Me
pregunto.
Me pregunto, también, si el hombre que recreó en su libro a ese ser
sin voluntades, a ese repetido vector del mal, a ese metal conductor del
horror, se interroga, en algún instante, a solas, sobre qué estaba necesitando hacer
sentir a los que leemos Clandestinidad. Si se interroga - tras saber su logro de ciertas suertes de
desasosiego- sobre el para qué. Me pregunto si repara en cómo se
aligera su carga – por compartida -
haciéndose más leve esa urdimbre de angustia, desapariciones,
indefensión, maldad y muertes. Si…
Describir el mal, pintarlo, esculpirlo,
nunca hace el bien. Nunca hace bien. La mano del pintor malagueño que expone el
vientre reventado de la España de la guerra “civil”, sus torturados trazos
blanquinegros a impactos de grandes
dimensiones, bien podría no añadir nada nuevo a lo vivido. Acaso, me parece, lo
congela. Acaso incide en desmedirlo.
Cuando leo los libros de Gustavo Dessal
una idea va llegando clara, como en otros autores: sus escritos nunca te
rescatarán de nada. Te dejan a la intemperie si al acabar las últimas páginas,
esta idea no ha logrado transformarse en otra: esa que te habla de que habrás
de ir (como Zenón en Opus Nigrum) a la búsqueda de ti mismo. De mí misma.
Sus relatos siempre albergan
preguntas. A veces como volutas de humo,
a veces, como crisálidas, a veces, a bocajarro, a veces como de cínico, a veces
como libélulas.
Para mí, leer sus escritos es recordar lo
que me enseñaban mis primeros maestros en psicoanálisis, cuando todavía mucho
campo era orégano y los maestros desgranaban sin prisas ni cuenta de minutos la
herencia a quienes estábamos ávidos de recogerla. De digerirla en sorbos rápidos o lentos, según se pudiera, pero
continuados. Es seguir aprendiendo y desaprendiendo y perdiéndome y, de nuevo, volver a
rebuscarme. Es evocar, de algún modo complejo -incluso para mí misma-, el
estreno confuso de la primera sesión y señalar vagamente hacia el horizonte desmentido de las últimas.
Sus libros… Decidí hace tiempo no leerlos
en las noches en que la soledad afina en exceso y las ausencias reinan demasiado a sus anchas sin contornos
de luna. Está decidido al amparo del
rescate preciso, de un hilo con el que adentrarme por la búsqueda a que
invitan, y que no siempre acepto. Y es una decisión que sostengo para con su
bienvenido libro nuevo.
Me reconcilia, sin embargo, que entre su literatura, a veces del espanto,
pueda enternecer hasta las lágrimas cuando leo sobre sus seres cabales, como el
dulce marido difunto de La viuda morosa.
Hombres cabales amigos de hombres cabales. Hombres que nos quieren amar a las
mujeres. Que nos aman entregados a la
sutil tarea de encontrarse con nosotras en lo que se reconoce que siempre nos falta a algunas
de nosotras y algunos de ellos. Y
enredarnos, sudando dichosos, dichosas en la búsqueda incierta, pero alegres
de estar juntos.
Recuerdo
el placer de la risa - que me arrancó hasta hacerla carcajada- el diálogo de toma y daca sin respiro, sensual y certero
del marinero y la prostituta de Operación
Afrodita.
La zonas de sus libros, me evocan otros
territorios de suspense; de policiacas, territorios de extrañamiento; de
realismos sucios y mágicos, de cotidianas hechas con palabras de desayuno, de
Poemas que nos muestran “el miedo a la muerte en un puñado de polvo”. Poemas de
dicha donde el azar remite a su condición de lo trágico y lo hermoso. ¿Cómo dejar de celebrar la vida cuando se
escribe sobre la banalidad de los hacedores del mal, de malhechores? ¿Cuantas
veces hubo el autor de Clandestinidad buscar con urgencia la risa, el silencio,
el amor o la amistad para curarse de semejante desgarradura escrita? Y cómo no
volver a respirar, cuando a la vuelta de una página te encuentras ante la
vastedad que ya contiene solamente el título: Mas- lí -bra -nos -del- bien.
