Escritores
como Sándor Màrai siempre resultan sorprendentes. No esperaba otra cosa de su
novela La extraña. Y si sorprende es
porque este tipo de escritores tienen la capacidad de transitar desde el
conocimiento hacia la sabiduría. Señalo esta dicotomía porque, a lo largo de
toda la lectura, se nos impone que nada relativo al conocimiento construido por
la razón, por el pensamiento, por la convención, por el saber, por la
filosofía, etc., etc., es capaz de escribir la palabra que falta. Siempre hay
algo que no cesa de no escribirse en las relaciones humanas. Pero es necesario
señalar que en este tipo de escritores, esta imposibilidad de escritura no es
una mera intuición intelectual, sino algo sufrido y vivido con angustia en la
misma carne. Así lo muestra Askenasi, que al contrario que sus amigos, que
miran hacia otro lado pertrechados en las convenciones, nuestro protagonista
muestra esa imposibilidad como una falta que se adhiere de forma sintomática
–llega un momento en que no puede entender las palabas corrientes— con angustia
y dolor, al cuerpo de nuestro protagonista. El obstinado Askenasi, a pesar de
ser maestro, no puede soportar la imposibilidad de escribir la palabra que
defina la satisfacción plena de los sexos y acaba arrojándose al abismo de la
locura. Una y otra vez comprueba que el enigma de lo femenino, el enigma que
para él está encerrado en una mujer, no pasa por esa palabra que él domina a la
perfección. Además del remiendo que encuentran los amigos, el mirar para otro
lado, o el abismo de la locura, habría otra solución, aceptar la sensación de
vacío que nos deja Sándor Màrai al finaliza la lectura, es decir, aceptar que
aquellos que hablamos jamás encontraremos esa última palabra. Esa es su
sabiduría.
Dicho
lo cual, tengo que tomar mis cautelas. No quisiera contaminar la novela con una
interpretación demasiado conceptual, pero no tengo la culpa de que sea el mismo
Askenasi quien se sitúa en ese terreno. Porque claro, qué diría Jacques Lacan
si leyese esta novela. Supongo que suscribiría una literatura que pone en
escena su axioma: “La relación sexual no
existe”, así como la precariedad de un lenguaje, el humano, que no alcanza
a decir lo que falta en esa relación. Con razón decía Freud que habían sido los
poetas quienes habían descubierto el inconsciente. Màrai entra dentro de esa
nómina, sin duda.
Me
resulta gracioso el simple y sencillo argumento de un crucero terapéutico por
el mediterráneo para curarse de mal de amores. Sobre él encontré multitud de
críticas negativas referidas a la pesadez que trasmitía a la novela, o a lo
decepcionante que resultaba Màrai en ella. A mí me resulta perfecto y muy
pertinente para lo que está en juego. En la confrontación con la falta, se me
ocurre que esa terapia podría ser la metáfora perfecta de tantas terapias
prescritas por ilustres “maestros”, esos que “saben” lo que falta. Lo cierto es
que, como bien muestra Askenasi –aunque no es necesario llegar a romper ninguna
piel en arrebatos de locura o sadismo— toda
terapia es absolutamente ineficaz cuando se trata de escribir la palabra que
falta, uno de los centros de gravedad de la novela, y que en caso de ser
escrita, haría posible, nada menos, la relación sexual entre hombre y mujer. Ese
es el terreno en el que, de principio a fin, se mueve nuestro perdido
protagonista.
