miércoles, 4 de mayo de 2016

Tristeza de la tierra. La otra historia de Buffalo Bill, de Éric Vuillard. Comentario de Miguel Alonso

Cuando un poeta canta estamos en sus manos: él es el que sabe despertar en nosotros aquellas fuerzas secretas; sus palabras nos descubren un mundo maravilloso que antes no conocíamos”. Novalis

El poeta, sin duda, es Éric Vuillard. Él introduce la belleza que, de forma latente y poética, circula bajo el texto Tristeza de la tierra, y que en su final se presenta de forma explícita en toda su grandeza, en toda su potencia. Por eso me apetecía encarar mi comentario sobre la novela de Vuillard desde la categoría de lo bello. Deseaba demorarme, al igual que Wilson Alwyn, en esa frontera profundamente humana donde el no saber, presente en el enigma del copo de nieve, puede entregar algo de su esencia, al menos de forma momentánea; deseaba demorarme en ese enigma de la belleza que, al contrario del espectáculo inhabitable de Buffalo Bill, no solicita nada ni vampiriza a los sujetos, ni les roba su fuerza, ni siquiera pretende la ostentación del reconocimiento público, ni emplaza a los sujetos más que en su función artesanal; deseaba demorarme en el enigma de lo bello, ese enigma que, paradójicamente, custodia nuestro vacío no rechazándolo, sino sabiendo que está ahí, dándole un marco a nuestra imposibilidad, asumiendo el no saber, dando lugar, de ese modo, a un espacio de auténtica habitabilidad para lo humano. Así nos lo enseña Wilson Alwyn.

Pero Tristeza de la tierra no es una excepción a lo que considero una regla en la manifestación artística, y es que a lo bello se le opone, siempre, una cara amarga: lo siniestro, que la historia de Buffalo Bill hace tan presente. Haremos una pequeña digresión para recordar el cuadro Los embajadores de Hans Holbein. Allí, la categoría de lo siniestro, apenas perceptible, ocupaba una porción inferior del cuadro, era una figura difuminada que nos sorprendía, que nos extrañaba, para luego, situándonos a una cierta distancia del cuadro, verla con toda claridad, lo cual produce en nosotros un efecto de parálisis. Porque esa figura difuminada era el horror, era la calavera de la muerte que nos miraba para mostrarnos la finitud de lo humano y, con ello, la banalidad de toda ostentación, de toda impostura, de toda presunción, de todo narcisismo. ¿Dónde se concreta esta digresión en Tristeza de la tierra? Si pensamos en el espectáculo de Buffalo Bill y en su posición ante la muerte, ahí se trae a escena lo siniestro: es el momento en que, desprotegido el americano, desnudo, despojado de las vestimentas de la vanidad, se le presenta la muerte, entonces, como lo siniestro, como esa estructura de emplazamiento inevitable que deja al descubierto su miseria, encarnada en la angustia, en el terror que siente ante la revelación absoluta de la calavera, es decir, de su condición trágica. Es como una advertencia, pues los oropeles del espectáculo de Buffalo Bill no dejan de ser precursores de los que ostentamos en nuestro espectacular mundo capitalista.    

Ya tenemos lo siniestro y lo bello reunidos en Tristeza de la Tierra. Buffalo Bill y Wilson Alwyn son los personajes en los que esas categorías se encarnan.

Habría que decir que, como alternativa a la ostentación, la belleza no parece una mala salida para estar en el mundo. Incluso allí, la muerte de Wilson Alwyn no nos parece tan siniestra. Nunca como en su caso se nos muestra tan humana y tan ética la elección de una forma de morir. Podríamos pensar que Wilson Alwyn es, en Tristeza de la tierra, la figura difuminada, no de la muerte ni del horror, sino de la belleza. Todo al revés que en el cuadro Los embajadores. Alwyn, aunque personaje real, encarnando aquí una alegoría moderna del deseo y de la auténtica condición trágica, estaba fuera del alcance de nuestra mirada, pero llevaba insinuándose y mirándonos desde el comienzo de la novela en ese halo poético que se va esparciendo por todo el texto. Algo intuíamos a medida que íbamos leyendo, aunque no podíamos precisar qué era. Y era Wilson Alwyn –personificación de una poética humilde del vacío— lo que necesitaba Tristeza de la tierra para mirarnos, para sorprendernos, para paralizarnos con su belleza e interrogarnos sobre nuestra estructura humana –tan complicada como la del copo de nieve— y constituirse, de esa manera, en una auténtica obra de arte.