Ese bien tan corrosivo como el mal y, tal
vez aún más imperceptible.
En sus escritos reencuentro historias de países que han
sufrido, igual que el mío, bajo las botas de las leyes sin texto, como
bien viene a exponer Joaquín Caretti,
reencuentro holocaustos saturados de contextos, restos que quedan
siempre; restos de restos; reencuentro mi afecto por Argentina; inolvidables
amores y también palos de ciega. De ciegos. Reencuentro arqueologías humanas,
interrogantes silencios cálidos, personales certidumbres sin principio ni
finales definidos, heridas cicatrizantes, explosivos desactivados a tiempo.
Reencuentro la tarea ética y estética que construye “la alternativa a lo
siniestro”, aquella que me conmueve, que tanta sustancia me dio y me sigue
dando para seguir pensando sobre el
proceso creador, en mitad de las vorágines de verdad y las vorágines de plástico…
Sus escritos de sal, inciden sin
clemencia en la fisura de lo que te atañe.
Me atañe.
¿Dispara el hombre escritor, la mujer escritora,
con
las balas que los atraviesan?
¿Muere el ser humano de la muerte con que mata?
Y
qué habremos de seguir haciendo con el humo que ha quedado en el aire.
Dicen que
ha escrito Gustavo Dessal un nuevo libro que lleva por título Demasiado
rojo- temblad, la presentación es “inminente”- que ha vuelto a las andadas. Que insiste,
como el deseo.
Si quieres leerlo aprenderás mucho de los
músculos del psicoanálisis, de sus tejidos, desde dentro de los personajes, del
fuelle de sus diástoles. Para mí suelen ser buenas lecciones magistrales, de
esas que se hacen como sin quererlo; restos de conferencias que saturaron la
sala de miradas confluyentes, divergentes, de incómodos silencios, y
palabras-nutriente, de memoria de tantos y tantos seres ya de ceniza, que se
desgañitaron queriendo propagar, como
ondas expansivas, lo que iban descubriendo sobre los otros, sobre ellos mismos, sobre
ellas mismas.
Hallarás en sus escritos, al mismo
tiempo, seres y situaciones que nos componen y nos descomponen, hombres y
mujeres hechos y derechos, hombres y mujeres hechas y deshechas. Al mismo
tiempo amor y extranjerías de nosotras mismas, banalidad del mal y lluvia que
escampa, siniestridad de la aparente luz y
fértiles oscuridades, ironía y llave de la celda, gusto amargo y
carcajada. Suelen sus libros hacer que me reencuentre con mis certierrumbres de
musgo y cal.
Tal vez, como yo, eches siempre de menos
la atmósfera, las temperaturas en que se cuecen las hilachas que reconocen y entretejen las palabras del
exilio. Pero eso…
A veces sus cuentos agridulces son como
fuerzas de asalto, se deslizan y agazapan y, de tanto en tanto, logran
sitiarte, soterrarte, desenterrarte, situarte. Me pregunto. Me gusta
preguntarme sobre sus escritos que parecen requerir –afortunadamente- alzar el vuelo lejos de las paradas de
autobuses, porque parecen reclamar abrirse paso
por entre la tierra y los cascotes de los descampados, como los zarzales
que gustan de crecer junto a las rosas. Porque son como moscas que van y vienen, van y vienen,
necesarias, furiosas, aparentemente vulgares, señalando sin descanso, en la
vigilia y en los sueños, hacia las zanjas donde se esconde y pervive lo que
nombrarse quiere por entre las costuras reventadas de las gentes y las cosas
Luisa Corbacho.
1 comentario:
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