El
extranjero fue publicado en 1942. Veinte años más
tarde, Hanna Arendt escribió Eichmann en Jerusalem.
Informe sobre la banalidad del mal. A pesar de pertenecer a géneros
diferentes (ficción y ensayo respectivamente), ambas obras se copertenecen, y
prosiguen la investigación abierta por Kafka: indagar en la naturaleza del mal,
del mal que no resulta de una acción impulsiva y desatada, del mal como
manifestación de una pasión irrefrenable. No hay malvados en la obra de Kafka.
Solo gente que hace su trabajo al servicio de un poder superior que permanece
en la sombra y presuntamente encargado de gestionar el orden y el
funcionamiento de las cosas. Eso que se llama una burocracia. Meursault no es
Eichmann, sin duda. Es mucho más misterioso, pero en cierto modo lo anticipa.
Es una versión torpe y más modesta que el modelo Eichmann, que fue un prototipo
más avanzado de deshumanización, de pieza en la maquinaria de la muerte a
escala industrial. Eichmann se declaraba obediente a órdenes que emanaban de
una instancia superior, y a la que se entregaba sin oponer ninguna objeción.
Meursault (apellido en cuyas letras está el verbo “meurt”, “muere”) en cambio
no parece obedecer a nada ni a nadie. Pero ambos personajes se reúnen en un
factor común, que al día de hoy sigue formando parte de los grandes enigmas. Me
refiero al problema de la causa. No hay nada en la personalidad de Meursault a
lo que pueda atribuirse una causalidad explícita y clara que explique su
crimen. Tampoco el informe de Hanna Arendt logra resolver el misterio de
Eichmann. Uno de los aspectos en mi opinión más logrados en la novela de Camus
es la manera en la que el fiscal argumenta su acusación y convence al jurado:
las declamaciones son magníficos ejemplos de oratoria y, al mismo tiempo,
resultan totalmente absurdas. Se demuestra la maldad intrínseca del acusado
porque llevó a su madre a un asilo. Porque no recordaba su edad. La noche anterior
a su entierro fumó y bebió café con leche. No derramó una lágrima. No quiso ver
el cadáver. Al día siguiente, de vuelta en su casa, fue al cine a ver una
comedia y tuvo un encuentro con una mujer. Hagamos el esfuerzo de imaginación y
agrupemos en un conjunto a todos los hombres que han ingresado a su madre en un
asilo, que no recordaban su edad, que el día de su muerte fumaron junto a su
cadáver, bebieron café con leche, no lloraron ni quisieron ver el cuerpo y,
para colmo, al día siguiente fueron al cine y se acostaron con una mujer. Ahora
demos un paso más y nombremos a ese conjunto como el Conjunto de Seres
Abominables. El ejercicio mental desemboca en algo incongruente.
Desde
luego, Meursault ha cometido un crimen, ha quitado una vida, pero no es un
monstruo ni un ser perverso. Fue precisamente eso lo que atrajo la atención de
Hanna Arendt durante el juicio a Eichmann. Ni Camus ni Arendt utilizan estos
términos, pero hay algo que tienen en común a la hora de trazar su personaje el
primero, y estudiar el suyo la segunda: ninguno de los dos da muestras de gozar
del crimen. Añado una observación de Lacan: no sabemos qué es estar vivo. Solo
sabemos que un cuerpo vivo goza. No sabemos de qué gozan los cuerpos de
Meursault y Eichmann. No sabemos, por tanto, si están vivos. No afirmo que no
lo estén. Solo digo que no sabemos de qué gozan.
