Franz Kafka terminó de escribir Ante la ley –también traducido como A las puertas de la ley— a finales de 1914, un relato que junto al
titulado Un sueño formaba parte de la
novela El Proceso, que el autor no
quiso publicar en su momento a pesar de que hacia octubre de 1915 había
terminado de escribir el último capítulo. Tal vez debido al afán perfeccionista
de Kafka, que la consideraba una obra inacabada –de hecho, lo era—, prefirió
entregar al editor un conjunto de relatos bajo el título de Un médico rural, entre los que incluyó
los dos que tenía escritos destinados a la novela. El Proceso, en cuyo capítulo noveno aparece Ante la ley como parte de un diálogo de Josep K. con un sacerdote,
se publicaría recién en 1925, gracias al empeño de Max Brod.
La publicación de Ante la ley como un texto separado, independiente del contexto en
el que se desarrolla El Proceso, ha
generado un número casi infinito de interpretaciones acerca de su aparentemente
enigmático contenido, cuando en realidad constituye un epítome de la relación
del mismo Kafka con la ley, que no por casualidad está presente –de un modo u
otro, más o menos abiertamente, a través de elipsis y metáforas— en casi toda
su obra, y en particular en El Proceso.
Es casi inevitable para cualquier lector de la obra de Kafka que conozca
mínimamente la vida del autor, percibir hasta qué punto aparece plasmada en su
escritura la relación entre la “ley del padre”, que le atormentaba, y la ley
del Estado reguladora de los lazos sociales, cuyo carácter arbitrario e
insensato perturbaba igualmente su relación con el mundo. Esa tensión aparece por
un lado como un conflicto permanente entre lo que su padre esperaba de él y los
deseos más íntimos de Franz, que contradecían las esperanzas paternas de que su
único hijo varón le sucediera al frente de sus negocios, y de otro como
impotencia para modificar el orden absurdo de la existencia cotidiana.
Un hombre autoritario y patriarcal, irascible,
jovial y seguro de sí mismo, muchas veces ignorante, así veía Franz a su padre,
y así lo retrata en la Carta al padre que
le escribió en 1919 y que el destinatario nunca recibió. Los enfrentamientos
con su padre se hicieron frecuentes a partir de 1911, cuando Franz defendió
ante él su vocación y elección de vida. Pero sobre todas las cosas Hermann
Kafka era incapaz de aceptar que su hijo no era el muchacho fuerte, parecido a
él y digno heredero del negocio familiar, sino un joven sensible, cuya
constitución enfermiza –agravada a partir de 1917, cuando le diagnosticaron
tuberculosis— exigía periódicos ingresos en sanatorios y largos períodos de obligado
reposo. Para Kafka, que se doctoró en derecho en 1906, la vida universitaria
operó como un catalizador; en esa etapa conoció a Max Brod, de quien se hizo
gran amigo, y que junto con Óskar Baum y Felix Weltsch lo introdujo en el ambiente
intelectual que tenía como epicentro el Círculo de Praga, ciudad en la que
Kafka nació y en la que viviría hasta su muerte en 1924.
Había en Praga en esos años una importante actividad
cultural protagonizada principalmente por publicistas y escritores de habla
alemana, en su mayoría de origen judío, como Adler, los hermanos Brod, Rilke,
Haas, los hermanos Weltsh, Werfel o Kish; en la ciudad vivieron un tiempo
Claudel, Einstein y Meyrink, y por ella transitaron por distintos motivos
Homannsthal, Musil, Steiner, Buber, Mann y Karl Kraus, entre muchos otros que
eran –o serían en breve— famosos. Paralelamente, Viena es el lugar donde
coinciden simultáneamente los orígenes de la música dodecafónica, el
positivismo jurídico y lógico, la pintura no figurativa y el psicoanálisis, el
ámbito en el que se revisita la obra de Shopenhauer y Kierkegaard, un espacio
privilegiado en el que se produce una extraordinaria concentración de talento
creativo, sumado al brillo social que la distinguía como capital del Imperio
Austro-Húngaro. Viena, que se jactaba de su imagen de “ciudad de ensueños”, representaba
en realidad para el escritor y periodista Karl Kraus, su más radical crítico
social, “el campo de pruebas de la destrucción del mundo”.Tal vez no del mundo,
pero sí para Europa entre 1914 y 1918.