Creo que, además de las
circunstancias subjetivas que vive Askenasi, la sabiduría de Màrai consiste en situar
a lo femenino, a La mujer, como algo intocable –entendido lo femenino y La
mujer aquí como escenario de esa palabra que falta— un más allá de los límites
del lenguaje, encarnando el enigma en el saber sobre la sexualidad. La novela
muestra que Askenasi no hace más que estrellarse en ese enigma. Y es así porque no se trata de palabras, simplemente
no las hay. Pero la confusión de Askenasi es identificar de forma absoluta lo
femenino con las mujeres, de tal manera que para él, la mujer, como imagen, como
cuerpo, sería la poseedora de ese enigma y guardaría el tesoro que, en caso de
ser puesto a la luz, otorgaría la plenitud, diluyendo así la limitación en la
que vive, como hombre, en relación a lo sexual. Porque lo que persigue Askenasi en su deambular, ya desde la
juventud, por las diversas mujeres, es ese más allá donde encontraría la
fórmula precisa de la relación sexual que, supone, otorgaría la satisfacción
plena y la consiguiente comunión entre los sexos. Pero claro, cuando se
confunde la mujer con lo femenino, el peligro es que la historia se repita, es
decir, si la dama como cuerpo, como imagen, es guardiana del tesoro, ella puede,
entonces, temer por su integridad –pensemos en El perfume, de Suskind, en el derecho al goce del Marqués de Sade, o
en tanto atropellos cometidos contra la mujer a lo largo de la historia de la
humanidad. Podemos decir que Askenasi no posee la inteligencia de Remy de Gourmont
en Relatos sombríos. Historias mágicas,
cuando escribe:
“¡Oh, ese femenino oscuro que pasa y se
marcha y que jamás será tocado –que se desvanecería si se tocase, ya que su
encanto reside en ser desconocido e intocable”
En
efecto. Askenasi es arrebatado por la locura. Como tantos otros, rasga el
cuerpo de la mujer, no por machismo, sino en su vano intento de encontrar ese
tesoro declinado muy atinadamente en La
Extraña como la palabra que falta. Lo
femenino, entonces, como no puede ser de otra manera, se desvanece.
Dentro de este escenario, Askenasi señala con precisión la tragicomedia
clásica de los sexos con ribetes modernistas en ese fondo de viaje terapéutico
por el mediterráneo. Como primer acto nos sugiere que la precariedad de los
sexos revolviendo sus cuerpos en prácticas ridículas, chillonas y hasta
violentas, en un ardor que dura lo que dura, es decir, un suspiro, es una pura
comedia. En realidad, plantea que todas esas prácticas sexuales cotidianas no
son más que remedos y remiendos caseros de una relación sexual que, en verdad,
no existe, como repite machaconamente Askenasi hablando de la imposibilidad de
conseguir la satisfacción plena. Remedos y remiendos que, si bien nos permiten,
de forma precaria, distraer nuestra atención de lo verdemente importante: lo
que falta en el sexo, pero, advierte que, precisamente por eso, las prácticas
sexuales son un obstáculo, un muro que impide el acceso a esa palabra faltante
que está en juego.
Como segunda sugerencia presenta la vertiente trágica y sangrienta allí
donde la vida sexual, sometida a las leyes estrictas de la represión que impone
el lenguaje como orden simbólico, se cita con su frustración, con su fracaso y
con la falta que ese mismo lenguaje no puede escribir. Es muy preciso cuando
habla de esa represión. Digo vertiente trágica y sangrienta porque, como ya
planteé anteriormente, la flecha, vamos a decir mortal, del deseo de Askenasi,
apunta a su verdadero objeto. No apunta a aquellas prácticas sexuales banales,
ridículas incluso, que practican esos que se nombran como hombre y como mujer.
La flecha mortal de su deseo, insisto, tiene un blanco claro: un objeto que
daría la plena satisfacción, y al que sitúa en el interior del cuerpo de la
mujer.
Por eso decía tragicomedia clásica. Insisto, cuántas veces habremos
transitado en la literatura y en la vida misma por este tipo de tragedias con
connotaciones sexuales que toman al cuerpo de las mujeres como si fuese la
pantalla que resguarda o impide el acceso al verdadero objeto de deseo, a la
verdadera satisfacción, a ese objeto que Askenasi denomina la palabra que
falta. Lo más erótico para Askenasi no estaría, propiamente, en la carne que se
ofrece para la práctica sexual, sino en su interior. Y lo que le falta a
Askenasi, en efecto, es una palabra: La mujer. Si él existe como hombre, y como
tal en una pura limitación, necesita que exista a su vez el auténtico
complemento: La mujer. Pero eso, precisamente, es lo que no se le revela. La
mujer, justamente, es la palabra que falta. De ahí lo atinado del título, La extraña. Esa es la frustración que
desencadena su locura. A falta de la auténtica mujer, va coleccionando mujeres
hasta el punto final, sangriento, donde acaba rasgando el cuerpo de una de
ellas para comprobar que nada había allí dentro más que un puro
desvanecimiento.
