Lo
que nos permite distinguir dentro de toda la producción escrita algunas obras
sobre otras y otorgarles un mayor valor literario es, según Cesare Pavese, su polisemia,
su pluralidad de sentidos. Eso hace de toda lectura una interpretación
sesgada fruto tanto de lo escrito como de la subjetividad de quien lee. Al
exponer mi lectura de La extraña no pretendo que mi sesgo sea el único
válido ni que tenga más valor que el de otros. Umberto Eco dejó escrito en Confesiones
de un joven novelista:
“...
cuando leemos una pieza de ficción,
aceptamos un acuerdo tácito con su autor o autora, que finge que lo que ha
escrito es cierto y nos pide fingir que nos lo tomamos en serio. Al hacer esto,
todo novelista diseña un mundo posible, y todos nuestros juicios sobre lo
verdadero y lo falso se refieren a ese mundo posible.” (Umberto Eco 2011:
74)
Viktor
Askenasi es un personaje de ficción, aunque la fuerza de la escritura de Màrai
nos lleve a renegar de eso que sabemos y confundirlo con una persona real. Por
lo tanto, no podemos analizarlo como un caso clínico (aunque cuando construimos
un caso clínico también creamos un personaje de ficción) ni exigirle coherencia
psicológica. Quizás esa coherencia sólo pueda demandarse cuando la propuesta
del autor sea una novela psicológica, y aún así no estoy seguro. Porque cuando
un personaje literario parece tener profundidad es porque el autor ha sabido
desplegarlo desde más de un punto de vista, pero esas diferentes perspectivas
continuarán siendo finitas.
Como
dice Eco:
“Nadie puede afirmar todas las propiedades de
un individuo dado o de una especie dada, que son potencialmente infinitos,
mientras que las propiedades de los personajes de ficción están severamente
limitadas por el texto narrativo, y solo los atributos que menciona el texto
cuentan para la identificación del personaje. De hecho, conozco mejor a Leopold
Bloom que a mi propio padre.” (Umberto Eco 2011: 123)
Por
suerte, para nosotros lectores, Màrai no es un autor psicológico, lo que creo
que le permite alcanzar mayor profundidad y verdad (la psicología es siempre un
recorte de la subjetividad).
Lo
que expondré a continuación no es una interpretación de un sujeto llamado
Viktor Askenasi sino de lo que he leído en las últimas 50 páginas de una
novela, por muchas razones extraordinaria.
Una epifanía
En
el momento nuclear de la novela, Viktor Askenasi asesina a la desconocida de la
habitación 42 sin motivo aparente. Apenas ha cruzado una mirada con esa
extraña, mirada que lo remite a otras miradas cruzadas con otras mujeres, también
extrañas para él. En particular a la mirada de Eliz, mujer en la que Askenasi
ha buscado, con más insistencia que en otras, la respuesta a una pregunta nunca
formulada sobre el sentido de la vida y una satisfacción final que apaciguaría
todos sus deseos, sin hallarla.
Màrai,
tan minucioso en toda la novela, elude el momento del asesinato, lo deja
tácito, así como su protagonista no puede recordarlo con claridad.
Después
del acto, Askenasi sale del hotel con total indiferencia, indiferencia que me
recuerda a El extranjero de Camus, publicada sólo unos años más tarde.
Deambula
por las calles de Dubrovnyk en un estado semejante a la embriaguez. De pronto
lo asalta por sorpresa una experiencia en la que podría encontrarse la
respuesta a la pregunta que lo atormenta. Permítanme citar ese momento en
extenso, porque es crucial para mi exposición:
“Miró alrededor,
cauteloso
y con los párpados entornados. Sí, el mundo se presentaba en colores más
brillantes y claros que anteriormente. “Será una ilusión óptica”, pensó. Pero
todo, hasta los muros de los edificios más antiguos y cochambrosos, el cielo y
la calle, los cristales de las ventanas y el picaporte de las puertas le
parecieron menos gastados, empapados del encanto de lo nuevo, como si
entretanto lo hubieran limpiado con esmero; todo lo que veía parecía
resplandecer con un brillo festivo. Se asombró y se puso a observar las cosas
con avidez y curiosidad, como si percibiera por primera vez el perfil real de
la vida, como si hasta entonces una extraña miopía –que no corregían las gafas-
le hubiera impedido observar los objetos, el conjunto de los objetos en su
plenitud real, como si acabara de curarse de una enigmática enfermedad de la
vista que hasta entonces ni siquiera había notado y que durante cuarenta y ocho
años había sumido todo su entorno en la penumbra.” (Sándor Màrai 2008: 111)
Podríamos
pensar este momento como una profusión
de lo imaginario, una experiencia irreal que sólo existe en la imaginación,
según la definición de la RAE. Un intenso flujo de imágenes vinculadas a
afectos, en la definición de Castoradis.