¿Cuál es el saber hacer del artista? Con el espectáculo de Buffalo Bill, Vuillard nos va alejando de la imagen difuminada de Wilson Alwyn, parece que la vamos a perder definitivamente en el barrizal del espectáculo de Buffalo Bill, obsceno y decadente, pero, en realidad, lo que hace el autor es situarnos a la distancia precisa y adecuada para que, por fin, podamos recibir el impacto de lo bello. Desde esta distancia, Vuillard despierta en el lector las fuerzas secretas de las que hablaba Novalis para movilizarlas, de manera que podamos descubrir la posibilidad de construir un mundo habitable a partir de la categoría de lo bello. De esa manera, la vida clara, ya no difuminada, de Wilson Alwyn, nos captura para intentar redimir a lo humano de la inmundicia en que nos sume el espectáculo pre-capitalista de Buffalo Bill. 

Todo lo dicho, y todo lo que está por decir en este comentario, está contenido en la frase del comienzo ¡Vaya frase!: “El espectáculo es el origen del mundo. En él radica lo trágico, inmóvil en una rara obsolescencia”.
        
En esta frase, a parte del fallido origen del mundo, explicitado por el autor, está contenida la novela Tristeza de la tierra; está contenida toda una premonición filosófica ya antigua, a saber, el no querer saber nada de la condición trágica de lo humano: “rara obsolescencia”; como consecuencia de ello, está implícita la misma parálisis del mundo y la posibilidad de la explotación del hombre por el hombre; pero también está la esencia del arte, es decir, la posibilidad de que un saber hacer como el de Vuillard sea capaz de reflejar, a través de la literatura, esa auténtica condición, siempre trágica, de los seres humanos, pero también la posibilidad de velarla por medio de un halo de belleza. 

Hay mundos como el de Buffalo Bill, precursores del capitalismo más obsceno, que con el espectáculo tratan de borrar, de ocultar, de tachar la simpleza de lo humano y su auténtica condición trágica. Insisto en la cuestión de la autenticidad en contraposición con su condición de obsolescencia. La paradoja es enorme. Pues cerrar los oídos a la escucha de lo trágico, tratar de borrarlo, de volverlo obsoleto, da lugar a su perpetuación por el lado de lo peor, es decir, da lugar a la institucionalización de la peor vertiente de lo humano: una pulsión de muerte desatada. Y es que los recursos que hay que emplear para diluir lo trágico implica realizar un esfuerzo supremo y continuo de renovación para que la maquinaria capitalista y siniestra no se pare. Esos recursos sólo se pueden extraer de la explotación de lo humano o de la explotación de la naturaleza. En Tristeza de la tierra, Buffalo Bill es el representante de una voluntad de goce perversa que agujerea la piel de los indios para robarles toda su fuerza, y son los espectadores los que se prestan a ese juego infame. Buffalo Bill encarna una estructura de emplazamiento que se apropia de la energía vital de los indios para poder llevar a buen puerto sus cálculos económicos, su afán de grandeza y su vanidad. La pulsión de muerte emerge con toda su fuerza para explotar y eliminar al pueblo indio, que goza la vida de otra manera. Es el ejercicio mortal de la más cruel exclusión. Se le da pábulo al dios obsceno, al dios de lo ilimitado, al dios insaciable y sin escrúpulos que exige el sacrificio continuo para satisfacer su goce. Toro Sentado y su tribu son engullidos en el banquete atroz del conquistador y del explotador en honor de su Dios, banquete al que son invitados los espectadores para que sacien su vacío y puedan alejar así, al menos momentáneamente, el sonido de lo trágico arraigado en su ser.

