martes, 11 de octubre de 2016

Lo Real y la mirada en La Extraña de Sándro Màrai. Comentario de Luis Teskiewicz

Lo que nos permite distinguir dentro de toda la producción escrita algunas obras sobre otras y otorgarles un mayor valor literario es, según Cesare Pavese, su polisemia, su pluralidad de sentidos. Eso hace de toda lectura una interpretación sesgada fruto tanto de lo escrito como de la subjetividad de quien lee. Al exponer mi lectura de La extraña no pretendo que mi sesgo sea el único válido ni que tenga más valor que el de otros. Umberto Eco dejó escrito en Confesiones de un joven novelista:

“... cuando leemos una pieza de ficción, aceptamos un acuerdo tácito con su autor o autora, que finge que lo que ha escrito es cierto y nos pide fingir que nos lo tomamos en serio. Al hacer esto, todo novelista diseña un mundo posible, y todos nuestros juicios sobre lo verdadero y lo falso se refieren a ese mundo posible.” (Umberto Eco 2011: 74)

Viktor Askenasi es un personaje de ficción, aunque la fuerza de la escritura de Màrai nos lleve a renegar de eso que sabemos y confundirlo con una persona real. Por lo tanto, no podemos analizarlo como un caso clínico (aunque cuando construimos un caso clínico también creamos un personaje de ficción) ni exigirle coherencia psicológica. Quizás esa coherencia sólo pueda demandarse cuando la propuesta del autor sea una novela psicológica, y aún así no estoy seguro. Porque cuando un personaje literario parece tener profundidad es porque el autor ha sabido desplegarlo desde más de un punto de vista, pero esas diferentes perspectivas continuarán siendo finitas.

Como dice Eco:

Nadie puede afirmar todas las propiedades de un individuo dado o de una especie dada, que son potencialmente infinitos, mientras que las propiedades de los personajes de ficción están severamente limitadas por el texto narrativo, y solo los atributos que menciona el texto cuentan para la identificación del personaje. De hecho, conozco mejor a Leopold Bloom que a mi propio padre.” (Umberto Eco 2011: 123)

Por suerte, para nosotros lectores, Màrai no es un autor psicológico, lo que creo que le permite alcanzar mayor profundidad y verdad (la psicología es siempre un recorte de la subjetividad).
Lo que expondré a continuación no es una interpretación de un sujeto llamado Viktor Askenasi sino de lo que he leído en las últimas 50 páginas de una novela, por muchas razones extraordinaria.

Una epifanía

En el momento nuclear de la novela, Viktor Askenasi asesina a la desconocida de la habitación 42 sin motivo aparente. Apenas ha cruzado una mirada con esa extraña, mirada que lo remite a otras miradas cruzadas con otras mujeres, también extrañas para él. En particular a la mirada de Eliz, mujer en la que Askenasi ha buscado, con más insistencia que en otras, la respuesta a una pregunta nunca formulada sobre el sentido de la vida y una satisfacción final que apaciguaría todos sus deseos, sin hallarla.
Màrai, tan minucioso en toda la novela, elude el momento del asesinato, lo deja tácito, así como su protagonista no puede recordarlo con claridad.
Después del acto, Askenasi sale del hotel con total indiferencia, indiferencia que me recuerda a El extranjero de Camus, publicada sólo unos años más tarde.
Deambula por las calles de Dubrovnyk en un estado semejante a la embriaguez. De pronto lo asalta por sorpresa una experiencia en la que podría encontrarse la respuesta a la pregunta que lo atormenta. Permítanme citar ese momento en extenso, porque es crucial para mi exposición:

“Miró alrededor, cauteloso y con los párpados entornados. Sí, el mundo se presentaba en colores más brillantes y claros que anteriormente. “Será una ilusión óptica”, pensó. Pero todo, hasta los muros de los edificios más antiguos y cochambrosos, el cielo y la calle, los cristales de las ventanas y el picaporte de las puertas le parecieron menos gastados, empapados del encanto de lo nuevo, como si entretanto lo hubieran limpiado con esmero; todo lo que veía parecía resplandecer con un brillo festivo. Se asombró y se puso a observar las cosas con avidez y curiosidad, como si percibiera por primera vez el perfil real de la vida, como si hasta entonces una extraña miopía –que no corregían las gafas- le hubiera impedido observar los objetos, el conjunto de los objetos en su plenitud real, como si acabara de curarse de una enigmática enfermedad de la vista que hasta entonces ni siquiera había notado y que durante cuarenta y ocho años había sumido todo su entorno en la penumbra.” (Sándor Màrai 2008: 111)

Podríamos pensar este momento como  una profusión de lo imaginario, una experiencia irreal que sólo existe en la imaginación, según la definición de la RAE. Un intenso flujo de imágenes vinculadas a afectos, en la definición de Castoradis.