Màrai
nos saca pronto de dudas. La experiencia de Askenasi traspasa las imágenes para
ir, más allá de la percepción de la realidad, hacia lo real de la materia
misma. Escribe en la página siguiente:
“...
al igual que cuando en la incolora y vacía placa del microscopio aparece con
nitidez un mundo desconocido poblado de seres vivo, cuando cobra vida un mundo
orgánico hasta entonces invisible, oculto en una sola gota de agua, y revela
flora y fauna allí donde hasta entonces no se veía nada, y se vislumbra la
vida, una vida indestructible y rica en formas, una vida que cambia y se
multiplica allí donde hasta entonces sólo había una tosca materia árida e
inerte, de la misma forma veía Askenasi los minúsculos puntos de territorio que
iba enfocando con su mirada.” (Sándor Màrai 2008: 111)
Se
trata, entonces, de la manifestación de
una cosa. Esa lectura me hizo pensar inmediatamente en una epifanía, en el sentido que les da
Joyce a estas experiencias.
Quizás
no esté de más recordar que epifanía deriva del griego: epiphneia,
literalmente “aparecer en la superficie”, y el sentido que le dio el
cristianismo como manifestación de la divinidad en lo terrenal. Celebrada todo
los 6 de enero como primera manifestación de Dios a los no judíos, Joyce le da otro sentido en Stephen, el héroe y
Retrato del artista adolescente, sentido en el que Lacan encontró un
anudamiento entre lo simbólico y lo real.
Richard
Ellmann, biógrafo de Joyce, definía las epifanías joyceanas como: “la súbita revelación del quid de una cosa” / “el espíritu del objeto
más vulgar… nos parece radiante” (Ellmann 2002: 103)[1]
Definiciones
que, me parece, se ajustan como un guante a esta manifestación de lo real en la
experiencia de Viktor Askenasi en La extraña, contemporánea a la
escritura del Finnegans Wake.
Màrai
y Askenasi asocian esta experiencia con un
recuerdo imposible por ser anterior al lenguaje y a toda posibilidad de
la memoria:
“Se sentía
exultante, por fin volvía a ver el
mundo en el que hasta entonces había vivido distraídamente, al que sólo
había utilizado y que consideraba sucio, manido y desgastado, sin haberle
prestado la menor atención; y entonces recordó que en una ocasión ya lo había
visto así, con esa frescura paradisíaca, mucho tiempo atrás, tal vez en la
primera infancia, al sentarse en la
cuna y mirar la lámpara o la mano que se agitaba ante sus ojos...” (Sándor Màrai
2008: 112)
Una
mirada previa a toda constitución subjetiva, previa a la unificación del cuerpo
en el reconocimiento de la imagen reflejada en el espejo como Yo. Mano
que se ofrece como puro objeto a la mirada.
“Vuelvo a ver y
oír como antes”, pensó. Se detuvo y cerró los ojos, aquella felicidad era
inmensa, casi insoportable, la felicidad de poder ver el mundo, oírlo y
comprenderlo de nuevo, como si acabara de nacer entre aquel sinfín de
maravillas.”
