jueves, 12 de enero de 2017

Tertulia 75. Ante la ley, de kafka. Comentario de apertura. Por Luis Seguí

Franz Kafka terminó de escribir Ante la ley –también traducido como A las puertas de la ley— a finales de 1914, un relato que junto al titulado Un sueño formaba parte de la novela El Proceso, que el autor no quiso publicar en su momento a pesar de que hacia octubre de 1915 había terminado de escribir el último capítulo. Tal vez debido al afán perfeccionista de Kafka, que la consideraba una obra inacabada –de hecho, lo era—, prefirió entregar al editor un conjunto de relatos bajo el título de Un médico rural, entre los que incluyó los dos que tenía escritos destinados a la novela. El Proceso, en cuyo capítulo noveno aparece Ante la ley como parte de un diálogo de Josep K. con un sacerdote, se publicaría recién en 1925, gracias al empeño de Max Brod.

La publicación de Ante la ley como un texto separado, independiente del contexto en el que se desarrolla El Proceso, ha generado un número casi infinito de interpretaciones acerca de su aparentemente enigmático contenido, cuando en realidad constituye un epítome de la relación del mismo Kafka con la ley, que no por casualidad está presente –de un modo u otro, más o menos abiertamente, a través de elipsis y metáforas— en casi toda su obra, y en particular en El Proceso. Es casi inevitable para cualquier lector de la obra de Kafka que conozca mínimamente la vida del autor, percibir hasta qué punto aparece plasmada en su escritura la relación entre la “ley del padre”, que le atormentaba, y la ley del Estado reguladora de los lazos sociales, cuyo carácter arbitrario e insensato perturbaba igualmente su relación con el mundo. Esa tensión aparece por un lado como un conflicto permanente entre lo que su padre esperaba de él y los deseos más íntimos de Franz, que contradecían las esperanzas paternas de que su único hijo varón le sucediera al frente de sus negocios, y de otro como impotencia para modificar el orden absurdo de la existencia cotidiana.

Un hombre autoritario y patriarcal, irascible, jovial y seguro de sí mismo, muchas veces ignorante, así veía Franz a su padre, y así lo retrata en la Carta al padre que le escribió en 1919 y que el destinatario nunca recibió. Los enfrentamientos con su padre se hicieron frecuentes a partir de 1911, cuando Franz defendió ante él su vocación y elección de vida. Pero sobre todas las cosas Hermann Kafka era incapaz de aceptar que su hijo no era el muchacho fuerte, parecido a él y digno heredero del negocio familiar, sino un joven sensible, cuya constitución enfermiza –agravada a partir de 1917, cuando le diagnosticaron tuberculosis— exigía periódicos ingresos en sanatorios y largos períodos de obligado reposo. Para Kafka, que se doctoró en derecho en 1906, la vida universitaria operó como un catalizador; en esa etapa conoció a Max Brod, de quien se hizo gran amigo, y que junto con Óskar Baum y Felix Weltsch lo introdujo en el ambiente intelectual que tenía como epicentro el Círculo de Praga, ciudad en la que Kafka nació y en la que viviría hasta su muerte en 1924.

Había en Praga en esos años una importante actividad cultural protagonizada principalmente por publicistas y escritores de habla alemana, en su mayoría de origen judío, como Adler, los hermanos Brod, Rilke, Haas, los hermanos Weltsh, Werfel o Kish; en la ciudad vivieron un tiempo Claudel, Einstein y Meyrink, y por ella transitaron por distintos motivos Homannsthal, Musil, Steiner, Buber, Mann y Karl Kraus, entre muchos otros que eran –o serían en breve— famosos. Paralelamente, Viena es el lugar donde coinciden simultáneamente los orígenes de la música dodecafónica, el positivismo jurídico y lógico, la pintura no figurativa y el psicoanálisis, el ámbito en el que se revisita la obra de Shopenhauer y Kierkegaard, un espacio privilegiado en el que se produce una extraordinaria concentración de talento creativo, sumado al brillo social que la distinguía como capital del Imperio Austro-Húngaro. Viena, que se jactaba de su imagen de “ciudad de ensueños”, representaba en realidad para el escritor y periodista Karl Kraus, su más radical crítico social, “el campo de pruebas de la destrucción del mundo”.Tal vez no del mundo, pero sí para Europa entre 1914 y 1918.