No
voy a entrar en la cuestión psicopatológica. Podría hacerlo, tanto en la novela
de Camus como en el informe de Hanna Arendt. La filósofa, como es lógico, no
posee los instrumentos clínicos para analizar la presunta normalidad de
Eichmann. Solo puede constatar que es alguien que no piensa. No es una persona
mala ni buena. Es simplemente una persona que no es. Eichmann se parece mucho a
una persona normal porque carece de rasgos patológicos ostensibles, al igual
que Meursault. No hay en ellos ni odio ni pasión de ninguna clase. Ambos son,
en apariencia, capaces de razonar. Pero a poco que se indague, descubrimos que
se trata de un raciocinio particular. Los dos funcionan como mecanismos que
están despojados de juicio. Los dos son modelos que adelantan una forma de
subjetividad que puede confundirse con la normalidad. Más aún: una forma de
subjetividad que puede muy bien convertirse en lo que actualmente se expresa
como “the new normal”, algo así como “la nueva normalidad”. Nadie hoy repararía
en el detalle de que alguien fume al lado de su madre muerta, o beba café con
leche. Y no es que el fiscal se equivoque. Por el contrario, su perspicacia es
extraordinaria. Es un clínico magistral, solo que debe sostener con argumentos
de contenido banal el hecho de que Meursault puede pasar por una persona
corriente, aunque en el fondo haya en él algo que lo distinga de la mayoría de
las personas. Y debe apelar a esos argumentos porque, sin duda, no posee los
datos que el lector sí tiene acerca de Meursault. El lector sí sabe que
Meursault, aunque viva una existencia corriente, es al mismo tiempo alguien que
está separado de la vida. Meursault vive en la pura conciencia de sí, y es desde
esa conciencia como observa y procesa los datos del mundo. En el interior de
esa conciencia está perfectamente resguardado de todo lo que lo rodea. No elige
nada, no desea nada, y no proyecta nada. Su voluntad se reduce a aquello que es
indispensable para la supervivencia. Es frugal, medido, no destaca, no tiene
opiniones ni convicciones fuertes de ninguna clase. Se adapta a todo, incluso a
la celda en la que será recluido. La costumbre es un elemento de orientación.
Tiene un deseo sexual por Silvie, es cierto, pero ese deseo es a la vez algo
insustancial. Ni siquiera podemos aferrarnos al deseo bajo la modalidad
homosexual que en varios momentos se sugiere en la atmósfera de los diálogos
entre el personaje y los otros protagonistas masculinos.
No
es posible evitar la tentación de ahondar en la relación de Meursault con su
madre. El dato fundamental es el hecho de que la única mención a lo que la unía
a ella sea el siguiente: “Después del
almuerzo, deambulé por el apartamento. Era cómodo cuando mamá estaba allí.
Ahora es demasiado grande para mí, y tuve que trasladar la mesa del comedor a
mi cuarto. Vivo solo en ese cuarto, entre las sillas de enea un poco
encorvadas, el armario en el que amarillea la vajilla, la mesilla y la cama de
bronce. El resto está sumido en el abandono”. Presumimos que la vida
exterior de Meursault no ha cambiado desde que su madre ingresó en el asilo.
Sin embargo, algo fundamental cambió en la casa. Meursault se exilió a su
cuarto, y el resto del territorio se convirtió en un desierto deshabitado.
Desde la perspectiva del sujeto, podríamos decir que Meursault está cautivo en
sí, y es al mismo tiempo ese desierto deshabitado. Meursault deshabita el
mundo. Es allí un extranjero, pero uno que no puede darse cuenta de su
extranjeridad, puesto que todo le resulta perfectamente comprensible. Solo en
escasos momentos, en los que es espectador de su propio juicio, experimenta
momentos fugaces de perplejidad. Pero rápidamente se repone y recobra el sentimiento de que todo
aquello que lo rodea sigue un curso perfectamente trazado y una lógica a la que
no cabe oponerse. Sólo lo veremos despertar a cierta forma de humanidad hacia
el final, ese glorioso final que le da Camus al relato, en el encuentro de
Meursault con el confesor. Por primera vez vemos al protagonista esgrimir un
argumento. Por primera vez percibimos en él un atisbo de afecto, de pasión, de
energía, con la que se opone vivamente a toda reconciliación con la idea de
Dios. Es el único momento en el que defiende con ardor una idea, una
convicción, una toma de partido. No a Dios. No quiere ser rescatado, ni
salvado, ni perdonado. No está dispuesto a llamar “Padre” al confesor.
Meursault es el hombre que no cree en el padre.
En ese sentido, Camus anticipó al sujeto
contemporáneo y, como corresponde a los
grandes genios, fue un auténtico visionario.
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