Ante la ley es el relato
más complicado y de más difícil comprensibilidad que afronté a lo largo de
estos años de tertulia. Aquí el sentido parece fugarse por todos los lados, de
manera que toda interpretación se muestra tangencial al texto, sin nunca
aprehenderlo, sin nunca apresarlo del todo. Pero pienso que situarse en esa
incomprensibilidad, y asumirla, es un buen lugar de llegada, no sólo como
lector, sobre todo como sujeto. Y digo como sujeto porque, tengo la impresión
de que esta propuesta kafkiana de comparecencia ante la ley supone comparecer ante
el sujeto mismo. De manera que estaríamos ante una especie de tautología en la
cual el campesino, situándose ante la ley, lo haría ante sí mismo.
Para
llegar a esta conclusión necesito hacer un pequeño recorrido.
En
primer lugar, nuestro protagonista, “un
hombre del campo”, en su anhelo de entrada a la ley y en su infructuosa y prolongada
espera, nos hace sentir el peso de la precariedad, del conflicto, es decir, de
la división, el peso de la mendicidad y, por supuesto, el peso de la falta, del
vacío, de la imposibilidad, hasta el mismo momento de la muerte. Y es que esta
rara especie, la humana, la del ser que habla, encarnada en el hombre del
campo, tratando de encontrar su esencia, y posicionado ante ella, irremediablemente
se muere sin saber.
Pienso
que para afrontar un relato tan corto, tan condensado, tan complicado, no se puede
desperdiciar ninguna sugerencia que venga de él. En este sentido, no capté, en
ninguno de los ensayos que leí, ninguna referencia al hecho de que el “hombre del campo” no acude a la entrada
de la misteriosa ley sin haber sido tocado por ella. Hay un paso previo a su
deseo, vamos a decir a su voluntad férrea de entrar en la ley. Y es que, aunque
sea de forma mínima, ya viene investido por una ley que se le impone, la ley
del lenguaje, la ley del significante, la ley del orden simbólico. Y esto me
parece muy importante para lo que viene luego, pues ser “un hombre del campo” quiere decir que está adscrito a un conjunto
cerrado –insisto en esto, “un conjunto cerrado” en contraposición a lo abierto
de la ley ante la que acude el protagonista. Y estar en ese conjunto cerrado que
podemos denominar “los hombres del campo”
otorga pleno derecho de realidad, es decir, sitúa al personaje en una realidad
constituida anticipadamente por los significantes. Es una cuestión puramente
estructural, pero legal, que se le impone.
Evidentemente,
no es una cuestión que esté explicitada de una forma concreta, no hay una demora
precisa en ella, pero no deberíamos soslayarla, pues evita entrar en el absurdo
de que alguien es potador de la palaba, como queda demostrado en la dialéctica
metafísica que sostiene con el guardián, sin haber entrado en la ley. Eso no es
posible. Si entró en el lenguaje, entró en la ley. Además, la ventaja que
ofrece tomar esta vertiente en consideración, es que de esa manea podemos
establecer dos planos opuestos de la ley, a saber, un plano simbólico, el que
acabamos de ver, que daría sentido a la
vida situando al sujeto en la realidad, y un plano articulado al sinsentido, e
incluso a la ferocidad, no de la ley, porque nunca sabemos qué es la ley, sino
de sus guardines.
Lo
que ocurre es que el campesino se confronta, a mi modo de ver, con otra
vertiente de la ley que no ofrece significantes, palabras a las que agarrarse.
Esta alegoría, Ante la ley, vendría a
señalarnos que todos los sujetos que admiten la ley del lenguaje, esa que les
permite pertenecer a conjuntos cerrados y perfectamente habitables, de los que
se puede salir o entrar, han de confrontarse, de forma ineludible, con otra vertiente
de la ley que no muestra su esencia, que no muestra su ser, una vertiente
abierta, cualidad que, a diferencia de la anterior, no permite establecer
ningún conjunto, pues no ofrece límites visibles que nos puedan contener. Ahí
es muy explícito el relato, cada sujeto, como bien queda reflejado en el final,
tiene una relación particular y única con esa vertiente insensata de la ley. Es
una relación de uno por uno.
Llegados
a este punto, no podemos dejar de reflexionar acerca de la figura del guardián
para encontrar algún sentido en esta vertiente enigmática de la ley.
Porque
no podemos hablar de representante. Una cosa es ser representante de la ley, y
otra cosa es ser guardián de la ley. Podríamos hablar de representantes cuando
estos se ocupan de los aspectos simbólicos de la ley que permiten al sujeto
inscribirse en un orden simbólico, en un orden de realidad. Pero los guardianes
no permiten esta inscripción, ni siquiera parecen humanos, aunque su figura lo
sea. El guardián, casi podíamos decir que tiene una nariz enfática, unos pelos
enfáticos, todo en él parece tan enfático como para que no nos tomemos su
figura como totalmente humana. Es un poco raro el hombre.
Y
si el primer guardián tiene un aspecto algo inquietante y que infunde temor con
su nariz puntiaguda, su poder, etc., etc., qué decir de los siguientes
guardianes. No parecen del todo humanos aunque tomen una cierta forma. Da la
impresión de que cuanto más se avanza en la ley, ésta más se aleja de cualquier
investidura simbólica y se articula con lo monstruoso, hasta el punto de que
solamente moran en su ámbito poderes difusos, poco amables y nada deseables
para nuestros cuerpos. Esos guardianes poco humanos, tanto en su aspecto como
en sus sugerencias, me traen a la cabeza la cuestión de una de las leyes más
atroces que sufrimos, la que deriva de la instancia del superyó, que como bien
decía Gustavo Dessal en su curso sobre este concepto:
“Es que hay algo que reconocemos como una
ley, pero una ley peculiar en tanto uno no puede saber qué es aquello
que la fundamenta y, sin embargo, no se puede sustraer a ella”.
