lunes, 26 de marzo de 2012

La Sima, de José María Merino. Una reseña de Luis Salvador López Herrero.

 Una ficción instrumentalizada para la denuncia, que no olvida la lógica del fantasma obsesivo

   La Sima de José María Merino es un texto, con diferentes cuerpos palpitantes, que convoca a la palabra. Por un lado nos muestra el compromiso del escritor en un momento en que la coyuntura, social y política, de nuestro país, se ve exacerbada por el espíritu de confrontación a raíz de una inesperada derrota política. La receta, sin querer acallar para nada el olvido de todo lo acontecido a lo largo de los tiempos, es sanamente volver a convocar la concordia.

   Pero además de esta fuente histórica, que brama, quizá, como un alegato de interés para buena parte de nuestros conciudadanos, está también lo que me atrevería a nombrar como el influjo del inconsciente en la telaraña del mundo obsesivo, en donde siempre palpita la temática de la vida y de la muerte, del amor y del odio. En este punto, nuestro protagonista Fidel se verá confrontado, en un momento de su vida, con una incógnita, la sima, que, a través del horror, la fascinación y la verdad que convoca, nos recuerda claramente los efectos de la dimensión de lo inconsciente en el sujeto. A partir de ese momento, éste tratara de tejer una clarificación acerca de lo que le es suscitado conflictivamente, a través de lo que podríamos llamar su propia novela familiar, que no es otra cosa sino que el relato neurótico del sujeto. En este contexto, su particular e íntima vivencia se articulara con la misma historia conflictiva nacional, en donde diferentes bandos luchan de modo fratricida, en un intento de anular a un semejante convertido en adversario u objeto, en el “otro” por excelencia.

   Ésta es la tesis que promueve el personaje historiador que investiga, desconociendo sin embargo, que es su misma tesis de vida, es decir, el núcleo duro fantasmático que dota de sentido y de goce a su propia existencia, comandando y dirigiendo tanto sus pensamientos como sus actos. De ahí que, efectivamente, el personaje nunca pueda culminar o concluir su trabajo intelectual –tarea siempre dificultosa para el sujeto obsesivo-, en tanto que es ésta misma tesis doctoral quien se ve infiltrada por todas esas palabras que estructuran su fantasma inconsciente a través del odio y de la confrontación. De ahí también que le sea imposible la liberación del sufrimiento tal como se describe a lo largo del relato, en donde, de una u otra manera, el personaje nos va confrontando con lo que verdaderamente está en juego en todo este asunto de la guerra y de la muerte, que tanto le fascina “inconscientemente”, y que no es otra cosa sino que el goce, su propio goce, como motor y eje de su esfuerzo y del sufrimiento. Premisa ésta, por otra parte ejemplar en el mundo obsesivo, y que el autor nos sabe mostrar muy acertadamente a través de los diferentes vericuetos por los que va introduciendo a nuestro personaje Fidel. Todo ello con una prosa impregnada de frases poéticas capaces de alumbrar el malestar de la conciencia en una naturaleza cósmica ajena a cualquier pensamiento humano, y en donde se mezclan el rigor de la palabra ensayística, con la estética, atrayente y envolvente de la palabra generadora de magia.

