Hoy
vamos a conversar sobre un libro diferente. Entre otras razones, su diferencia
estriba para mi gusto en que se trata de una forma literaria que se resiste a
una clasificación de los géneros establecidos. Es en parte una novela, en parte
un ensayo, hecho de fragmentos unidos entre sí por una prosa exquisita, una
sensibilidad poética capaz de convertir la historia de un personaje legendario
pero de escasa trascendencia, en la metáfora del nacimiento de una era que hoy
domina nuestro mundo. La sociedad del espectáculo como creadora de la realidad.
El mito de la caverna que Platón, confinado a las sombras donde los hombres dan
la espalda a la verdad, he recorrido varios siglos hasta llegar a nuestros días
a plena luz. La verdad convertida en aquello que se da a ver, aquello que se
muestra conforme a una estructura de ficción que puede manipularse, fabricarse,
deformarse, curvarse a la medida de las necesidades del discurso al que dicha
ficción sirve.
En
manos de Éric Vuillard, la singular historia de Buffalo
Bill
se transforma en el paradigma del espectáculo como sistema de organización
social. La mirada, elevada a la potencia suprema gracias a la magia del
progreso técnico, se declina en todas las variantes posibles. Somos
voyeuristas, exhibicionistas, gozamos de ver y de enseñar, de espiar, de
merodear. Más que nunca, necesitamos la fábrica de sueños, dejarnos adormecer
por las imágenes que nos llegan desde todas partes. Estamos cautivos incluso por
la visión del horror que irrumpe en lo real, pero que la imagen
teletransportada es capaz de reabsorber hasta el punto de convertir ese
estallido de lo real en causa del deseo, del deseo de ver lo que en verdad es
invisible en aquello que vemos.
Tristeza
de la Tierra es la crónica de un dolor, del viejo
dolor del mundo que no cesa de repetirse, una crónica que se abre con el
recordatorio de la Exposición Universal de Chicago en 1893, cuando se cumplían
400 años del viaje de Colón a las Nuevas Indias. Vuillard es un autor
extraordinariamente hábil para encontrar los recortes históricos con los que
desarrolla su ensayo poético. La notable confluencia de esa Exposición
Universal, donde Occidente expone el resultado de su superioridad bélica,
ideológica y colonial, y la animación ofrecida al público gracias a la
asombrosa puesta en escena del Wild West Show, es
el pistoletazo de salida de esta narración que recorremos a saltos, y que nos lleva a transitar por los caminos
de aquellos a los que la historia ha olvidado. La perversidad humana posee
recursos inimaginables. No hay limite alguno para lo que el hombre es capaz de
hacer consigo mismo y con sus semejantes. Yo mismo he tenido la oportunidad de
ver con mis propios ojos al “negro de Bañoles”, como se conocía al cuerpo
embalsamado de un varón de Botsuana, adquirido por el Museo Darder de esa
localidad de Girona. Su retirada en el año 2000 como resultado de diversas
gestiones diplomáticas y su repatriación a Africa donde recibió sepultura, fue
objeto de grandes protestas por parte de los habitantes de Bañoles, quienes
consideraban a su negrito embalsamado “parte de la familia”. El negro de
Bañoles no se distingue mucho de lo que el público deseaba ver en el gran show
del Wild West: el indio, el objeto que suscitaba
una mezcla de fascinación y de horror, algo que encarnaba una parte esencial de
los fantasmas inconscientes. El indio, sometido, casi exterminado, convertido
en artículo de feria, se exhibía como representación imaginaria de aquello que
toda comunidad necesita exorcizar para constituir su pretendida identidad y
cohesión como cuerpo social. El indio era lo Otro, el rostro visible de aquella
oscuridad que no podemos atrapar en nosotros mismos, pero cuya existencia
intuimos y que necesitamos arrancarnos para proyectarla de manera visible,
atroz y cautivante, objeto causa del amor y el odio más extremos. Solo mediante
su eliminación creemos poder afirmarnos. El ser solo se sostiene como imagen a
condición de desprender de sí una parte, el deshecho arrojado a la exterioridad
del mundo, y que le retorna como extrañeza, como alteridad que lo asalta y que
despierta la ferocidad de las pulsiones.
Tristeza
de la tierra es un libro que
nos habla de muchas cosas, en especial de la historia del progreso humano como
crónica de la crueldad y la barbarie. “Lobo es el
hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”,
escribió Plauto el comediante, aunque fue Hobbes quien difundió la verdad que
contiene. Pero me atrevo a suponer que si Buffalo Bill ha interesado a Éric
Vuillard, es porque nos demuestra hasta qué punto el horror puede llegar a
banalizarse y transformarse en mercancía. Todo puede negociarse, venderse,
comprarse, convertirse en objeto de trueque, publicidad o fuente de plusvalía. Sitting
Bull, humillado y derrotado, firma un contrato para convertirse en un personaje
del show. Se reserva el derecho de venta de las fotografías y la firma de
autógrafos. Alguien debió asesorarlo, pero su rendición al discurso del
progreso no lo salvó de la ambición de los hombres que trajeron los caballos,
las armas y los virus que acabaron con una grandiosa cultura. Antes de morir
pudo formar parte de la teatralización de la historia, en la que la masacre de
Wounded Knee se convierte en el Show de Truman, y el West Wild Show,
antecedente de la grandiosa maquinaria de Hollywood, neutraliza el sufrimiento
y emplea su magia alquímica para convertirlo en diversión al alcance de las
masas.