Màrai nos saca pronto de dudas. La experiencia de Askenasi traspasa las imágenes para ir, más allá de la percepción de la realidad, hacia lo real de la materia misma. Escribe en la página siguiente:
“... al igual que cuando en la incolora y vacía placa del microscopio aparece con nitidez un mundo desconocido poblado de seres vivo, cuando cobra vida un mundo orgánico hasta entonces invisible, oculto en una sola gota de agua, y revela flora y fauna allí donde hasta entonces no se veía nada, y se vislumbra la vida, una vida indestructible y rica en formas, una vida que cambia y se multiplica allí donde hasta entonces sólo había una tosca materia árida e inerte, de la misma forma veía Askenasi los minúsculos puntos de territorio que iba enfocando con su mirada.” (Sándor Màrai 2008: 111)

Se trata, entonces, de la manifestación de una cosa. Esa lectura me hizo pensar inmediatamente en una epifanía, en el sentido que les da Joyce a estas experiencias.

Quizás no esté de más recordar que epifanía deriva del griego: epiphneia, literalmente “aparecer en la superficie”, y el sentido que le dio el cristianismo como manifestación de la divinidad en lo terrenal. Celebrada todo los 6 de enero como primera manifestación de Dios a los no judíos, Joyce  le da otro sentido en Stephen, el héroe y Retrato del artista adolescente, sentido en el que Lacan encontró un anudamiento entre lo simbólico y lo real.    

Richard Ellmann, biógrafo de Joyce, definía las epifanías joyceanas como: “la súbita revelación del quid de una cosa / “el espíritu del objeto más vulgar… nos parece radiante” (Ellmann 2002: 103)[1]

Definiciones que, me parece, se ajustan como un guante a esta manifestación de lo real en la experiencia de Viktor Askenasi en La extraña, contemporánea a la escritura del Finnegans Wake.

Màrai y Askenasi asocian esta experiencia con un recuerdo imposible por ser anterior al lenguaje y a toda posibilidad de la memoria:

“Se sentía exultante, por fin volvía a ver el mundo en el que hasta entonces había vivido distraídamente, al que sólo había utilizado y que consideraba sucio, manido y desgastado, sin haberle prestado la menor atención; y entonces recordó que en una ocasión ya lo había visto así, con esa frescura paradisíaca, mucho tiempo atrás, tal vez en la primera infancia, al sentarse en la cuna y mirar la lámpara o la mano que se agitaba ante sus ojos...” (Sándor Màrai 2008: 112)

Una mirada previa a toda constitución subjetiva, previa a la unificación del cuerpo en el reconocimiento de la imagen reflejada en el espejo como Yo. Mano que se ofrece como puro objeto a la mirada.

“Vuelvo a ver y oír como antes”, pensó. Se detuvo y cerró los ojos, aquella felicidad era inmensa, casi insoportable, la felicidad de poder ver el mundo, oírlo y comprenderlo de nuevo, como si acabara de nacer entre aquel sinfín de maravillas.” (Sándor Màrai 2008: 112)

La epifanía de Viktor Askenasi culmina en otra mirada, una mirada de lo real de la que él es el objeto:

“Vagó entre frutas, pescados y carcasas de animales. De vez en cuando lo detenía un olor desconocido y caminaba entre los tenderetes, husmeando hasta dar con su origen, alguna hortaliza o pescado que hasta ahora no había visto. Sirven el almuerzo y quitan la mesa -pensó. Hasta ahora me había conformado con eso. Pero a partir de ahora no será tan sencillo. Se inclinó sobre ciertos animales marinos y, sin prestar atención a los vendedores, se quedó mirando los ojos abiertos y acuosos del calamar, que incluso así, muerto, reflejaban el resplandor del cielo y el rostro de Askenasi. Qué amable -pensó emocionado-, por un instante conserva mi rostro en este diminuto espejo muerto... Todo un detalle por su parte.” (Sándor Màrai 2008: 113)