Inevitablemente, la vida de Kafka se vio alterada por la guerra, y sus escritos a partir de 1914 reflejan –aun metafóricamente— el impacto provocado por el conflicto. Si como ciudadano Kafka mostró una cierta indiferencia al principio de la guerra, en 1916 escribe en su diario que desea hacerse soldado, una manifestación que parecía responder a una exigencia moral que él mismo se imponía, alejada de la realidad dado que había sido declarado exento del servicio militar por su estado de salud. Según cuenta en su diario, en la segunda mitad de octubre de 1914, es decir al comienzo de la guerra, tiene horribles pesadillas en las que una maquinaria infernal somete a su cuerpo a grandes tormentos. Entre los días 15 y 18 de ese mes escribe el que su traductora y biógrafa Ángeles Camargo describe como “el relato más cruel de toda la obra de Kafka”: En la colonia penitenciaria. Una narración en la que aparecen tres protagonistas principales: un militar, una máquina que el oficial controla –pero que en realidad lo controla a él— y utiliza para destrozar el cuerpo de los condenados, y un observador supuestamente neutral cuya actitud pasiva le hace culpable de la muerte de miles de personas.

Si En la colonia penitenciaria la metáfora es transparente en relación con la guerra y los  responsables de desatarla y alimentarla, como es igualmente clara la alusión a las víctimas, el concepto que Kafka tiene del funcionamiento de la sociedad, con guerra o sin ella, se plasma magistralmente en El Proceso, escrita un año después: la burocracia estatal es una maquinaria concebida arbitrariamente para obrar absurdamente, ante la cual los sujetos se muestran como víctimas inermes porque ignoran cómo funciona, sin percibir que la clave de su eficacia es, precisamente, que carece de una lógica humanamente comprensible.

Cuando en el primer párrafo de la novela se lee  que “alguien debió de haber calumniado a Josep K., puesto que, sin haber hecho nada malo, fueron a arrestarle una mañana”, el texto nos sitúa en el ámbito de una víctima aparentemente inocente, que cuando pregunta a quienes han irrumpido en la casa por qué está arrestado, escucha esta respuesta: “los que nos mandan (y solo conozco los grados inferiores), no tratan, por así decirlo, de localizar la culpabilidad entre la población, sino que, como dice la ley, se sienten llamados por la culpabilidad y entonces nos envían a nosotros los guardianes. Esta es la ley”. Josep K. es ejecutado sin saber de qué se le acusa, ni qué ley se le ha aplicado, y tampoco se le da a conocer la sentencia. Desde el principio y a lo largo de la novela, todo gira alrededor de la búsqueda de una respuesta imposible de obtener, porque lo que se ha instalado en la conciencia de Josep K. es el interrogante fundamental de todo sujeto: algo me hace sentir culpable, y no sé de qué.

Ante la ley es, dentro de la novela, una parábola relatada a Josep K. por el sacerdote –que es miembro del tribunal que le está juzgando en secreto—, para hacerle ver hasta qué punto todos los sujetos -incluidos los guardianes- son juguetes dentro de un sistema cuya eficacia reside en que nadie puede asignarle un comportamiento previsible.

El pobre campesino que envejece y muere a las puertas de la ley, ¿podría haberla forzado? Como en la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, ¿quién dispone del saber?

Como bien señala Jesús Villegas en su comentario, en Ante la ley Kafka nos sitúa –como en toda la novela de la que el cuento forma parte— ante un dilema moral. Se trata de la responsabilidad,  un asunto complicado, para cuyo abordaje convendría recurrir al axioma que nos dejó Lacan: de nuestra posición de sujetos somos siempre responsables.


Luis Seguí

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