No
sé cuánto hay de invención y cuánto de realidad histórica en la recreación del
personaje de Buffalo Bill, lo cual por supuesto carece de toda importancia.
Importa la soledad de quien, en la cima de su celebridad, ya no sabe distinguir
entre William Cody y el actor que representa. William Cody también forma parte
de ese mismo procedimiento por el cual el discurso crea la verdad como ficción,
como verdad mentirosa. Buffalo Bill es una invención que supera al sujeto
mismo, al punto de que William debe imitarse a sí mismo, a ese “sí mismo” que
en realidad fue inventado por otro, y debe imitarlo cada vez más, hasta el
extremo de sus fuerzas, porque el espectáculo debe continuar. Su vida se
convierte en la parodia de alguien que ha olvidado el nombre que alguna vez
recibió. Pero no debemos perder de vista que Vuillard en ningún momento
pretende sumarse a la idea calderoniana de que la vida es sueño. La vida podría
ser un sueño si no fuese porque existe el cuerpo. ¿Qué es el cuerpo? Es aquello
que tenemos. Lo que finalmente queda, incluso muerto, como resto inextinguible.
Esos cuerpos que vivos o muertos forman los escombros de la historia, y allí
tenemos el ejemplo del indio piel roja que, en una de las actuaciones en
Europa, muere y es enterrado en Marsella. “Solo participan de la historia los
deportados” -afirma Lacan en una de sus conferencias sobre Joyce. “Puesto que
el hombre tiene un cuerpo, es por el cuerpo por lo que se lo tiene”. Frase
oracular, inspirada sin duda en los horrores del nazismo, pero que no ha dejado
de recorrer el curso de la pretendida humanidad. Esos cuerpos que se reclaman,
que se buscan, que se entierran en secreto, se envían en trenes, se transportan
en bodegas de barcos, pateras, botes inflables. Esos cuerpos a la deriva, esos
cuerpos que huyen, que atraviesan fronteras, que invaden y desacomodan el paisaje,
que manchan todas las Exposiciones Universales, que se comercian, se negocian y
se reparten entre gobiernos, mafias y organizaciones solidarias.
La
escritura de Éric Vuillard es una forma especial de mirar el mundo. Él, del
mismo modo que lo hace en su relato Congo, aún
no traducido al castellano, no juzga, no moraliza, pero al mismo tiempo tampoco
es neutral. Es, como Alejo Carpentier, un cronista de la tristeza. Deja
constancia, mediante el decir poético, de una conclusión que extrae estudiando
al detalle una fotografía, donde vemos a un indio sentado, con un gesto en el
que se adivina el esbozo de una sonrisa. Los ojos del indio están puestos en un
punto que no podemos localizar, y el autor se limita a afirmar que, a pesar de
esa sonrisa, aquella criatura sabe que va a morir. ¿Morimos todos? He aquí la
gran tristeza de la tierra. No, no morimos todos. Mueren ellos. Nosotros -y
aquí debemos discutir quiénes somos nosotros y
quiénes ellos-
nosotros no morimos nunca.
El
libro podría haber acabado aquí, con este extraordinario final que, sin buscar
víctimas y culpables, nos deja un cierto sentimiento de vergüenza. Nunca he
comprendido la idea de que debemos asumir como nuestro el pecado original. En
cambio comprendo un poco más cuando Lacan reflexiona que una de las cosas más
graves del mundo moderno es que ya nadie se muera de vergüenza. El libro podría
haber acabado aquí, decía, pero el autor nos reserva una sorpresa, una especie
de pieza suelta, o que al menos lo parece en una primera lectura. Sin embargo,
creo que esa pieza encaja muy bien con la historia que la precede. Mientras
Buffalo Bill, los americanos y la Europa entera se disputaba esa gigantesca
empresa de devastación que conocemos con el nombre de progreso, un individuo
singular, llamado Wilson Alwyn Bentley, que vivía en el estado de Vermont, con
tan solo quince años estudiaba al microscopio los copos de nieve. El joven
Bentley comienza a apasionarse por eso, y descubre que Dios ha hecho a todos
los copos de nieve diferentes. No existe ninguno igual a otro. La nieve, esa
masa que solo podemos apreciar en su conjunto, está en verdad hecha de miles de
millones de minúsculas partículas irrepetibles. Aisladas de sus semejantes (que
no sus iguales, por lo que ya hemos dicho), son extremadamente evanescentes, se
esfuman en el aire, haciéndose invisibles. Los copos de nieve, como algunos
otros fenómenos episódicos y fugaces, pertenecen a un mundo que está casi fuera
del alcance de nuestra mirada. Por eso es necesario el uso de instrumentos
técnicos que permiten extenderla hasta límites inimaginables. Con el paso de
los años, lo esencial de la vida de Wilson “se concentra en los ojos. Wilson
estaba por completo en la mirada, como si vivir consistiese en ver, en mirar,
como si él estuviese hechizado por lo visible y buscase algo apasionadamente.
¿Pero qué? Tal vez nada. Solo el sentimiento del tiempo que muere, de las
formas que desfallecen”. Hay otra manera de mirar, de buscar lo esencial en lo
que no habrá de repetirse nunca, en la diferencia que se desvanece al instante
en el largo curso de la historia. Wilson quiso fotografiar el viento, y no pudo
lograrlo. ¿Habrá considerado esa imposibilidad como un fracaso, o por el
contrario como su mayor logro?
Gustavo Dessal
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