Esta
historia comienza con una paradoja y un malentendido: “Aun siendo hijo único, durante largo tiempo he tenido un hermano”
Se
trata de una suerte de oxímoron que se esclarece inmediatamente mediante el sentido
común al cobrar el término “hermano” un carácter puramente imaginario. Esto es
algo bastante corriente que los niños inventen un amigo o un hermano que les
acompaña continuamente, con el que hablan y se pelean, sin que esto tenga un
carácter de locura alucinatoria. Por el contrario, cumple la función de
establecer una pareja imaginaria que representa a la vez al rival y al ideal.
En el protagonista de esta historia se ve claramente ambas cosas, el hermano
imaginado es un yo ideal que compensa del sentimiento de empequeñecimiento del
propio yo y a la vez es el rival con el que se pelea cada noche.
Ahora
bien, lo extraordinario de esta narración biográfica es que no se trata de un hermano
imaginario sino de un hermano real. Y digo real en el sentido común del término
y también en el sentido lacaniano. El hermano imaginado existió en la realidad
de los hechos y al mismo tiempo tiene un estatuto real en tanto es lo no dicho,
un agujero en la significación familiar y algo que retorna siempre al mismo lugar.
Ese
agujero está completamente tapado, obturado. En el plano de las palabras por el
secreto (lo que no se dice) y en el de las imágenes por esos cuerpos tallados
atléticamente a los que parece no faltarles nada. ¿Dónde está, entonces, el
agujero? En el propio cuerpo del niño que actúa como narrador. En asa depresión en el centro de su ser,
el hueco en el pecho. Algo que tiene que ver con la manera en que este sujeto
fue concebido por el deseo culpable de sus progenitores y la carga que eso
supone.
En
cuanto a ese deseo de los padres que hizo tanto daño no podemos juzgarlo sin
recordar lo que Freud descubrió y es el hecho de el deseo inconsciente es
indestructible, excéntrico, inconveniente, inoportuno en ocasiones (el flechazo
se produjo en el momento mismo de la boda), pero con una potencia inexorable.
Veamos cómo lo vive Tania. Dice en la página 101: “Por
primera vez experimenta una atracción en la que no entran en juego ni la estima
ni el cariño”.
¿Qué
es, entonces, lo que se pone en juego?: “visiones
concretas, el contraste entre el bronceado del cuello y la blancura de la
camisa, la línea de sus hombros o las venas salientes de sus antebrazos”.
Es a esto lo que los psicoanalistas llamamos el objeto causa del deseo, esos
pequeños detalles que provocan una pasión desconocida “una tensión extenuante" que cambia al
sujeto. Eso lo vemos en Tania, quien a partir de ese encuentro deja de dibujar
figurines vaporosos e ideales, para tomar posesión a través del dibujo de ese cuerpo
rotundo de Maxime, y entonces: “descubre que posee un estilo, un
vigor en el trazo que hasta entonces ignoraba”.
Tenemos
una historia sobre la fuerza del deseo en medio de la pulsión de muerte
generalizada (la segunda guerra mundial). Es algo extraordinario ver como esto
es muy común, la intrincación entre Eros y Tánatos hace que en medio de la
muerte subsista el deseo, el amor, la procreación, pero la potencia de Tánatos
puede ser más fuerte y producir
consecuencias trágicas.
¿Cómo
juzgar el silencio que cayó sobre Hannan y Simone? La novela nos dice que se
puede callar por temor, pero que también se puede callar por amor.
Hubo
cosas que fueron calladas por amor (el acto suicida de Hannan) hubo otras que
se mantuvieron en secreto por temor, Máxime y Tania taparon el desgarro
mediante un tratamiento de su propio cuerpo que les llevó al nivel de la
perfección, de la completud, a dibujar la figura ideal como reverso de sus
orígenes no arios. La castración que quiere evitarse les retorna en ese hijo
que es enclenque y malformado. Solo cuando empieza aparecer la falta en los
padres, “las grietas que habían aparecido en su perfección" el hijo
empieza a fortalecerse y sus huecos se rellenaban. Es de una lógica implacable.
La
verdad os hará libres, podríamos decir. Es esto lo que le ocurre al protagonista
cuando Louise, con gran acierto, desvela el secreto.
El
acto suicida y, en cierto modo, filicida de Hannan nos recuerda a Medea que en
su venganza por la infidelidad de Japón llega a destruir a sus propios hijos,
aunque ella no se suicida. Parece que Medea es más fuerte que Hanna, pero en la
tragedia de Eurípides también se la ve desarbolada cuando pierde al marido en
manos de otra y se nos muestra en un estado lamentable: “ella yace sin comer, abandonando su cuerpo a los dolores, consumiéndose
día tras día entre lágrimas, desde que se ha dado cuenta del ultraje que ha
recibido de su esposo (...) y cual piedra u ola marina oye los consuelos de sus
amigos”.
El
acto de una “verdadera mujer” es prescindir, desprenderse de los más precioso,
su hijo, su propia vida, con tal de producir el en otro un agujero que nunca
podrá completarse.
Lacan
dice que Jasón se olvidó que tras la madre está la mujer. Y advierte que la
mano femenina que ayuda al hombre en algún momento de la vida, es la misma mano
que lo puede castrar cuando el cambia de objeto de deseo. Hay algo de lo
femenino que escapa a la razón fálica,
por eso ante una contingencia de la vida, la exigencia femenina de la castración
puede emparentarse con la locura.
Rosa López
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