jueves, 25 de febrero de 2016

Todos los nombres, de José Saramago, comentario de Miguel Alonso

La prudencia sólo es buena cuando se trata de conservar aquello que ya no interesa” (Saramago 1997:35)
“La metáfora siempre fue la mejor forma de explicar las cosas” (Saramago 1997: 267)
                                                                                  
La novela que hoy nos ocupa, sin duda, ofrece un abanico muy amplio de lecturas posibles. Y ello porque el ejercicio de ironía continua y hasta de sarcasmo que lleva a cabo Saramago, además de constituir el estilo con el que transita los dramas personales en toda su narrativa, es la figura lingüística con la que, de forma sin igual, el escritor portugués toma, recorre, atraviesa y elabora multitud de conceptos tanto estructurales como existenciales. Son conceptos que se van configurando, ya desde el comienzo, alrededor de un agujero negro ineludible. Si Todos los nombres, como título, sugiere un afán de absoluto, un anhelo de totalidad, podemos decir que la cita que a continuación del título abre la lectura, nos enfrenta con la idea de un abismo insalvable que se resume en la imposibilidad de conocer quiénes somos. Es el desencuentro clásico entre el sentido de lo humano, que muchas instancias quisieran pleno, y la persistencia inevitable de ese agujero negro existencial que coarta toda aspiración de plenitud de ese sentido.  

En este juego con el sentido de la existencia, tanto general como particular –los temas principales son la muerte y el saber sobre dos existencias particulares, la mujer desconocida y el Sr. José— en este juego la “Conservaduría” representa todo el saber, ese afán de plenitud, de que nada escape al registro, al cálculo, a la estadística, al control. ¿Por qué digo que representa todo el saber? Al respecto hay que señalar algo sobre lo que Saramago es muy explícito. La palabra portuguesa “tudo”, diferenciándola de “todo”, viene a indicar una totalidad en contraposición a la nada. Es en esa instancia de saber y registro de la “Conservaduría” donde el Sr. José, en principio, cree encontrar “tudo”, es decir, la totalidad del saber, por ejemplo, sobre el obispo, cuestión bien especificada por la novela en la frase:

El orgullo de haber conocido todo (tudo), fue esa la palabra que dijo, todo (tudo), acerca de la vida del obispo” (Saramago, 1997:27)

Pero ese “tudo” es una pura ilusión, incluso una falsificación. Porque hay una vertiente muy fructífera en la novela. Por un lado, si pensamos que la “Conservaduría” es la instancia que, como metáfora, resguarda el todo” del saber, es decir, toda la conciencia y todo el conocimiento de la humanidad, también nos muestra el otro lado de la moneda, y es el de ser garante de un saber rancio, muerto de antemano, que se va arrinconando en el olvido en tanto no puede articularse a ningún deseo. Eso es lo que sugieren, también de forma metafórica, las estanterías del fondo de la “Conservaduría”, lugar a dónde van a parar todas las fichas de registro sobre los muertos.

Por otro lado, y en contraposición a la ranciedad de ese saber, “la mujer desconocida” aparecería en toda su potencia si se la toma como la alegoría que viene a representar la idea de agujero, el no saber, en la plenitud de la “Conservaduría”. Pero lo importante es que ese agujero, paradójicamente, surge como resorte, como causa de un auténtico deseo que moviliza al prudente Sr. José. Nuestro apocado funcionario es un personaje simplemente maquinal cuando se limita al campo del saber rancio que la conservaduría pone a su alcance, sea en el trabajo o como coleccionista. Nada se juega allí acerca de una vida auténtica, nada se juega allí en relación al deseo y, por tanto, al cuerpo. Sin embargo, cuanto es tomado por el agujero del saber, simbolizado por “la mujer desconocida”, su deseo rompe los límites de cualquier conciencia, va más allá del saber de cualquier ficha, de cualquier registro, para poner todo patas arriba e implicar al cuerpo de forma absoluta. La novela nos muestra ahí la ubicación de la auténtica causa del deseo, no delante, como puede ser el señuelo de un saber institucionalizado, sino detrás, como agujero, como falta. Si el saber oficial e institucional aliena al Sr. José, si le sirve únicamente como recurso para su aburrimiento, para pasar el tiempo rellenando fichas de famosos intrascendentes, el agujero, por el contrario, moviliza un auténtico deseo, poniendo en juego el cuerpo y el mismo ser del Sr. José. El cambio es sustancial, y está muy bien expresado cuando Saramago expone la diferencia entre el ser de la conciencia del Sr. José y su ser de deseo:  