Inevitablemente, la vida de Kafka se vio alterada
por la guerra, y sus escritos a partir de 1914 reflejan –aun metafóricamente—
el impacto provocado por el conflicto. Si como ciudadano Kafka mostró una
cierta indiferencia al principio de la guerra, en 1916 escribe en su diario que
desea hacerse soldado, una manifestación que parecía responder a una exigencia
moral que él mismo se imponía, alejada de la realidad dado que había sido
declarado exento del servicio militar por su estado de salud. Según cuenta en
su diario, en la segunda mitad de octubre de 1914, es decir al comienzo de la
guerra, tiene horribles pesadillas en las que una maquinaria infernal somete a
su cuerpo a grandes tormentos. Entre los días 15 y 18 de ese mes escribe el que
su traductora y biógrafa Ángeles Camargo describe como “el relato más cruel de
toda la obra de Kafka”: En la colonia
penitenciaria. Una narración en la que aparecen tres protagonistas
principales: un militar, una máquina que el oficial controla –pero que en
realidad lo controla a él— y utiliza para destrozar el cuerpo de los condenados,
y un observador supuestamente neutral cuya actitud pasiva le hace culpable de
la muerte de miles de personas.
Si En la
colonia penitenciaria la metáfora es transparente en relación con la guerra
y los responsables de desatarla y
alimentarla, como es igualmente clara la alusión a las víctimas, el concepto
que Kafka tiene del funcionamiento de la sociedad, con guerra o sin ella, se
plasma magistralmente en El Proceso, escrita
un año después: la burocracia estatal es una maquinaria concebida
arbitrariamente para obrar absurdamente, ante la cual los sujetos se muestran
como víctimas inermes porque ignoran cómo funciona, sin percibir que la clave
de su eficacia es, precisamente, que carece de una lógica humanamente comprensible.
Cuando en el primer párrafo de la novela se lee que “alguien debió de haber calumniado a
Josep K., puesto que, sin haber hecho nada malo, fueron a arrestarle una
mañana”, el texto nos sitúa en el ámbito de una víctima aparentemente inocente,
que cuando pregunta a quienes han irrumpido en la casa por qué está arrestado,
escucha esta respuesta: “los que nos mandan (y solo conozco los grados
inferiores), no tratan, por así decirlo, de localizar la culpabilidad entre la
población, sino que, como dice la ley, se sienten llamados por la culpabilidad
y entonces nos envían a nosotros los guardianes. Esta es la ley”. Josep K. es
ejecutado sin saber de qué se le acusa, ni qué ley se le ha aplicado, y tampoco
se le da a conocer la sentencia. Desde el principio y a lo largo de la novela,
todo gira alrededor de la búsqueda de una respuesta imposible de obtener,
porque lo que se ha instalado en la conciencia de Josep K. es el interrogante
fundamental de todo sujeto: algo me hace
sentir culpable, y no sé de qué.
Ante la ley es, dentro de la novela, una parábola relatada a
Josep K. por el sacerdote –que es miembro del tribunal que le está juzgando en
secreto—, para hacerle ver hasta qué punto todos los sujetos -incluidos los
guardianes- son juguetes dentro de un sistema cuya eficacia reside en que nadie
puede asignarle un comportamiento previsible.
El pobre campesino que envejece y muere a las
puertas de la ley, ¿podría haberla forzado? Como en la dialéctica hegeliana del
amo y el esclavo, ¿quién dispone del saber?
Como bien señala Jesús Villegas en su comentario, en
Ante la ley Kafka nos sitúa –como en
toda la novela de la que el cuento forma parte— ante un dilema moral. Se trata
de la responsabilidad, un asunto
complicado, para cuyo abordaje convendría recurrir al axioma que nos dejó
Lacan: de nuestra posición de sujetos somos siempre responsables.
Luis Seguí
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