martes, 11 de octubre de 2016

Tertulia 73. La extraña, de Sándor Màrai. Comentario de Miguel Alonso

Escritores como Sándor Màrai siempre resultan sorprendentes. No esperaba otra cosa de su novela La extraña. Y si sorprende es porque este tipo de escritores tienen la capacidad de transitar desde el conocimiento hacia la sabiduría. Señalo esta dicotomía porque, a lo largo de toda la lectura, se nos impone que nada relativo al conocimiento construido por la razón, por el pensamiento, por la convención, por el saber, por la filosofía, etc., etc., es capaz de escribir la palabra que falta. Siempre hay algo que no cesa de no escribirse en las relaciones humanas. Pero es necesario señalar que en este tipo de escritores, esta imposibilidad de escritura no es una mera intuición intelectual, sino algo sufrido y vivido con angustia en la misma carne. Así lo muestra Askenasi, que al contrario que sus amigos, que miran hacia otro lado pertrechados en las convenciones, nuestro protagonista muestra esa imposibilidad como una falta que se adhiere de forma sintomática –llega un momento en que no puede entender las palabas corrientes— con angustia y dolor, al cuerpo de nuestro protagonista. El obstinado Askenasi, a pesar de ser maestro, no puede soportar la imposibilidad de escribir la palabra que defina la satisfacción plena de los sexos y acaba arrojándose al abismo de la locura. Una y otra vez comprueba que el enigma de lo femenino, el enigma que para él está encerrado en una mujer, no pasa por esa palabra que él domina a la perfección. Además del remiendo que encuentran los amigos, el mirar para otro lado, o el abismo de la locura, habría otra solución, aceptar la sensación de vacío que nos deja Sándor Màrai al finaliza la lectura, es decir, aceptar que aquellos que hablamos jamás encontraremos esa última palabra. Esa es su sabiduría.

Dicho lo cual, tengo que tomar mis cautelas. No quisiera contaminar la novela con una interpretación demasiado conceptual, pero no tengo la culpa de que sea el mismo Askenasi quien se sitúa en ese terreno. Porque claro, qué diría Jacques Lacan si leyese esta novela. Supongo que suscribiría una literatura que pone en escena su axioma: “La relación sexual no existe”, así como la precariedad de un lenguaje, el humano, que no alcanza a decir lo que falta en esa relación. Con razón decía Freud que habían sido los poetas quienes habían descubierto el inconsciente. Màrai entra dentro de esa nómina, sin duda.

Me resulta gracioso el simple y sencillo argumento de un crucero terapéutico por el mediterráneo para curarse de mal de amores. Sobre él encontré multitud de críticas negativas referidas a la pesadez que trasmitía a la novela, o a lo decepcionante que resultaba Màrai en ella. A mí me resulta perfecto y muy pertinente para lo que está en juego. En la confrontación con la falta, se me ocurre que esa terapia podría ser la metáfora perfecta de tantas terapias prescritas por ilustres “maestros”, esos que “saben” lo que falta. Lo cierto es que, como bien muestra Askenasi –aunque no es necesario llegar a romper ninguna piel en arrebatos de locura o sadismo—  toda terapia es absolutamente ineficaz cuando se trata de escribir la palabra que falta, uno de los centros de gravedad de la novela, y que en caso de ser escrita, haría posible, nada menos, la relación sexual entre hombre y mujer. Ese es el terreno en el que, de principio a fin, se mueve nuestro perdido protagonista.

