal es una cosa
humana, quizá no tengamos capacidad para asumir esas lecciones. El caso es que
la novela nos advierte de cómo en el mundo actual, la sofisticación tecnológica
está llegando al extremo de hacerse cargo de los avances científicos y
neuronales para intervenir en todos los terrenos de lo humano, sobre todo en
aquello que del sujeto no se deja domeñar por el empirismo de una verdad
objetiva. Y eso es un peligro latente para nuestra sociedad. Porque si ayer fue
el rechazo a los judíos, si también acabamos de hablar del rechazo a la locura,
ahora parece que se trata del rechazo al mismo ser de lo humano. Al menos a
parte del mundo científico le resulta insoportable las consecuencias que tiene
para los sujetos pertenecer a un mundo de incertidumbre, es decir, a un mundo
donde el lenguaje es el amo. Y parece que el jueguecito tecnológico podría
acabar definitivamente con esa incertidumbre, pero lo que también parece es que
ese final de la incertidumbre viene cogido de la mano de un nuevo despertar de las
pulsiones más sádicas de lo humano. Tomo una cita del texto:
“Si la locura constituía un caso resistente,
no faltaría quien propusiera una intervención quirúrgica en alguna zona de su
cerebro. Detrás del afán por curar, que puede alcanzar a veces el límite de lo
sanguinario, existe en el fondo un verdadero propósito de eliminación de todos
aquellos sujetos que no se adaptan al canon del buen ciudadano” (188)
Yo
me pregunto: ¿Nos suena esto a algo? ¿Somos capaces de ver el camino en el que
nos están embarcando?
Quizá
no esté de más terminar esta presentación configurando una moraleja. La locura que
se describe en esta novela nos enseña que tras los límites de la palabra sólo
podemos ver lo que nunca deberíamos ver. Igual que en el caso de los alemanes,
también nosotros tenemos una responsabilidad. Cualquiera que se asome a la
novela podrá ver quiénes son los demonios que hoy matan las palabras. Al
respecto, la moraleja podría ser la siguiente:
“Si no somos capaces de ver y aislar a los
hombres que se están volviendo más poderosos que el verbo, perderemos la
belleza, perderemos la libertad, nos volverán a tatuar un número, ya no en la
piel, sino en el mismo cerebro, y por fin se consumará para siempre lo que bien
había comprendido la madre de Anne, y es que ahora se sabe que sólo existe el
infierno”
Miguel Ángel Alonso
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