Esta es la
segunda obra de Saramago que vamos a trabajar en nuestra tertulia. La anterior
fue El viaje del elefante, y la discutimos en
enero de 2009. He leído toda la producción de este autor, y considero que Todos los nombres y Ensayo
sobre la ceguera son sus dos novelas más impresionantes, lo que por
supuesto no es más que una opinión
basada en el gusto personal.
José Saramago es
el artista de la lucha del hombre consigo mismo. En todos sus libros logra
recrear ese estilo de monólogo interior que nos acompaña constantemente, lo
sepamos o no, esa voz que nos habla y a la que no podemos sustraernos. Ese
monólogo que, paradójicamente, nos convierte en interlocutores de nosotros mismos.
La escritura de Saramago está construida ex profeso para transmitirnos que -más
allá de las pequeñas o grandes hazañas de sus personajes- es la soledad del
hombre común a la que se trata una y otra vez de hacer hablar. En este libro,
tal vez un poco más que en sus restantes novelas, se nos muestra mediante una
profunda metáfora la materialidad de la que estamos hechos. La “moterialité”,
escribió una vez Lacan, jugando con “mot” (“palabra”) y “materialité”. El
terrible poder de lo simbólico, su dimensión sagrada. “Las palabras son más
importantes que los hechos”, repite el protagonista de El
regreso, el cuento de Joseph Conrad con el que comenzamos este
ciclo. Pero no debemos olvidar que los hechos no son sin las palabras, y
tampoco los seres.
Voy a darles
algunas ideas generales, unas líneas gruesas a modo de apertura. Comienzo con
una breve reflexión acerca del título: Todos los
nombres. Veremos cómo el desarrollo de la trama nos va a ir
llevando, poco a poco, a la negación de ese título. En efecto, no hay “todos
los nombres”, y aunque ignoro si Saramago ha leído a Lacan (una pregunta que no
suelo hacerme cuando me enfrasco en la literatura), creo que su fina
sensibilidad poética en cualquier caso no necesita del saber psicoanalítico, ya
que en el inicio mismo de la obra nos planta un epígrafe que pertenece al Libro de las evidencias, un libro inventado por el
autor, un libro inexistente, y el epígrafe es tan impactante que por sí solo
justifica el libro, incluso aunque el resto de las páginas estuviese en blanco.
“Conoces el nombre que te dieron, no conoces el nombre que tienes”. Eso
bastaría para un seminario entero. Esa diferencia, que es una extraordinaria
forma de subrayar la inevitabilidad del inconsciente, objeta desde la primera
página la idea de que la Conservaduría General del Registro Civil pueda
contener “todos” los nombres. El “todo” queda desmentido por la razón de que el
nombre que nos nombra no representa la totalidad de lo que somos, en primer
lugar porque dicha totalidad no existe. El nombre que nos ha sido dado alberga
un misterio, el misterio del deseo de aquel que nos soñó, y al que permanecemos
encadenados. Al nombrarnos como nos han nombrado estamos impedidos de alcanzar
ese otro nombre, el nombre que nos falta para nombrar lo más real de lo que
somos.
La
Conservaduría, y más tarde el Cementerio, son las metáforas del universo de los
hombres, que navegan a la deriva en el océano infinito de las palabras,
creyendo que van hacia alguna parte. El hombre, en el sentido genérico del término,
nace a la vida por efecto de las palabras, pero ellas también lo mortifican, es
decir, le dan la posibilidad de pensar acerca de la muerte, algo en sí mismo
impensable, primer nombre que falta, puesto que ninguno puede en verdad
decirla. Pero el sujeto humano, el sujeto que es siervo e instrumento del
terrible poder de lo simbólico, debe su existencia de viviente al hecho de que
puede desear, y desear, como ustedes bien saben, se refiere precisamente a un
rango de la experiencia que eventualmente llega a ser tanto o más indispensable
como las necesidades que aseguran la supervivencia. Don José, que no se
caracteriza por ser un hombre notable, va a comprometer incluso el bienestar
del cuerpo en aras de un deseo, un deseo que ni siquiera él mismo puede
nombrar, aunque lo argumente con muchos pensamientos. Segunda objeción a “todos
los nombres”.
La vida humana
no puede concebirse por fuera del universo simbólico, “nombres y fechas cuya
suprema importancia les viene de ser ellos…quienes dan existencia legal a la
realidad de la existencia”. Pero tal como Kafka supo percibirlo, la existencia
legal es asimismo el apresamiento del sujeto en ese orden de la burocracia en
el que se realiza la secreta alianza entre la ley y los imperativos tiránicos
del superyo. Es en ese mundo ordenado, el mundo de la clasificación y la
memoria, el mundo en el que se pretende la contabilidad rigurosa e infalible de
los que llegan a la vida, se unen, se desunen y por fin se marchan hacia esa
misma nada de la que han venido, en ese mundo, va a sucederle a Don José algo
inédito, algo que descompleta esa totalidad absoluta: la contingencia de un
hallazgo, una ficha que Don José no pretendía buscar. Que esa contingencia
tenga nombre de mujer no es una casualidad, puesto que solo de lo femenino es
esperable que el orden del mundo cese por un instante de escribirse. Como
tampoco es una casualidad que ese nombre -y no cualquier otro de lo miles que
han pasado por las manos del escribiente- un nombre que jamás conoceremos, que
lógicamente Don José conoce pero que no se nos revelará a los lectores, ese
nombre, repito, y por razones que escapan al entendimiento tanto del
protagonista como de nosotros, se convertirá en causa de una epopeya que
cambiará la vida de nuestro modesto héroe. “El azar no escoge -escribe el
autor- propone, fue el azar quien le trajo la mujer desconocida, solo al azar
le compete tener voto en esta materia. No le faltan desconocidos en el fichero,
pero le faltan los motivos para escoger a uno de ellos y no a otro, uno de
ellos en particular, y no uno cualquiera de todos los otros”. Que sea uno y no
otro, allí radica lo esencial, lo que decide el destino de una vida. El azar
propone, pero el sujeto puede aceptar la propuesta o dejar que pase de largo.
Si alguien cree que
la vida, una vida cualquiera, tiene algún sentido, que detrás del proyecto de
un sujeto hay una intuición coherente y fundada en las bases orgánicas de la
razón, Don José es la demostración de lo contrario. Él mismo no sabe qué es lo
que va a buscar en el misterio de esa mujer desconocida, puesto que así lo
intuye a cada paso, y aún así sabe que ya nada puede detenerlo, que debe llegar
hasta el final, aunque nada permite hacerse a la idea de en qué consiste ese
final, dónde debe trazarse la línea, o el punto, o el momento en el que sea
preciso detenerse con el sentimiento de haber cumplido el cometido.
“Conoces el
nombre que te dieron, no conoces el nombre que tienes”. En el encuentro con el
pastor que conduce su rebaño por los derroteros del cementerio, encuentro con
el Dios vivo que le confiesa el secreto de los nombres cambiados, Don José va a
tener la experiencia de una revelación. El dicho nombre propio es siempre
impropio, el verdadero nombre es otro.
GUSTAVO
DESSAL
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