Creo que, además de las circunstancias subjetivas que vive Askenasi, la sabiduría de Màrai consiste en situar a lo femenino, a La mujer, como algo intocable –entendido lo femenino y La mujer aquí como escenario de esa palabra que falta— un más allá de los límites del lenguaje, encarnando el enigma en el saber sobre la sexualidad. La novela muestra que Askenasi no hace más que estrellarse en ese enigma. Y es así porque no se trata de palabras, simplemente no las hay. Pero la confusión de Askenasi es identificar de forma absoluta lo femenino con las mujeres, de tal manera que para él, la mujer, como imagen, como cuerpo, sería la poseedora de ese enigma y guardaría el tesoro que, en caso de ser puesto a la luz, otorgaría la plenitud, diluyendo así la limitación en la que vive, como hombre, en relación a lo sexual. Porque lo que persigue Askenasi en su deambular, ya desde la juventud, por las diversas mujeres, es ese más allá donde encontraría la fórmula precisa de la relación sexual que, supone, otorgaría la satisfacción plena y la consiguiente comunión entre los sexos. Pero claro, cuando se confunde la mujer con lo femenino, el peligro es que la historia se repita, es decir, si la dama como cuerpo, como imagen, es guardiana del tesoro, ella puede, entonces, temer por su integridad –pensemos en El perfume, de Suskind, en el derecho al goce del Marqués de Sade, o en tanto atropellos cometidos contra la mujer a lo largo de la historia de la humanidad. Podemos decir que Askenasi no posee la inteligencia de Remy de Gourmont en Relatos sombríos. Historias mágicas, cuando escribe:

“¡Oh, ese femenino oscuro que pasa y se marcha y que jamás será tocado –que se desvanecería si se tocase, ya que su encanto reside en ser desconocido e intocable

En efecto. Askenasi es arrebatado por la locura. Como tantos otros, rasga el cuerpo de la mujer, no por machismo, sino en su vano intento de encontrar ese tesoro declinado muy atinadamente en La Extraña como la palabra que falta. Lo femenino, entonces, como no puede ser de otra manera, se desvanece.

Dentro de este escenario, Askenasi señala con precisión la tragicomedia clásica de los sexos con ribetes modernistas en ese fondo de viaje terapéutico por el mediterráneo. Como primer acto nos sugiere que la precariedad de los sexos revolviendo sus cuerpos en prácticas ridículas, chillonas y hasta violentas, en un ardor que dura lo que dura, es decir, un suspiro, es una pura comedia. En realidad, plantea que todas esas prácticas sexuales cotidianas no son más que remedos y remiendos caseros de una relación sexual que, en verdad, no existe, como repite machaconamente Askenasi hablando de la imposibilidad de conseguir la satisfacción plena. Remedos y remiendos que, si bien nos permiten, de forma precaria, distraer nuestra atención de lo verdemente importante: lo que falta en el sexo, pero, advierte que, precisamente por eso, las prácticas sexuales son un obstáculo, un muro que impide el acceso a esa palabra faltante que está en juego.

Como segunda sugerencia presenta la vertiente trágica y sangrienta allí donde la vida sexual, sometida a las leyes estrictas de la represión que impone el lenguaje como orden simbólico, se cita con su frustración, con su fracaso y con la falta que ese mismo lenguaje no puede escribir. Es muy preciso cuando habla de esa represión. Digo vertiente trágica y sangrienta porque, como ya planteé anteriormente, la flecha, vamos a decir mortal, del deseo de Askenasi, apunta a su verdadero objeto. No apunta a aquellas prácticas sexuales banales, ridículas incluso, que practican esos que se nombran como hombre y como mujer. La flecha mortal de su deseo, insisto, tiene un blanco claro: un objeto que daría la plena satisfacción, y al que sitúa en el interior del cuerpo de la mujer.

Por eso decía tragicomedia clásica. Insisto, cuántas veces habremos transitado en la literatura y en la vida misma por este tipo de tragedias con connotaciones sexuales que toman al cuerpo de las mujeres como si fuese la pantalla que resguarda o impide el acceso al verdadero objeto de deseo, a la verdadera satisfacción, a ese objeto que Askenasi denomina la palabra que falta. Lo más erótico para Askenasi no estaría, propiamente, en la carne que se ofrece para la práctica sexual, sino en su interior. Y lo que le falta a Askenasi, en efecto, es una palabra: La mujer. Si él existe como hombre, y como tal en una pura limitación, necesita que exista a su vez el auténtico complemento: La mujer. Pero eso, precisamente, es lo que no se le revela. La mujer, justamente, es la palabra que falta. De ahí lo atinado del título, La extraña. Esa es la frustración que desencadena su locura. A falta de la auténtica mujer, va coleccionando mujeres hasta el punto final, sangriento, donde acaba rasgando el cuerpo de una de ellas para comprobar que nada había allí dentro más que un puro desvanecimiento.