“... las mismas células, la mismas facciones, la misma estatura, el mismo modo de mirar y sin que la estadística se pudiese apercibir del cambio, esa vida pasó a ser otra vida, y otra persona esa persona” (Saramago, 1997:31)

Al respecto, resulta significativa la contraposición entre el peso de los anhelos, como simple divertimento, y el peso del deseo que toma a un sujeto como el Sr. José. El peso de un auténtico deseo vale por el peso de todos los anhelos, es lo que podemos deducir de la siguiente frase:

“... era como si los acabase de colocar en los platos de una balanza, cien en este lado, un en el otro, y después, sorprendido, desabriese que todos aquellos junto no pesaban más que éste, que cien eran iguales a uno, que uno valía tanto como cien” (Saramago, 1997:38)
  
Siguiendo con la cuestión del deseo, hay que detenerse en las determinaciones virtuosas que proyecta sobre nuestro protagonista. El Sr. José es presentado como un hombre de espíritu conservador, miedoso, sufriente, apocado, recatado, prudente, pudoroso. Pero cuando un ser humano es tomado por un auténtico deseo, es capaz de enfrentarse a decisiones y situaciones que jamás soñó. Pues con el deseo, el Sr. José no sólo pone en juego el sentido del acto de la mujer desconocida, sino, y sobre todo, pone en juego el sentido de su propia existencia, ante lo cual no importa, siquiera, la posición estable que se haya alcanzado en la vida, como se ve cuando siente peligrar su trabajo en la Oficina del registro civil. Y esas son palabras mayores. El Sr. José, literalmente, se juega la estabilidad de su vida por un deseo, se juega el sostenimiento de su imagen y de su cuerpo cuando es tomado por ese deseo. Y ahí ya no se puede decir que el Sr. José sea un conservador, es decir, de alguna manera deja de ser un fiel integrante de la “Conservaduría”.   

A mi modo de ver, el Sr. José acaba configurando un concepto de belleza muy nietzscheano, si pensamos en la propuesta que el filósofo hace en Así habló Zaratustra.

¿Dónde se da la belleza? Donde yo tengo que querer con toda mi voluntad, donde quiero amar y hundirme en mi ocaso para que la imagen no quede reducida a pura imagen. ¡Amar y hundirse en su ocaso son dos cosas que van unidas desde toda la eternidad! Voluntad de amar significa estar dispuesto incluso a morir”.

Esa parece la misma posición del Sr. José, quien, como dice la voz del narrador, ama a “la mujer desconocida”. Ella es alegoría, también, de la amada, pues el sentido de su acto vendría a completar el sentido del acto de nuestro protagonista. En busca de ese amor anda el Sr. José, por ese amor está dispuesto a hundirse en el ocaso y, a nuestra vista, de él nunca podrá quedarnos una imagen apocada, pues rompe todas las barreras que se le ponen por delante, excepto la última, la que nadie puede romper, la del sentido definitivo. Y eso es haber adquirido, no el conocimiento del sentido, pero sí la sabiduría, es decir, la belleza que otorga asumir el sinsentido de la existencia. 

Por lo tanto, la audacia del Sr. José nos deja una buena enseñanza. Y es que el auténtico deseo, indefectiblemente, muestra que la victoria siempre es dolorosa. El sentido final que debía de advenir desde la mujer desconocida, no se revela, su muerte lo guardará eternamente. Paradójicamente, asumiendo esa incompletud, es como un ser apocado, trasponiendo la puerta de la prudencia, se convierte en un ser superior. No porque haya adquirido conocimiento, repito, pues el deseo nunca dará en la diana de un sentido pleno, sino porque ha adquirido sabiduría, y eso sí lo da el deseo. El Sr. José llega a la meta, llega al horizonte que se propuso, o mejor diríamos, al horizonte que lo tomó, llega al muro del sinsentido. Es el fin:

Dar con la nariz en el muro, expresión metafórica que significa, Llegaste al fin” (Saramago 1997:248)

Ese es su triunfo y su caída. Ahí, el papel del jefe es providencial. A pesar de las apariencias de personaje despótico, desde la distancia, desde una mirada trasversal, deja hacer al Sr. José, le deja aprender, como haría un buen padre con su hijo. El jefe, en su escenario de la “Conservaduría”, viene a mostrar que la labor educativa y política que lleva a cabo es una imposibilidad. El Sr. José es el resto que no entra en ese afán de control del poder conservador. El conservador, a pesar de las apariencias, sabe de esa imposibilidad y es condescendiente con la ilegalidad del Sr. José. Ahí radica una nobleza que, como punto final, hasta nos hace derramar una lágrima.


Miguel Alonso

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