Las
resonancias de esta frase con el texto de Kafka me parecen elocuentes. El
hombre del campo parece no poder sustraerse a ella. Pero además, si continúo
con el desarrollo de mi interpretación, el relato muestra algo paradójico en el
anhelo de entrar en un escenario legal que no le augura nada prometedor. ¿Por
qué esa adherencia?
Podemos
pensar en el terreno de la voz. Es
impresionante el relato en este punto, pues mostraría una verdad estructural
del sujeto: su división. El hombre del campo escenifica, en ese anhelo, un
empuje inevitable, casi podríamos decir imperativo, pues ninguna razón parece
detenerlo, hasta el punto de que entra en la dialéctica con la voz del guardián
durante toda su vida. Y siendo una voz que prohíbe, sugiere y empuja y detiene,
acoge y produce temor, todo al mismo tiempo, qué nos impide tomarla como
metáfora de esa voz del superyó, bien conocida por todos por su monstruosidad,
por su incoherencia, por su apariencia humana, que parece pertenecer a la moral
pero a la vez es el empuje más mortífero que padecemos los seres humanos hacia
nuestra destrucción. En realidad, la voz del guardián viene a proyectar en el
hombre del campo la absoluta división que padecemos todos los sujetos en
relación a esa voz áfona que nos paraliza en nuestras vidas. El hombre del
campo se muestra aquí como un auténtico símbolo de esa división. No sabe qué es
esa ley, sólo conoce una voz insensata relacionada con ella.
Por
tanto, registramos dos divisiones, la confrontación con una ley simbólica y con
otra insensata, por un lado. Y por otro, y dentro de esta última ley insensata,
registramos otra división, la situación paradójica y contradictora que lo
empuja a la vez que le prohíbe el acceso a esa ley. La situación sugiere una
topología del exterior y del interior todo reunido en un mismo ser, el hombre
del campo. Se está configurando una alegoría de una división que el sujeto
siente en su propio interior y de lo cual no es, en absoluto, consciente. Es la
cuestión de la extimidad, una ley que se muestra viniendo del exterior, pero que se revela en lo más
íntimo del sujeto, en este caso, el hombre del campo, no pudiendo sustraerse de
ella a lo largo de toda una vida.
Por
supuesto, estamos ante una ley despersonalizada, por eso no hay representantes,
sino algo como figuras un poco siniestras, como guardianes. No encontramos allí
a ninguna persona real. Vuelvo a traer a colación a Gustavo Dessal cuando dice:
“Freud, en El malestar en la cultura, habla
del superyó como una instancia feroz, una instancia que, aunque necesaria,
está en la base del malestar, y en El yo y el ello, la
asocia con los intereses de la pulsión de muerte”
Si
el primer paso del hombre del campo lo da dentro de una ley simbólica, amable,
primera, podríamos pensar que los representantes de esa ley son, además de la
familia, las instituciones sociales. Pero, es a medida que pretende adentrarse
en la esencia de la ley, que comienza a situarnos en la frontera con la
insensatez, con las paradojas, con un empuje que parece imperativo y no se
puede soslayar.
Por
abundar y recalcar lo dicho. En el lado de la ley simbólica, la del lenguaje,
las realidades son, de algún modo, exclusivas, es decir, o se es campesino, o
se es otra cosa que se sitúa en el exterior de ese conjunto. Todos podemos
tomar referencias al respecto, pues encontramos un orden. Pero en lo relativo
al sujeto, esto no agota las posibilidades. Hay algo más allá del orden y del
sentido, la confrontación con una ley enigmática, insensata que no nos ofrece
un margen de maniobra, sino que nos paraliza, en tanto sólo sabemos de ella por
la mediación de personificaciones difusas. Es Otra ley de la que, como bien
explicita el relato, no podemos decir nada.
El
relato concluye estableciendo que cada uno tiene su entrada. Eso significa que
no hay todo, sino uno por uno, sin conjunto posible. No es posible expresar
ninguna especificación, ninguna determinación que acote y limite a un conjunto
cerrado. Podríamos expresarlo como que algo en la ley no entra dentro de la
determinación simbólica y el orden, sino que hay una parte de la ley que sume
al sujeto en la indeterminación, en la división, en la angustia, en el
desamparo, en el no saber.
Todo
ello nos llevaría a tratar de definir cuál es el ser de la ley. Aquí está la
tautología de la que hablaba al comienzo. Decir que estamos Ante la ley, es lo mismo que decir que
estamos ante el mismo sujeto, que es siempre un sujeto en falta. Acceder al ser
de la ley sería acceder a su propio ser. Aceptar la incomprensibilidad es
asumir que ese ser está vacío y para siempre. Si es un causa perdida el
encuentro con el origen del lenguaje, da la impresión de que tratar de dar con
el origen de la ley, con el ser de la ley,
es un problema subsidiario del primero. Si acaso, pensar que el hecho de
hablar implica esas dos vertientes, una articulada a la amabilidad del símbolo,
otra más articulada, incluso, a una pulsión de muerte en tanto la insensatez
nos envuelve, nos paraliza y, como bien expresa el relato, nos convoca.
Miguel Alonso
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