Buenos días a todos: desde Rennes, donde vivo, os ofrezco –acompañadas
de mi simpatía— unas palabras sobre la literatura y la manera como
yo la encaro.
Si la escritura implica abandonarse a los poderes de un ritmo y
abrazar el enigma de las palabras, es porque un cierto nivel de verdad no puede
alcanzarse más que escribiendo, en una suerte de dialecto, por
así decirlo.
Pero también por una relación universal con la realidad del mundo, que
se establece, de una manera particular, a través de la prosa.
La prosa es la lengua vulgar escrita, una lengua a la vez singular y
compartida. Es el pequeño latín del alma y el lenguaje común de nuestras verdades.
Y hay en ello un doble hechizo: por un lado, la prosa de cada uno debe
tocar la sensibilidad de todos, la lengua escrita por una persona debe poder
ser leída por otras; pero por otro lado debe alcanzar a
cada uno, personalmente.
La literatura es una actividad contingente, enfrentada con el
presente. Ella no puede ser inocente respecto a su tiempo, a su ambiente, a
todo lo que nos envuelve y nos estructura.
A lo largo de un relato, sensibles sutilezas agravan nuestras dudas,
nos acercamos a un personaje, le toleramos más cosas, nuestra empatía refuerza pero nubla nuestro juicio. La
literatura, por la familiaridad que ella establece con sus personajes,
acrecienta nuestra perplejidad. Y, sin embargo, en determinado momento es preciso decidir. Nuestra
época, más que ninguna otra, requiere ser clara.
Cuando en el capítulo "Historias", al final de Tristeza de la tierra,
evoco a los indios supervivientes de la masacre, de pronto generalizo, y es para mí un momento
esencial del relato, que me aprieta el corazón. Abandonamos la historia del espectáculo,
nos alejamos en parte del drama indio, y caemos sobre otra cosa, más incómoda y
más universal: la miseria.
Después de eso viene la nieve, otra pasión distinta del simulacro y
del beneficio, otra manera de ver donde ya no somos más espectadores. Y después, por una pequeña alegoría, esto señala
la igualdad como una relación entre las singularidades, porque ser iguales no
es ser idénticos, sino pertenecer a una misma multitud. A eso lo llamamos
humanidad.
Yo escribo para dar a ver. Es una vieja inclinación de la escritura.
Digamos que las palabras pueden alcanzar una cosa que está oculta a los
hombres. No es un elemento abstracto, lejano, o ideal, es tal vez un cierto
reflejo de los acontecimientos y de la materia.
Pero escribo también para encarnar los hechos, dar vida a siluetas, a
pensamientos, y eso permite intentar un contraste con la indiferencia del
tiempo.
Os deseo una buena tertulia. Con un saludo amistoso, Eric.
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