Eso es, a mi modo de ver, inmovilizar lo trágico para perpetuarlo y sentirlo, como Vuillard, estático, en una “rara obsolescencia”. Es no querer asumir que el límite está, indefectiblemente, en el mismo interior. Incluso para Buffalo Bill estuvo callado, inmóvil y obsoleto durante un tiempo para despertar, como un monstruo, en el momento de su decadencia y de su muerte. Insisto, Tristeza de la tierra muestra algo paradójico, y es que tratando de ocultar lo auténticamente trágico, lo que se hace es perpetuarlo de la peor manera y crear un mundo auténticamente inhabitable.  

Wilson Alwyn es el mundo contrario al de Buffalo Bill. Ni siquiera explota a la naturaleza. Él vive el sosiego, la paz, él habita lo libre cuidando lo bello, expresado en la enigmática y diversa estructura del copo de nieve, y tratando de encontrar su esencia. Su ser descansa morando en lo más habitable de lo humano, el deseo. Wilson Alwyn no emplaza a nadie, sólo a la naturaleza, como digo, pero en un sentido artesanal, dejándola fluir, residiendo junto a ella, custodiándola y construyendo un espacio humanamente habitable. 

Como dije antes, las muertes de ambos, la de Buffalo Bill y la de Wilson Alwyn, representan dos polos de lo humano y son bastante significativas respecto a la cuestión ética. Si Buffalo Bill no es capaz de aceptar la muerte como muerte, como esencia de lo trágico, como finitud, no puede elegir una forma de morir, sólo se le impone la desnudez de la angustia que provoca el advenimiento de lo siniestro. El “valiente” Buffalo Bill, el actor brillante en los escenarios, el admirado, el pistolero cabalgando a lomos de su caballo, el inmortal, era un auténtico impostor, pues en el momento final encarna nada menos que el lugar de la cobardía. Wilson Alwyn, por el contrario, vive en su esencia trágica, en su no saber, en su deseo y, de alguna forma, en su elección por la belleza también podemos hablar de una elección, al menos inconsciente, de su propia forma de morir. La belleza le permite sostener una distancia con lo siniestro. Por algo Rilke decía con su sabiduría de poeta: “Lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar”. Ahí está la diferencia crucial, ética y estética, que se deriva de vivir en la ostentación del espectáculo o hacerlo en la humildad del deseo.

Para finalizar voy a enumerar una serie de conclusiones que se derivan de la reflexión que me impone Tristeza de la tierra... Vuillard muestra en esta magnífica novela como lo bello y lo siniestro son dos caras de la misma moneda; Buffalo Bill, como metáfora y como precursor de nuestro mundo capitalista, nos debería de volver prevenidos, pues nos enseña que hay una pulsión de muerte morando, como resto, en lo más íntimo de toda civilización; esa pulsión de muerte es el monstruo que no habría nunca que despertar y al que los perversos y canallas como Buffalo Bill y sus compinches están siempre importunando y perpetuando. Es duro atravesar la historia de Buffalo Bill para leer, una vez más, la mentira, la historia escrita por los vencedores Y sostengo: qué ridículo parece el anhelo de lo colosal ante la nimiedad y belleza de un auténtico deseo; qué grosera nuestra vida si en ella no intuimos el lugar y la función de la belleza; qué descorazonador observar que los seres humanos nos dejemos seducir por los juegos fatuos y miserables de los canallas dando la espalda a nuestra propia poesía; qué infortunio vivir ignorando lo que ese desierto ruin capitalista quiere borrar, nuestra condición trágica como resorte de lo humano, no como obsolescencia, pues su aceptación, como condición ineludible, es, en verdad, lo que nos salva.


Miguel Alonso

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