La prudencia sólo es buena cuando se trata de conservar
aquello que ya no interesa” (Saramago 1997:35)
“La metáfora siempre fue la mejor forma de explicar las
cosas” (Saramago 1997: 267)
La novela que hoy nos ocupa, sin duda, ofrece un abanico muy amplio de
lecturas posibles. Y ello porque el ejercicio de ironía continua y hasta de sarcasmo que lleva a cabo
Saramago, además de constituir el estilo con el que transita los dramas personales
en toda su narrativa, es la figura lingüística con la que, de forma sin igual, el
escritor portugués toma, recorre, atraviesa y elabora multitud de conceptos tanto
estructurales como existenciales. Son conceptos que se van configurando, ya
desde el comienzo, alrededor de un agujero negro ineludible. Si Todos los nombres, como título, sugiere un
afán de absoluto, un anhelo de totalidad, podemos decir que la cita que a
continuación del título abre la lectura, nos enfrenta con la idea de un abismo
insalvable que se resume en la imposibilidad de conocer quiénes somos. Es el desencuentro
clásico entre el sentido de lo humano, que muchas instancias quisieran
pleno, y la persistencia inevitable de ese agujero negro existencial
que coarta toda aspiración de plenitud de ese sentido.
En este juego con el sentido de la existencia, tanto general como
particular –los temas principales son la muerte y el saber sobre dos
existencias particulares, la mujer desconocida y el Sr. José— en este juego la
“Conservaduría” representa todo el
saber, ese afán de plenitud, de que nada escape al registro, al cálculo, a la
estadística, al control. ¿Por qué digo que representa todo el saber? Al
respecto hay que señalar algo sobre lo que Saramago es muy explícito. La
palabra portuguesa “tudo”,
diferenciándola de “todo”, viene a
indicar una totalidad en contraposición a la nada. Es en esa instancia de saber y registro de la “Conservaduría” donde el Sr. José, en principio, cree
encontrar “tudo”, es decir, la
totalidad del saber, por ejemplo, sobre el obispo, cuestión bien especificada
por la novela en la frase:
“El orgullo de haber conocido
todo (tudo), fue esa la palabra que dijo, todo (tudo), acerca de la vida del
obispo” (Saramago, 1997:27)
Pero ese “tudo” es una pura
ilusión, incluso una falsificación. Porque hay una vertiente muy
fructífera en la novela. Por un lado, si pensamos que la “Conservaduría” es la
instancia que, como metáfora, resguarda “el todo” del saber, es decir, toda la
conciencia y todo el conocimiento de la humanidad, también nos muestra el otro
lado de la moneda, y es el de ser garante de un saber rancio, muerto de
antemano, que se va arrinconando en el olvido en tanto no puede articularse a
ningún deseo. Eso es lo que sugieren, también de forma metafórica, las
estanterías del fondo de la “Conservaduría”, lugar a dónde van a parar todas
las fichas de registro sobre los muertos.
Por otro lado, y en contraposición a la ranciedad de ese saber, “la mujer desconocida” aparecería en toda
su potencia si se la toma como la alegoría que viene a representar la idea de agujero,
el no saber, en la plenitud de la “Conservaduría”. Pero lo importante es que
ese agujero, paradójicamente, surge como resorte, como causa de un auténtico
deseo que moviliza al prudente Sr. José. Nuestro apocado funcionario es un personaje
simplemente maquinal cuando se limita al campo del saber rancio que la
conservaduría pone a su alcance, sea en el trabajo o como coleccionista. Nada
se juega allí acerca de una vida auténtica, nada se juega allí en relación al
deseo y, por tanto, al cuerpo. Sin embargo, cuanto es tomado por el agujero del
saber, simbolizado por “la mujer
desconocida”, su deseo rompe los límites de cualquier conciencia, va más allá del saber de cualquier ficha, de cualquier
registro, para poner todo patas arriba e implicar al cuerpo de forma absoluta. La
novela nos muestra ahí la ubicación de la auténtica causa del deseo, no
delante, como puede ser el señuelo de un saber institucionalizado, sino detrás,
como agujero, como falta. Si el saber oficial e institucional aliena al Sr.
