“El
caballerazgo de Selimpia Citerior estaba vacante en ese momento”
Leí esta novela de
Calvino hace aproximadamente veinte años, y recuerdo perfectamente el
entusiasmo que me produjo. Ese entusiasmo quedó registrado en unas notas que
había escrito, cuidadosamente, en las hojas de un cuaderno. Por supuesto, una
vez realizada esta segunda lectura, la curiosidad me llevó a volver sobre
aquellas anotaciones. Tengo que decir que, si bien la nueva lectura me dio
ocasión de renovar aquél entusiasmo, comprobé, en cambio, que las notas que
había escrito dejaron de representarme. Aquellos significantes, al igual que le
ocurrió al significante “Caballerazgo de
Selimpia Citerior” antes de que se encontrara con Agilulfo, simplemente, quedaron
vacantes, vacíos, dejaron de ejercer su función de representarme como lector y
como sujeto. Aquel lector, no voy a decir que haya desaparecido o se haya
disuelto, como le ocurrió a Agilulfo en el bosque por el que transitaba al
encuentro con la verdad, digamos que ese lector y ese sujeto, ahora, es
representado por otros significantes diferentes que, a fin de cuentas, tienen
la misma función que los antiguos, a saber, paliar mi insustancialidad, así
como el “Caballerazgo...” paliaba la
de Agilulfo.
Cuento esta pequeña
historia de mis circunstancias como lector, y la cuento de esta manera, porque
la simpática alegoría de Calvino que hoy nos ocupa me conduce a un momento estructural,
ese momento donde el cuerpo humano se encuentra con el lenguaje para constituir
a Agilulfo como sujeto y mortificarlo en una duda permanente.
Una pregunta
atraviesa toda mi lectura acerca de El
caballero inexistente: ¿Quién fue Agilulfo? La respuesta que encuentro es
que Agilulfo fue un desamparado cualquiera, marcado con un nombre propio, también
como cualquiera, e imperiosamente arrojado a la búsqueda del lenguaje, o lo que
es lo mismo, a la búsqueda de un significante que lo representase frente al
mundo. Y, al contrario que su contrapunto, el escudero Gurdulú, fue de los
afortunados, encontró el lenguaje. El significante “Caballerazgo de Selimpia Citerior”, que estaba vacante –como lo
están, en principio, todos los significantes— cumple la función de esa
representación para Agilulfo. Podemos decir entonces que, al menos en un primer
momento, “Caballerazgo de Selimpia
Citerior” se propone como representante de Agilulfo.
¿Dónde se introduce
Agilulfo al posicionarse bajo la égida de ese significante? En un escenario
idéntico al de cualquier ser humano que entra en el lenguaje. Va fabricando una
leyenda, una historia, representado y determinado, de forma clara, por ese
significante, a partir de lo cual se convierte en guardián de la verdad, en
supervisor del orden, o es visto como un ideal de referencia para el otro, o es
objeto de deseo amoroso, etc. Pero hay algo muy importante que la novela de
Calvino pone en juego, someterse al lenguaje implica dejar de ser sustancial,
dejar de ser un cuerpo orgánico y convertirse, literalmente, en un monumento
andante. Así pasa Agilulfo a
constituirse en una imagen insustancial que, sin embargo, le otorga una
identidad y una totalidad: la armadura.
Vayamos siguiendo
los pasos. Desde el lugar de Agilulfo, la novela es concebida por Calvino como
un viaje hacia la verdad, una verdad que daría cuenta del auténtico ser de
Agilulfo:
“Mi nombre está al término de mi viaje” (P.
87)
Es un viaje
atravesado por una paradoja, la del ser de Agilulfo. El significante lo
determina de tal manera que, a partir de “Caballerazgo
de Selimpia Citerior”, puede decir antes que nada: “yo soy”. Primera y única certeza contundente que el caballero da
como contestación a Carlomagno cuando pasa revista a sus tropas. Pero es un ser
que se revela, en ese mismo momento, no siendo, pues ante la obstinación de
Carlomagno Agilulfo responde: “Yo no
existo”. Y toda la aventura literaria del caballero está atravesada por esa
paradoja, por esa veta hamletiana que no hace, sino, mostrar algo bastante
común, los padecimientos de la verdad a través del pensamiento, es decir, la
duda de un obsesivo como Agilulfo: ¿Existo o no existo? ¿Estoy vivo o estoy
muerto? ¿Soy o no soy?
Calvino ofrece algunas
claves en el contrapunto que establece entre Agilulfo y su escudero Gurdulú. La
pone en boca de Carlomagno:
“Este súbdito que existe pero que no sabe que
existe y este paladín mío que sabe que existe y en cambio no existe” (31)
Pero es un contrapunto
que hace referencia tanto al cuerpo como al ser atravesado por el lenguaje.
