Con una
prosa exquisita, tan cuidada como natural, con un saber hacer muy suyo, José Mª
Merino nos convoca a participar de la intimidad del protagonista de su
última novela El río del Edén, en las
páginas impregnadas del olor de los montes que el protagonista recorre, páginas
de la preciosa novela que me ha conmovido.
En ella
el autor se sirve de Silvio, el niño Down que entiende las cosas a su modo y
que en su cabeza se hace una idea de la realidad y de la muerte mucho más dulce
que lo que nos pueda decir a los adultos la fría materialidad de una urna
funeraria. De esta forma aparece en la narración el amor a su madre, un amor
que no entiende ni de espacio ni de tiempo, un amor tan fantástico y real, que
le durará para siempre, ese amor que el padre, con su frialdad explicativa,
parece haber perdido.
Con esa
voz aparece ante nosotros el Daniel más ajeno a la intimidad por la que el niño
transita, el otro Daniel, esa parte dañina de la realidad dual que todos
padecemos y que convive con su parte más benéfica. Es la complejidad que todos llevamos
a cuestas como un fardo, carentes como estamos del conocimiento total y
completo de nosotros mismos. Pero esa 2ª persona que camina junto al niño, ese
hilo del pensamiento que se interroga a si mismo, esa persona quiere descubrir
por qué paso todo, y saber cual de los dos Danieles manda allí, porque ya no se
reconoce en ninguno. Y ahí es cuando Daniel padre se da cuenta de que cada
hombre tiene ese afluente que antes de salir al exterior circula por los cauces
más ocultos y recónditos hasta que ya, más crecido, sale a la luz. Porque el
ser humano no está hecho de una sola pieza, sino de varias partes unidas entre
si por un mal pegamento que ni siquiera disimula las uniones. Así seguimos la
lectura de este libro que nos sugiere tanto, para oír finalmente a José Mª
Merino decir, que la vida es una línea intrincada y enrevesada semejante al
dibujo que inaugura cada capítulo.
Padre e hijo caminan hasta llegar al lugar en
el que un día, él, con su mujer, creyó
encontrar el Edén, la felicidad absoluta y el amor eterno, el lugar de
la promesa, pero cuidado, y eso él no lo sabía, porque aquello no era más que
la promesa. Y ese es el lugar donde se
esconde el tesoro, pero ese es también el lugar de la posible traición, el
lugar donde se desdobla la personalidad de cada cual. Sin duda, a la Naturaleza
que despierta sueños de felicidad en los seres humanos y que consigue forjar
una ilusión sensible en nuestro ánimo, a esta Naturaleza le somos indiferentes,
en tanto que nuestro sistema emotivo reacciona al ser muy sensible a ciertas
experiencias de luz y color. Y esas sensaciones que llevan al protagonista a idealizar
un encuentro amoroso, puede ser que estén vacías de contenido y ser luego
desplazadas por otras.
Porque
el tiempo edénico sólo vive en nuestro imaginario. Y también porque el
protagonista, tras conseguir una vida amorosa satisfactoria, siempre deja la
puerta abierta a un posible desencuentro, de tal forma, que no es capaz de
perseverar en su deseo junto a la madre del niño. Y es que el deseo, aún siendo
colmado, nunca es certidumbre de una felicidad perdurable.
Así es
como Daniel va sumando pérdidas, a una sucede otra, y al lado del idílico y
añorado mito de la Biblia, surge la diferencia que destruye al mito en su
esencia, la diferente estructura mental de los protagonistas, la diferente
estrategia con la que cada uno de ellos encara su vida.
Alabo
un libro tan lleno de sugerencias, a la vez que agradezco al autor esa
sencillez con la que hace un recorrido por la vida diaria de los protagonistas
para ver, finalmente, como el último Daniel de la historia se va con la mujer
que, mucho más egoísta y mucho menos idílica que su hermana, tal vez fue su
alma más gemela.
Estupenda
novela en la que el aroma del bosque del Alto Tajo no deja de acompañarnos y rodearnos un sólo instante,
con ese ambiente bello y también algo sobrenatural que a veces parece
oprimirnos.
Exquisita
narración donde, al margen del lugar geográfico donde se ubica, aparece la
letra de algunos juegos infantiles. Esos eran los juegos y las letras que se
cantaban en una ciudad, La Coruña, patria chica del autor y también mía,
coincidencia que me ha llevado a recordar la música con la que acompañábamos
aquellas letras cuando jugábamos de pequeñas en los jardines de Méndez Núñez,
del popularmente conocido “relleno”.
Pero
esta es otra historia.
En todo
caso, enhorabuena.
Mª José Martínez
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