   Ahora bien: la literatura nunca puede “curar” simbólicamente la herida fantasmática -la sima, el inconsciente-, como muy bien nos muestra el autor. La sima no se resuelve,  simplemente se desvanece una vez más bajo los efectos de la explosión, aunque de ella salga ahora convertido el sujeto en novelista. A partir de la literatura no hay posibilidad de “cerrar” el agujero o de mostrar la verdad que está en juego, porque ésta, aun cuando ayude a clarificar y a ordenar la telaraña, pudiéndose articular algo de la dimensión conflictiva en juego, sin embargo, no permite hacer verdaderamente consciente esa vertiente inconsciente que tanto palpita. Es decir, el protagonista, convertido finalmente en escritor de ficciones, es verdad que ha podido hacer algo con la conflictividad en juego, sin embargo, desconoce la telaraña que teje su propio fantasma, ese juego de fuerzas que le ha ido precipitando en la nebulosa incierta de los actos y de las elecciones más inconclusas. Por ejemplo, nada sabe acerca de su fuente más íntima de odio, de su atracción fascinada por el horror y la muerte, de la intensa rivalidad que comanda todo su mundo, de la glotonería superyoica e insaciable de goce que generan todos esos “banquetes de brutalidad humana” que le satisfacen, y como no también, de su cobardía exultante bajo un manto de carácter aplacado y tímido que le sirve de coartada. Además, tampoco sabe sacar las suficientes consecuencias de una relación claramente incestuosa y de revancha –la relación con su prima Puri-, que ejercita en el seno de esa familia, amada y odiada, que le acoge. La fascinación por el horror de la muerte, de la mano del abuelo materno, pero también el odio hacia él por lo que éste representa -el bando opuesto a la figura idealizada de un padre perdedor-, le hacen caer en una relación incestuosa que, más allá del envoltorio amoroso que nos muestra, representa claramente el ataque frontal inconsciente a esa familia odiada que forma parte de él mismo. Es su división desconocida lo que subyace en ese mismo acto sexual. Precisamente las palabras de su primo José Antonio son la llave que nos abre esa verdad tan oculta para él. “Mis padres te recogieron en nuestra casa y pervertiste a mi hermana cuando era solo una niña, hijo puta, qué se podía esperar de la ralea de tu padre… Te echamos de mi casa, el abuelo tuvo el gesto de recoger a un degenerado como tú pero volviste como un carroñero y la dejaste preñada, hijo puta… Lo que has hecho sufrir a mis padres, al abuelo y luego tuviste los cojones de poner un pleito”, para conseguir la herencia.

   De ahí que, en ningún momento, y ante todas las agresiones sufridas por éste a lo largo de su vida, él se plantee jamás la más mínima denuncia. ¿Qué es lo que está en juego, en su silencio? Sin duda, la culpa, su propia culpa neurótica.

   Por otra parte, es todo un acierto cómo el autor nos describe la secuencia de la ruptura fantasmática del personaje Fidel, y su entrada en el trance obsesivo, incluida la tentativa de suicidio, allí cuando la fascinación por el horror y la muerte, la caída de los ideales a partir del descrédito de la educación, la dificultad para crear una relación amorosa más alejada de la telaraña edípica o el slogan definitivo de que la desdicha no tiene remedio, vienen a romper el fantasma. En este punto, y ante la disyuntiva que encierra el empuje del odio furibundo hacia el adversario, el sujeto tiene dos posibilidades: matar al semejante, o bien, matar a ese objeto odiado que forma parte de uno mismo. En esa coyuntura el sujeto elige lo segundo, de un modo light, porque evidentemente la ingesta de pastillas no es el pasaje al acto tan certero y exitoso del melancólico. Motivo éste que nos permitirá descubrir cómo el personaje elige, a partir de entonces, la senda de lo intelectual como modo de acallar ese inconsciente que brama intensamente en él. La relación transferencial, a partir de la ayuda psicoterapéutica y farmacológica de un personaje femenino –feminidad  claramente enigmática y problemática para él-, vienen a dulcificar su senda tortuosa, aunque no podamos deducir de la relación nada más que el valor que ejerce la profesional como Gran Otro.

   El resultado final, y es francamente muy acertado por el juego de espejismos y de ilusionismo que configura también la trama vital del propio autor, es la salida a través de la ficción allí donde nuevamente el fantasma se ve asediado por la ruptura del círculo de amistades, a partir de la explosividad del amor.

   De ese modo, la ficción, convertida en una nueva vida capaz de generar ilusiones, y la escritura, como instrumento al servicio de la organización del sufrimiento, le abren un nuevo escenario de vida. Sin embargo, nada hace predecir de esa elaboración, que el encuentro con la mujer, que forma parte de su problema, vaya a ser distinto. La añoranza de la novela edípica y la idealización incestuosa, aún planean, con fuerza, en ese escenario final que culmina con la primacía y el valor de lo literario frente a la supuesta realidad de los hechos. Una vez más, y como no puede ser de otra manera, triunfa la realidad psíquica fantasmática sobre el mundo de los hechos, aunque el verdadero problema, el goce, siga sin quedar suficientemente desvelado y anudado para él.

  Luis-Salvador

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