Dice del escudero de Agilulfo respecto al cuerpo, resaltando su naturalidad
orgánica:
“Corpachón carnoso que parecía revolcarse en
medio de las cosas existentes” (33)
Respecto al
lenguaje resalta su no adscripción:
“Se diría que los nombres le corren por
encima sin conseguir nunca engancharle” (31)
Y respecto a la
existencia:
“quizá no pueda llamársele loco: es sólo uno
que existe pero que no sabe que existe” (31)
Estas referencias
nos sitúan directamente en la cuestión del cuerpo, obviamente, fundamental para
el caballero Agilulfo y para el lector. Podríamos sintetizar la cosa diciendo
que Gurdulú “es” un cuerpo, pero “no tiene” cuerpo. Por el contrario,
Agilulfo “tiene” un cuerpo, pero “no es” un cuerpo. No sé si con esta
hipótesis contribuyo a solucionar el rompecabezas o a dificultar su acabado.
Trataré de explicarme.
Agilulfo no posee un
organismo al que nombrar como cuerpo, sólo puede mostrar un monumento metálico
sustituyendo al cuerpo. Pero nada puede extrañarnos, como sujetos, en esta
metáfora metálica de la imagen del cuerpo. Es la primera operación que
padecemos todos, como sujetos, por la entrada en el lenguaje, perdemos nuestro
cuerpo natural, nuestro organismo, para ser reemplazado por una imagen total,
la que nos da el espejo y nos confirma o nos desmiente la palabra del Otro, de nuestros
otros primordiales. Esa imagen es la que nos permite decir que “tenemos” un cuerpo, mientras el cuerpo
orgánico y natural no nos dice nada, no nos consuela de nada. Y Agilulfo no “es” un cuerpo, pero “tiene” un cuerpo, una imagen total, su
armadura, monumento impoluto que, en tal caso, como monumento, conmemora el
cuerpo perdido. Esa es la insustancialidad que siente Agilulfo y la
mortificación por lo perdido. Es, simplemente, una alegoría de nuestra propia insustancialidad.
En Gurdulú, por el
contrario, no tuvo lugar la incorporación al lenguaje, ninguna palabra lo
representa particularmente como sujeto. Queda retenido en una sustancialidad
orgánica, en “ser” un cuerpo. Para él
no hay distinción con el exterior, no hay Otro, por eso no tiene duda, es una
mariposa, una rana, un pez, una hoja, etc., todo ello fundiéndose en un puro
goce orgánico y natural. Gurdulú parece un remedo radical de la Olenka de
Chejov, pero al contrario que aquélla, sin posibilidad de confundirse con un mundo
simbólico en el que sustentarse.
Finalmente, decir
que Agilulfo, como todo sujeto que se incorpora al lenguaje, es deudor respecto
de lo simbólico. Ello implica ser también sujeto del inconsciente y de la
verdad, a quienes Agilulfo tiene que rendir cuentas. Precisamente, el
acontecimiento con Sofronia se presenta en la novela como su historia aparcada,
la historia que encierra una verdad antigua, equívoca y paradójica. Turrismundo
parece surgir como alegoría del inconsciente y de su irrupción abrupta,
produciendo el malestar que hace vacilar toda una estructura subjetiva, y que
hace vacilar, nada menos, el significante que representa a Agilulfo. Cuando el
fantasma del caballero paladín, como formación simbólica e imaginaria, se viene
abajo, el problema está servido. La ficción que sostiene a Agilulfo, es decir, toda
la vida, toda la realidad que se deriva del determinismo al que obliga el
significante “Caballero de Selimpia
Citerior” ya no lo sostiene. La insustancialidad se hace real, se hace
visible, insoportable, tanto que Agilulfo se disuelve en ese sendero que
transita hacia su nombre verdadero.
En definitiva, la
novela de Calvino viene a mostrar cómo la posibilidad de sostenerse en la “ex-sistencia”, “fuera de...”, o lo que es lo mismo, en la insustancialidad, nos la
ofrece el lenguaje, los significantes. Sólo ellos posibilitan la construcción
de una ficción como escenario vital. Así le ocurre a Agilulfo mientras se
siente representado por el “Caballerazgo
de Selimpia Citerior”. Pero a veces, la vida nos obliga a comprobar que la
única sustanciación para nuestra verdad es ese, la ficción. ¿Poca cosa para
nuestro caballero? Así es el ser de lo humano. Y, a fin de cuentas, Agilulfo,
más allá de los adornos e imposturas propias de la época histórica, no deja de
ser una alegoría de cualquier sujeto nacido en cualquier época de la historia
de la humanidad.
El problema para
Agilulfo es que en tiempos de Carlomagno todavía no había nacido Sigmund Freud.
Seguro que en el diván, en lugar de dejarse caer por el abismo de la
melancolía, hubiera podido llegar a hacer algo con su insustancialidad, por
ejemplo, situarla bajo cualquier otro significante que lo acogiese en una
ficción renovada.
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