“¿Cómo olvidarse de los niños, sombras sin sepultura,
humo flotando sobre tierras hostiles? En aquel cementerio, mantenido con amor
por la hija de quien había regalado a Simón una ida sin regreso al fin del mundo,
se me ocurrió la idea de escribir este libro. En sus páginas reposaría la
herida que yo nunca había podido restañar” (Grimbert 2005: 154)
Una novela que, con
carácter general, y antes de entrar en su esencia, puede servir muy bien para
señalar algo que no deberíamos de olvidar jamás: la historia. Hay una pregunta
en la página 87 en la que merece detenerse al menos mínimamente: “¿Cabe imaginar que ese universo –el de la
familia feliz— se tambalee y se torne hostil? ¿Cabe imaginar que esos
bondadosos adultos se conviertan un día en sus perseguidores, lo empujen de
malos modos, lo arrojen a un vagón lleno de paja, lo separen de Hannah?”
(Grimbert 2005: 87). Pues sí, cabe imaginarlo. Y es que si una enseñanza
podemos extraer de esta novela es la vulnerabilidad de los seres humanos, tanto
en el plano histórico como en el subjetivo. Vulnerabilidad ante algo que está
siempre al acecho, la repetición en la que se satisface el terror y la muerte.
Es el sadismo que se complace, por ejemplo, y como bien muestra Philippe
Grimbert, en el redoblamiento de la muerte, es decir, la eliminación física y
la eliminación simbólica de las víctimas a las cuales se les niega una
sepultura. “La labor de destrucción
emprendida por los verdugos proseguía soterrada” (Grimbert 2005: 18). Entre
otras cuestiones, la reparación de esa segunda muerte, la simbólica, conduce el
recorrido en el que se involucra nuestro protagonista mientras camina hacia su
secreto, o lo que es lo mismo, hacia su verdad.
Philippe Grimbert
escribe algo parecido a un fluir de conciencia dramático en el que, claramente,
establece el tiempo de la verdad, es decir, ese tiempo de espera que la verdad
necesita para realizarse. Desde el comienzo, con esa presentación imaginaria y
fantástica de su hermano, ya se sugiere, con la escritura de la palabra enigma,
que detrás de ese mundo fantástico y pleno que construyó inicialmente para
darse una consistencia vital y salvar las incertidumbres que le venían del
mundo, hay toda una historia por reconstruir, una historia por restituir. El
protagonista, poco a poco, paso a paso, palabra tras palabra, hito a hito, va
desmenuzando ese enigma y tomando posiciones decididas frente a las verdades
parciales que va descubriendo.
Las fantasías que
abren el relato sugieren un primer enigma fundamental: saber el lugar que, como
niño, ocupó en el deseo de los padres. Desde ahí, ese mundo fantasmático con el
hermano, así como las creencias respecto a la relación con sus padres –ser hijo
único y objeto de su amor— se nos revelan como pantallas defensivas que
construyó para velar, aunque de forma muy tenue, su historia inconsciente. Digo
de forma tenue porque, curiosamente y no por casualidad, adivina los rasgos de
su hermano muerto con los que alimenta sus fantasías. Y no sólo los rasgos,
también el nombre, pues Sim no es más
que la abreviatura del auténtico nombre, Simón. Pero además, todo el rato, ya
desde el descubrimiento del peluche, y por los rasgos personales que nos señala
en relación a los padres, nos está insinuando un mundo soterrado que le
precedió y del cual, sin saberlo, se hace cargo. Esto sería lo mismo que decir
que posee un saber que no sabe que sabe. Es como si conociera la verdad desde
siempre, pero necesita el resorte preciso para ponerse en marcha hacia ella, y
necesita también su tiempo para hacerse con ella, para que ese mundo fantástico
que construyó y le ayudaron a construir para defenderlo del terror, no se venga
abajo de repente y lo aplaste.
Digo: un saber que
no sabe que sabe. Y esto es lo curioso. Al respecto, podemos preguntarnos, qué
misterio insondable conecta la vida trágica de una saga, la de sus padres, con
la vida de un hijo sobreprotegido en relación a la tragedia que vivieron. Qué
misterio insondable le conmina a hacerse cargo de una historia, la de sus
padres, que permanecía en silencio, en el ocultamiento, precisamente para
protegerlo. ¿Qué es lo que hace que un hijo herede la culpa de los padres? “Con frecuencia, culpable sin motivo,
retrasaba el momento de sumirme en el sueño” (Grimbert 2005: 14).
Porque parece claro
que algo en el niño intuye la historia, heredando el sufrimiento y las culpas
de los padres: “Ropas, olores, un perro
de peluche… y pensamientos culpables cuyo peso soportaría yo” (Grimbert
2005: 127). En este sentido, creo que Un
secreto ilustra a la perfección como venimos a ocupar un lugar enigmático en
el deseo del Otro, cómo somos hablados antes de venir al mundo, incluso como el
mundo de los padres, aunque se escuden en el silencio, nos envía inexorablemente
murmullos de una verdad que, no sólo no podemos soslayar, sino que nos atrapa
para que nos hagamos cargo de ella e, incluso, responsables de ella.
Lo interesante es
ver cómo, de repente, la verdad deja de ser un runrún enigmático para iniciar
su recorrido en el protagonista. Digo de repente, porque la verdad sólo se pone
en marcha a partir de una ruptura, justo en el momento en que se quiebra su
fantasía infantil, esa ideología fantasmática que había sido una protección
vital hasta el momento en que el protagonista observa, en la película, los
cuerpos de los judíos masacrados en el campo de concentración.
