No todo el mundo se
pregunta por el sentido de su existencia, y es difícil saber si esa es una
actitud recomendable, o si por el contrario demuestra cierta cobardía moral.
¿Estamos obligados a comprometernos en esa pregunta, una pregunta que puede
precipitarnos de inmediato hacia la búsqueda de la verdad? En mi opinión, no
estamos obligados. Es perfectamente respetable que la mayoría de la gente no
elija ese camino, ya que con frecuencia posee la respuesta, aún cuando no la
conozca.
Casi
todos los que estamos aquí tenemos, aunque más no sea a fuerza de repetir
ciertas ideas, una noción de lo que el psicoanálisis entiende cuando hablamos
del concepto de fantasma. Sin entrar en los pormenores teóricos y clínicos que
exceden el marco de nuestras reuniones, podemos decir que el fantasma es lo que
en los seres hablantes responde a la pregunta por el sentido de la existencia.
De la existencia de cada uno, no de la existencia en términos generales, Lo que
pretende responder al sentido de la existencia en términos generales es lo que
solemos denominar una ideología, término que empleo aquí en una acepción
amplia, a fin de incluir en ella un credo religioso, por ejemplo, o una fe
política. El fantasma es en cambio una ideología secreta, privada, personal, al
punto de que si decimos que es inconsciente, es porque sabemos que el sujeto
vive, actúa, piensa, siente, desea, goza y sufre conforme a las respuestas que
su fantasma le proporciona sin que él tenga conciencia de ello.
Hay
personas que funcionan así toda la vida. Cuando una determinada contingencia
introduce una pregunta que no puede ser asimilada por el pequeño repertorio de
respuestas del fantasma, entonces comienzan los problemas, problemas que habrán
de expresarse en el despertar de la angustia, en esa especie de limitación
vital que llamamos inhibición, o en la irrupción de diferentes formas de
sufrimiento que conocemos con el nombre de síntomas.
En
el principio de La extraña nos encontramos con una situación que
podríamos calificar como vulgar, por su carácter casi tópico: el profesor
Viktor Askenasi ha dejado a su mujer por otra más joven. Así suelen ser los
comienzos de varias obras de este autor. A
los protagonistas no les suceden -al menos a primera vista-
acontecimientos extraordinarios, sino bastante comunes. Trabajar con materiales
fantásticos o sobrenaturales, y hacer con ellos una obra de arte, tiene sin
duda un gran mérito. Pero conseguirlo a partir de las pequeñas, sencillas, y a
menudo miserables vulgaridades y reiteraciones de la vida humana, y formar un
producto que se eleve a las alturas de lo sublime, eso es mucho más que un gran
mérito. Es lograr que, en el plano literario, el pensamiento sobre la condición
humana se equipare o incluso supere a la imaginación poética.
¿Por
qué un hombre se separa de su mujer, y con frecuencia se implica con una más
joven? Uno de los pilares de esta obra consiste en que el autor nos demuestre
que no es sencillo responder a este interrogante. No solo porque no existe una
explicación que valga para todos los casos, sino porque en cualquiera de los
casos la razón es mucho más compleja de lo que el sentido común está dispuesto
a admitir. Así es como, partiendo de un hecho banal, Marai nos va internando en
un recorrido inesperado y asombroso. Nos enteramos que Viktor ha vivido toda su
vida asediado por una pregunta. Una pregunta cuya respuesta no pudo hallar
jamás en el saber. La buscó entonces en una mujer, la suya, Anna, quien no fue
capaz de contestarla. Viktor dejó a Anna cuando encontró a Eliz, pensando que
esta vez sí, esta otra le daría la respuesta, pero tampoco sucedió lo que él
esperaba. Esas dos mujeres, más allá de sus diferencias, son estaciones en el
tránsito de Viktor Askenasi en su búsqueda de la verdad. “Askenasi tampoco
buscaba otra cosa que no fuera la verdad”, escribe el autor. Y si ni una ni
otra, ni Anna ni Eliz, pudieron dar satisfacción al interrogante, él se vio
obligado a “seguir su investigación por medios más vulgares, equívocos e
impuros, como eran el cuerpo y los sentidos” (pág. 89). Vemos trazarse de este
modo un recorrido: si la Idea que lo atormenta no se encuentra en los libros,
ni tampoco en las mujeres, será preciso indagar si el cuerpo dice algo. “Tal
vez el cuerpo sepa algo”, piensa (pag. 91).
Mucha
gente cree que el cuerpo es un sujeto supuesto saber. Es una creencia como
muchas otras. Esas personas confían en que el cuerpo posee una sabiduría que le
es inherente, de la cual hay que aprender, y en la que por sobre todo conviene
no interferir. Si para un hombre una mujer puede encarnar la extrañeza y el
misterio, el cuerpo también. De allí que a lo largo de todas sus vicisitudes
Viktor Askenasi se comporta como si en algún lugar de su inconsciente ambas
cosas fuese intercambiables.
Si
en esa búsqueda extraviada e irrefrenable
de la verdad no escatimará esfuerzos ni físicos ni espirituales, hay un
episodio notable que escapa por completo a su comprensión: el episodio del
alienado. La visión del loco, en la que se funden la fascinación, la turbación
y el horror, presenta ante sus ojos lo que aún está lejos de poder captar. El
loco es su doble, o mejor dicho, algo así como un Ángel de la Anunciación. Un
ángel apocalíptico que se ha cruzado en su viaje para anticiparle su destino
final. Tal vez no sea una buena idea acercarse demasiado a la verdad. Tal vez
no sea una buena cosa creer en la verdad de la verdad. Estar demasiado
convencido de su existencia puede conducir a alguien, no a todo el mundo, por
supuesto, a pensar cosas como las que en cierto momento se le ocurren a Viktor:
“Tal vez tenía que haber interrogado a Eliz con más paciencia, más insistencia,
intimidarla, quizá- reflexiona. Matarla, acaso” (pág. 100). “Quizá tenía que
haberle sonsacado una respuesta a golpes, o hacerla pedazos” (pág. 101). Es la
sospecha de que tal vez sea en el campo del goce donde por fin se halle la
verdad tanto tiempo anhelada.
No
le tocó a Eliz esa suerte. Recayó en una tercera, una desconocida, una mucho
más extraña, mediante la cual Viktor accede a la estación final, la del hombre
enfrentado a su desnuda soledad, despojado de todos los envoltorios y objetos
de los que echamos mano para resguardarnos.
Que
no hay Verdad, ni Idea, ni Respuesta, ni goce capaz de colmar el sentido de la
vida, es tal vez la verdad más difícil de soportar. Solemos pagar precios muy
caros, a veces terribles, por persistir en demostrar su existencia.
Gustavo Dessal
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