¿Puede haber mejor imagen de lo real, de aquello que no puede recubrirse con palabras, que los ojos de un calamar muerto?  Ojos que nos remiten a otros ojos (pero esto no está en el texto de Màrai, por lo que es una asociación de la que debo asumir mi autoría): los ojos de la mujer muerta, asesinada en el pasaje al acto de Viktor Askenasi, que seguramente también tuvieron la amabilidad de devolverle una imagen unificada de sí mismo,

La palabra que falta

Al ser humano no lo salva la bondad, pensó atormentado, haciendo un gran esfuerzo para arrancar cada palabra del conglomerado al que toda palabra está pegada, adherida, saturada de sentidos parásitos que la despojan de su sentido original y su fuerza vital, dando cuerpo a la sustancia ancestral, la lengua. Ahora había que limpiar cada palabra, separarla de las demás, desinfectarla.” (Sándor Màrai 2008: 117)
Desinfectar cada palabra para recuperar su sentido original, un sentido que, como la experiencia originaria de satisfacción, no existe. Un sentido que recubriría lo real y lo saturaría; esa es la tarea imposible que se propone Viktor Askenazi.

Hay en Askenasi una lucidez extrema respecto de la insuficiencia de las palabras. Pero no se resigna a ella, y se extravía en la búsqueda de la palabra que falta.

Ese es precisamente el problema: la palabra que falta... En todas la lenguas falta justamente esa palabra, se utilizan perífrasis y los más sabios recurren a los símiles” / “... era simplemente la respuesta a la pregunta de si existía satisfacción, o sea, si tena sentido sufrir. Yo lo he probado todo -trató de justificarse-. A Anna le conté mis sueños, incluso los más horribles, como el de los dientes caídos y aquel otro en que me embistió un caballo, me apoyó las patas en la espalda y me mordió la cara... Más que eso ya no se puede contar. Y con Eliz también lo hablamos todo, todo lo que puede hablar el cuerpo” (Sándor Màrai 2008: 118,119)

Pero todo, incluso todo lo que puede hablar el cuerpo, es insuficiente. Y Viktor Askenasi se ve atrapado en una intrincada jungla de palabras que en conjunto, según señala, no era más que cháchara.

La búsqueda de Víktor Askenasi (no es una interpretación, es explícito) es la búsqueda: “de una última palabra, una sola palabra que respondiera a las preguntas que se hacían los cuerpos recíprocamente” (Sándor Màrai 2008: 119). 

Búsqueda condenada al fracaso por la inexistencia de aquello que se busca. Porque busca en las palabras aquello que, él mismo lo dice, no puede ser encriptado por ellas.

Recuerdo ahora a un paciente que también buscaba esa palabra, pero él creía que sólo a él le faltaba esa palabra que daría sentido a su vida, palabra que seguramente era conocida por el resto de los sujetos y sólo a él estaba vedada. Porque de lo contrario, ¿cómo hacían para vivir?

Sin duda, La extraña es una novela autobiográfica de Màrai, en un sentido más íntimo que el de las Memorias de un burgués publicadas ese mismo año. Autobiográfica en el sentido de que él escribió todas y cada una de las palabras que componen el libro, de que seguramente suyos son el desasosiego por la falta de sentido y él es quien ha vivido, o al menos imaginado, la epifanía de Askenasi. La diferencia es que Sándor Màrai, lejos de realizar un pasaje al acto, dedicó su vida a contarnos, libro tras libro, distintas variantes de la ausencia de sentido y de su búsqueda, nunca tan explícita como en esta novela.

Luis Teskiewicz

Bibliografía

Eco, Umberto. 2011. Confesiones de un joven novelista. Editorial Lumen, Madrid. Ellmann, Richard. 2002. James Joyce. Editorial Anagrama, Barcelona.
Ellmann, Richard. 2002. James Joyce. Editorial Anagrama, Barcelona.
Màrai, Sándor. 2008. La extraña. Editorial Salamandra, Barcelona




[1] A quien le interese un mayor conocimiento de las epifanías joyceanas le sugiero, además del ensayo El tejido Joyce, de Zacarías Marco, la lectura de dos artículos publicados en la web del Círculo Lacaniano James Joyce:

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