(Sándor Màrai 2008: 112)
La
epifanía de Viktor Askenasi culmina en otra mirada, una mirada de lo real de la
que él es el objeto:
“Vagó entre
frutas, pescados y carcasas de animales. De vez en cuando lo detenía un olor
desconocido y caminaba entre los tenderetes, husmeando hasta dar con su origen,
alguna hortaliza o pescado que hasta ahora no había visto. Sirven el almuerzo y quitan la mesa
-pensó. Hasta ahora me había conformado con eso. Pero a partir de ahora no será
tan sencillo. Se inclinó sobre ciertos animales marinos y, sin prestar atención
a los vendedores, se quedó mirando los ojos abiertos y acuosos del calamar, que
incluso así, muerto, reflejaban el resplandor del cielo y el rostro de Askenasi. Qué amable
-pensó emocionado-, por un instante
conserva mi rostro en este diminuto espejo muerto... Todo un detalle por su
parte.” (Sándor
Màrai 2008: 113)
¿Puede
haber mejor imagen de lo real, de aquello que no puede recubrirse con palabras,
que los ojos de un calamar muerto? Ojos
que nos remiten a otros ojos (pero esto no está en el texto de Màrai, por lo
que es una asociación de la que debo asumir mi autoría): los ojos de la mujer
muerta, asesinada en el pasaje al acto de Viktor Askenasi, que seguramente
también tuvieron la amabilidad de devolverle una imagen unificada de sí mismo,
La palabra que falta
“Al ser humano no lo salva la bondad, pensó
atormentado, haciendo un gran esfuerzo para arrancar cada palabra del conglomerado al que toda palabra está pegada,
adherida, saturada de sentidos
parásitos que la despojan de su
sentido original y su fuerza
vital, dando cuerpo a la sustancia ancestral, la lengua. Ahora había que
limpiar cada palabra, separarla de las demás, desinfectarla.” (Sándor Màrai
2008: 117)
Desinfectar
cada palabra para recuperar su sentido
original, un sentido que, como la experiencia originaria de
satisfacción, no existe. Un sentido que recubriría lo real y lo saturaría; esa
es la tarea imposible que se propone Viktor Askenazi.
Hay
en Askenasi una lucidez extrema respecto de la insuficiencia de las palabras.
Pero no se resigna a ella, y se extravía en la búsqueda de la palabra que
falta.
“Ese es precisamente el problema: la palabra que falta... En todas la
lenguas falta justamente esa palabra, se utilizan perífrasis y los más sabios
recurren a los símiles” / “... era simplemente la respuesta a la pregunta de si
existía satisfacción, o sea, si tena
sentido sufrir. Yo lo he probado todo -trató de justificarse-. A Anna le
conté mis sueños, incluso los más horribles, como el de los dientes caídos y
aquel otro en que me embistió un caballo, me apoyó las patas en la espalda y me
mordió la cara... Más que eso ya no se
puede contar. Y con Eliz también lo hablamos todo, todo lo que puede hablar el cuerpo”
(Sándor Màrai 2008: 118,119)
Pero
todo, incluso todo lo que puede hablar el cuerpo, es insuficiente. Y Viktor
Askenasi se ve atrapado en una intrincada jungla de palabras que en conjunto, según señala, no era más que
cháchara.
La
búsqueda de Víktor Askenasi (no es una interpretación, es explícito) es la
búsqueda: “de una última palabra, una sola palabra que respondiera a las
preguntas que se hacían los cuerpos recíprocamente” (Sándor Màrai
2008: 119).
Búsqueda
condenada al fracaso por la inexistencia de aquello que se busca. Porque busca
en las palabras aquello que, él mismo lo dice, no puede ser encriptado por
ellas.
Recuerdo
ahora a un paciente que también buscaba esa palabra, pero él creía que sólo a
él le faltaba esa palabra que daría sentido a su vida, palabra que seguramente
era conocida por el resto de los sujetos y sólo a él estaba vedada. Porque de
lo contrario, ¿cómo hacían para vivir?
Sin
duda, La extraña es una novela
autobiográfica de Màrai, en un sentido más íntimo que el de las Memorias de un burgués publicadas ese
mismo año. Autobiográfica en el sentido de que él escribió todas y cada una de
las palabras que componen el libro, de que seguramente suyos son el desasosiego
por la falta de sentido y él es quien ha vivido, o al menos imaginado, la
epifanía de Askenasi. La diferencia es que Sándor Màrai, lejos de realizar un
pasaje al acto, dedicó su vida a contarnos, libro tras libro, distintas
variantes de la ausencia de sentido y de su búsqueda, nunca tan explícita como
en esta novela.
Luis
Teskiewicz
Bibliografía
Eco, Umberto. 2011. Confesiones de un joven novelista.
Editorial Lumen, Madrid. Ellmann, Richard. 2002. James Joyce. Editorial Anagrama, Barcelona.
Ellmann, Richard. 2002. James Joyce. Editorial Anagrama,
Barcelona.
Màrai,
Sándor. 2008. La extraña. Editorial Salamandra, Barcelona
[1]
A quien le interese un mayor
conocimiento de las epifanías joyceanas le sugiero, además del ensayo El tejido Joyce, de Zacarías Marco, la
lectura de dos artículos publicados en la web del Círculo Lacaniano James
Joyce:
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