Por
supuesto, Askenasi establece una diferenciación clara entre prácticas sexuales
y relación sexual. Se da cuenta perfectamente de que existen los accesorios de
carne, como sostiene en la página ciento cuarenta y ocho, de que existen los
objetos como instrumentos de tortura, página ciento cuarenta y seis; también, y
como no puede ser de otra manera, sabe de sobra que existen miles de prácticas
sexuales, que muchas veces se parecen a peleas violentas; sabe también que hay
proliferaciones de semblantes, como nos manifiesta en el encuentro con el
travesti; pero, en definitiva, una y otra vez comprueba la inexistencia de la
relación sexual. Ahí falta una palabra que concrete, que delimite, que
establezca, que defina, la satisfacción plena, la fórmula de la auténtica
relación sexual.
También
Màrai es muy explícito en una cuestión: la repetición. Nos muestra la falta implicando,
necesariamente, la eterna repetición, no de la relación sexual, sino de las
prácticas sexuales. ¿Por qué esa repetición? No hace falta que yo diga nada, no
hace falta recurrir a Lacan, lo expresa perfectamente Màrai en boca de Askenasi
en la página 101:
“El cuerpo se reservaba muy bien su secreto…
nunca daba la respuesta completa… contando con que el otro se iría sediento y
volvería por más”
Más
categórico imposible. La repetición de las prácticas sexuales, pero nada en
absoluto de la relación sexual, de la satisfacción plena. Es la repetición de
lo que no puede modificarse. Todo un principio.
Pero
además, la imposibilidad de la relación sexual es definida en la novela como el
asunto privado de Askenasi. Resulta obvio hacer constar que es el asunto
privado de todos. Como dice el protagonista, verdaderamente difícil de explicar.
Por qué difícil de explicar. Esta fantástica novela lo dice con claridad
rotunda: porque la conciencia, eso que tenemos más a mano, dice poco; la
palabra que falta no está en nuestra conciencia ni en nuestra razón ni en
nuestro lenguaje; la palabra que falta es un agujero paradójico, pues es el
obsequio envenenado de ese mismo lenguaje que tan familiar resulta a Askenasi;
y sabe que las convenciones son simples remiendos para ese agujero. Askenasi,
como sujeto, no cabe en su conciencia; como sujeto no cabe en la convención ni
en esa geometría lógica, euclidiana –insisto, no lo digo yo, lo dice él— no
cabe en ese cuadro lleno de perspectiva que nos ofrecen las bellas ciudades del
Adriático, cuadros que nos invitan a entrar en ellas para nuestro acomodo, para
nuestro solaz. Poca cosa, porque Askenasi no encuentra acomodo. Para él, todas
esas construcciones del saber sólo conforman un principio de realidad que nos
obliga a girar alrededor del agujero. Dicho de otra forma, Askenasi sufre
porque todo el conocimiento construido por la razón humana a lo largo de miles
de años es impotente para dar respuestas, y no solo eso, es capaz de doler; porque
la filosofía, por ejemplo, al construir La Idea, así con mayúsculas, que platónicamente
contendría el lugar definitivo de llegada, se muestra, en boca de Askenasi,
como un imperativo implacable imposible de alcanzar para lo humano. El dolor de
un fantasma. Todo conocimiento, en definitiva, es poca cosa para lo que el
protagonista de La extraña pone en
juego: la falta.
Y
al final con qué nos quedamos. Pues con que la novela nos deja llenos de la
sensación de falta. Una precaria plenitud, sin duda.
Miguel Alonso
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