¿Qué es lo que nos enseña Philippe Grimbert en su
obra autobiográfica? Que si no consigue hacer la distinción entre vivos y
muertos le resultaría complicado justificar su pasado, así como dirigirse hacia
la construcción de un futuro propio. Es decir, mientras el hermano no reciba
una sepultura digna, no dejará de morar entre los vivos. Y esto es importante
en una vertiente. Hay algo de Antígona en
el autor. No encontramos el aspecto sacrificial, pero sí el hecho de que no
descansa hasta darle una sepultura simbólica a su hermano muerto. Mientras eso
no ocurre, insisto, su hermano estará
demasiado vivo ejerciendo su influencia en la vida de todos los protagonistas. Grimbert
lucha por contradecir la ley de ese destino, la de la locura nazi, que amenaza
ser eterna para su familia, la ley que condena a la muerte real y a la muerte
simbólica. El autor, como dije, no se dirige a la muerte como Antígona, pero
sostiene su deseo decidido de dar una sepultura simbólica a su hermano. Y es
hermoso que, definitivamente, su hermano descanse en el mundo que es paradigma
de lo simbólico, las páginas de un libro.
¿Cómo situar las
fantasías de la primera página? Digo las fantasías porque son dos. Una, por
supuesto, la creación de un hermano, un verdadero sustento vital porque “mi hermano me ayudó a superar mis miedos”
(Grimbert 2005: 20). Pero hay otra fundamental por la ideología que contiene, y
es creerse el único en el deseo de padres, es decir, “el único objeto de amor, el tierno
motivo de desvelos de mis padres” (Grimbert 2005: 13), “Quería creer que era el orgullo de mi padre”
(Grimbert 2005: 13). Queda bien claro para nosotros, como lectores, que no era el
único en el deseo de los padres, y el protagonista nos hace dudar sobre el
orgullo que su padre sentía por él.
Algo se nos revela
de entrada, y es que las dos son pantallas que encubren una historia que está
perturbando la vida de todos, pero seguro, la de nuestro protagonista. Nos lo
señala cuando nos informa de que: “sin
embargo dormía mal, agitado por pesadillas” (Grimbert 2005: 13). Es lo que
decíamos anteriormente, posee un saber que no sabe que sabe, un saber escondido
detrás de todo ese mundo fantasmático que construyo para sí.
Por un lado, esas
fantasías son construcciones simbólicas que se proporciona el mismo
protagonista ante la falta de respuestas, podemos decir, ante lo que intuye
como una inconsistencia del Otro familiar constituido por el padre y la madre. “Ignoraba a quién se dirigían las lágrimas
que atravesaban mi almohada y se perdían en la noche” (Grimbert 2005: 14). Sobre
todo la construcción de hijo único en el deseo de los padres tiene la
característica de los sueños infantiles, es decir, la plena realización de los
deseos.
Con estas
fantasías, Grimbert señala la imperiosa necesidad que los seres humanos tenemos
de construir historias. Y es su decisión por la verdad lo que le va a permitir
ver qué sentido tenía ese pasado fantasmático así como la posibilidad de
construir un futuro, o lo que es lo mismo, una historia más propia. Lo cual nos
hace pensar en una diferenciación de las historias, esas primeras fantasías
como puras defensas, pero también está la historia que va elaborando,
restituyendo el pasado, un pasado que, como el mismo señala, no tiene por qué
ser totalmente verídico, pues hay lagunas que sólo puede llenar de forma
imaginaria, pero historia finalmente consistente.
Y en último lugar,
el protagonista sugiere también la absoluta necesidad que tiene el ser humano
de construir un vínculo simbólico, diría transferencial, incluso amoroso. “Necesitaba a alguien con quien compartir mis
lágrimas” (Grimbert 2005: 14). En este sentido, es necesario resaltar el
papel fundamental que cumple la amiga Louise una vez que se rompen las fantasías
para situarlo en la senda de la verdad. A ella podría aplicarle nuestro
protagonista dos sentencias millerianas: “El
amor se dirige a aquel que, pensamos, conoce nuestra verdad y nos ayuda a encontrarla
soportable” / “Amamos a aquel que
responde a nuestra pregunta: ¿Quién soy yo?”
(Hanna War. Entrevista a Jacques-Alain Miller). Y si bien la amiga no responde
a esa pregunta de forma directa, es indudable que le ofrece al protagonista las
huellas sobre las que ha de caminar en pos de su verdad.
Y para finalizar, algo
importante encontramos en esa pregunta acerca del lugar que vino a ocupar en el
deseo de sus padres. Y es que vemos como, en algún sentido, ese hijo se
conforma como síntoma de los padres en tanto su existencia se constituye
como el silencio que oculta el deseo de aquellos; también porque viene a
encarnar en su cuerpo la decepción del padre, algo que se muestra en su
debilidad corporal (es curioso cómo va rellenando sus agujeros corporales a
medida que va restituyendo su historia); en otras palabras, en principio, él
mismo sugiere que vendría a ocupar el lugar del hermano muerto, vendría a
establecer una reparación allí donde el padre experimenta una carencia, pero su
cuerpo no alcanza para estar a la altura que, supuestamente, se le requiere; y
es síntoma en tanto viene a constituirse como un enigma que encierra el
significado del Otro paterno.
“Ignoraba que por encima de mi
torso estrecho, de mis piernas delgaduchas, mi padre lo contemplaba a él. Veía
en mi a aquel hijo, su proyecto de estatua su sueño interrumpido. Al nacer yo,
fue a Simón a quien depositaron de nuevo en sus brazos, al sueño de un niño a
quien iba a formar a su semejanza. No a mí, balbuceo de vida, bosquejo del que
no emergía ningún rasgo reconocible. ¿Pudo disimular su decepción ante mi
madre? ¿Fue capaz de esbozar una sonrisa enternecida al contemplarme?” (Grimbert 2005: 72-3).
Miguel Alonso
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