José, si le sirve únicamente como recurso para su aburrimiento, para pasar el
tiempo rellenando fichas de famosos intrascendentes, el agujero, por el
contrario, moviliza un auténtico deseo, poniendo en juego el cuerpo y el mismo
ser del Sr. José. El cambio es sustancial, y está muy bien expresado cuando
Saramago expone la diferencia entre el ser de la conciencia del Sr. José y su
ser de deseo:
“... las mismas células, la
mismas facciones, la misma estatura, el mismo modo de mirar y sin que la
estadística se pudiese apercibir del cambio, esa vida pasó a ser otra vida, y
otra persona esa persona” (Saramago, 1997:31)
Al respecto, resulta significativa la contraposición entre el peso de
los anhelos, como simple divertimento, y el peso del deseo que toma a un sujeto
como el Sr. José. El peso de un auténtico deseo vale por el peso de todos los
anhelos, es lo que podemos deducir de la siguiente frase:
“... era como si los acabase de
colocar en los platos de una balanza, cien en este lado, un en el otro, y
después, sorprendido, desabriese que todos aquellos junto no pesaban más que
éste, que cien eran iguales a uno, que uno valía tanto como cien” (Saramago,
1997:38)
Siguiendo
con la cuestión del deseo, hay que detenerse en las determinaciones virtuosas que
proyecta sobre nuestro protagonista. El Sr. José es presentado como un hombre
de espíritu conservador, miedoso, sufriente, apocado, recatado, prudente,
pudoroso. Pero cuando un ser humano es tomado por un auténtico deseo, es capaz
de enfrentarse a decisiones y situaciones que jamás soñó. Pues con el deseo, el
Sr. José no sólo pone en juego el sentido del acto de la mujer desconocida,
sino, y sobre todo, pone en juego el sentido de su propia existencia, ante lo
cual no importa, siquiera, la posición estable que se haya alcanzado en la
vida, como se ve cuando siente peligrar su trabajo en la Oficina del registro
civil. Y esas son palabras mayores. El Sr. José, literalmente, se juega la estabilidad
de su vida por un deseo, se juega el sostenimiento de su imagen y de su cuerpo
cuando es tomado por ese deseo. Y ahí ya no se puede decir que el Sr. José sea
un conservador, es decir, de alguna manera deja de ser un fiel integrante de la
“Conservaduría”.
A mi modo de ver, el Sr. José acaba configurando
un concepto de belleza muy nietzscheano, si pensamos en la propuesta que el
filósofo hace en Así habló Zaratustra.
“¿Dónde
se da la belleza? Donde yo tengo que querer con toda mi voluntad, donde quiero
amar y hundirme en mi ocaso para que la imagen no quede reducida a pura imagen.
¡Amar y hundirse en su ocaso son dos cosas que van unidas desde toda la
eternidad! Voluntad de amar significa estar dispuesto incluso a morir”.
Esa parece la misma posición del Sr.
José, quien, como dice la voz del narrador, ama a “la mujer desconocida”. Ella es alegoría, también, de la amada, pues
el sentido de su acto vendría a completar el sentido del acto de nuestro
protagonista. En busca de ese amor anda el Sr. José, por ese amor está
dispuesto a hundirse en el ocaso y, a nuestra vista, de él nunca podrá
quedarnos una imagen apocada, pues rompe todas las barreras que se le ponen por
delante, excepto la última, la que nadie puede romper, la del sentido
definitivo. Y eso es haber adquirido, no el conocimiento del sentido, pero sí la
sabiduría, es decir, la belleza que otorga asumir el sinsentido de la
existencia.
Por
lo tanto, la audacia del Sr. José nos deja una buena enseñanza. Y es que el
auténtico deseo, indefectiblemente, muestra que la victoria siempre es
dolorosa. El sentido final que debía de advenir desde la mujer desconocida, no
se revela, su muerte lo guardará eternamente. Paradójicamente, asumiendo esa
incompletud, es como un ser apocado, trasponiendo la puerta de la prudencia, se
convierte en un ser superior. No porque haya adquirido conocimiento, repito, pues
el deseo nunca dará en la diana de un sentido pleno, sino porque ha adquirido
sabiduría, y eso sí lo da el deseo. El Sr. José llega a la meta, llega al
horizonte que se propuso, o mejor diríamos, al horizonte que lo tomó, llega al
muro del sinsentido. Es el fin:
“Dar con la nariz en el muro, expresión
metafórica que significa, Llegaste al fin” (Saramago 1997:248)
Ese
es su triunfo y su caída. Ahí, el papel del jefe es providencial. A pesar de
las apariencias de personaje despótico, desde la distancia, desde una mirada
trasversal, deja hacer al Sr. José, le deja aprender, como haría un buen padre
con su hijo. El jefe, en su escenario de la “Conservaduría”, viene a mostrar
que la labor educativa y política que lleva a cabo es una imposibilidad. El Sr.
José es el resto que no entra en ese afán de control del poder conservador. El
conservador, a pesar de las apariencias, sabe de esa imposibilidad y es condescendiente
con la ilegalidad del Sr. José. Ahí radica una nobleza que, como punto final, hasta
nos hace derramar una lágrima.
Miguel
Alonso
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