Por supuesto, Askenasi establece una diferenciación clara entre prácticas sexuales y relación sexual. Se da cuenta perfectamente de que existen los accesorios de carne, como sostiene en la página ciento cuarenta y ocho, de que existen los objetos como instrumentos de tortura, página ciento cuarenta y seis; también, y como no puede ser de otra manera, sabe de sobra que existen miles de prácticas sexuales, que muchas veces se parecen a peleas violentas; sabe también que hay proliferaciones de semblantes, como nos manifiesta en el encuentro con el travesti; pero, en definitiva, una y otra vez comprueba la inexistencia de la relación sexual. Ahí falta una palabra que concrete, que delimite, que establezca, que defina, la satisfacción plena, la fórmula de la auténtica relación sexual.  

También Màrai es muy explícito en una cuestión: la repetición. Nos muestra la falta implicando, necesariamente, la eterna repetición, no de la relación sexual, sino de las prácticas sexuales. ¿Por qué esa repetición? No hace falta que yo diga nada, no hace falta recurrir a Lacan, lo expresa perfectamente Màrai en boca de Askenasi en la página 101:

El cuerpo se reservaba muy bien su secreto… nunca daba la respuesta completa… contando con que el otro se iría sediento y volvería por más

Más categórico imposible. La repetición de las prácticas sexuales, pero nada en absoluto de la relación sexual, de la satisfacción plena. Es la repetición de lo que no puede modificarse. Todo un principio.

Pero además, la imposibilidad de la relación sexual es definida en la novela como el asunto privado de Askenasi. Resulta obvio hacer constar que es el asunto privado de todos. Como dice el protagonista, verdaderamente difícil de explicar. Por qué difícil de explicar. Esta fantástica novela lo dice con claridad rotunda: porque la conciencia, eso que tenemos más a mano, dice poco; la palabra que falta no está en nuestra conciencia ni en nuestra razón ni en nuestro lenguaje; la palabra que falta es un agujero paradójico, pues es el obsequio envenenado de ese mismo lenguaje que tan familiar resulta a Askenasi; y sabe que las convenciones son simples remiendos para ese agujero. Askenasi, como sujeto, no cabe en su conciencia; como sujeto no cabe en la convención ni en esa geometría lógica, euclidiana –insisto, no lo digo yo, lo dice él— no cabe en ese cuadro lleno de perspectiva que nos ofrecen las bellas ciudades del Adriático, cuadros que nos invitan a entrar en ellas para nuestro acomodo, para nuestro solaz. Poca cosa, porque Askenasi no encuentra acomodo. Para él, todas esas construcciones del saber sólo conforman un principio de realidad que nos obliga a girar alrededor del agujero. Dicho de otra forma, Askenasi sufre porque todo el conocimiento construido por la razón humana a lo largo de miles de años es impotente para dar respuestas, y no solo eso, es capaz de doler; porque la filosofía, por ejemplo, al construir La Idea, así con mayúsculas, que platónicamente contendría el lugar definitivo de llegada, se muestra, en boca de Askenasi, como un imperativo implacable imposible de alcanzar para lo humano. El dolor de un fantasma. Todo conocimiento, en definitiva, es poca cosa para lo que el protagonista de La extraña pone en juego: la falta.

Y al final con qué nos quedamos. Pues con que la novela nos deja llenos de la sensación de falta. Una precaria plenitud, sin duda.


Miguel Alonso  

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