La
novela de Camus, El extranjero, nos
permite traspasar los límites de lo que, a primera vista, se nos presenta como el
territorio de especulación moral de una sociedad mojigata. Y es que la
llamativa posición del protagonista Meursault –que es como una gota de aceite
en el mar de esa moralidad— solicita indagar las profundas implicaciones que
ella sugiere para adentrarnos en territorios muy fecundos relativos a la
estructura del sujeto.
Dos
planos diferenciados y contrapuestos, el del indolente Meursault por un lado, y
un abigarrado plano moral que atraviesa la novela desde el anuncio de la muerte
de la madre hasta la condena por el tribunal. Y lo que se nos impone no es la
división entre ambos, ni siquiera la fractura, pues para ello sería necesario
que en alguna ocasión estuviesen unidos. Lo que se nos impone verdaderamente es
la falta de articulación, la imposibilidad de articulación que se produce entre
esos dos planos. Insisto, no hay entre ellos ninguna posibilidad de
articulación en una unidad indisoluble, y ello porque Meursault es,
simplemente, una alegoría de aquello que no puede ser reducido por el plano
moral, es lo que queda como resto del esfuerzo por reducir todo lo humano al
régimen legal, religioso o científico. Algo se sustrae, y eso es lo que
simboliza Meursault.
Más
allá de la atmósfera realista que pudiéramos derivar de esos lugares comunes,
las amistades, los vecinos, los amores, los paseos por la playa, las
instituciones, etc., etc., también puede leerse la novela de Camus, repito,
como una alegoría. Porque hay algo etéreo en la novela, algo que no acaba de
adquirir la consistencia de los objetos del mundo y que puede tener que ver más
con una idea necesariamente abstracta. Me refiero al tedio, al aburrimiento, no
de los objetos del mundo, sino un tedio del vacío del ser, del agujero, de la
ausencia, de la nada, o como queramos llamarlo. Y esas ideas es lo que, a mi
modo de ver, viene a simbolizar Meursault. Desde nuestro lugar simbólico
podríamos pensar que Meursault tiene una relación extraña con los objetos del
mundo. Lo que ocurre es que no podemos plantear que Meursault no esté en el
mundo de los objetos, creo que sería más acertado decir que él es El Objeto del
mundo, así con mayúsculas.
Los
primeros capítulos de la novela sugieren ciertas similitudes de nuestro
personaje con Bartleby el escribiente de Melville, quizá no en su absoluta
radicalidad, pero en lugar del “preferiría
no hacerlo”, Meursault podría decir: “tanto
me da” o “me da igual”. Diría que
es la página blanca sobre la que se escriben, únicamente, monosílabos
lacónicos, o sintagmas que parecen serlo de ese tedio profundo del que hablaba
en el párrafo anterior: “nunca respondía
directamente”, “no me gusta”, “me levanté sin decir nada”, “por hacer algo”, “no me acuerdo de nada”, “nada
dije”, “me daba igual”, “a mí me daba lo mismo”, “no había esperado nada en absoluto”, “me sentí un poco aburrido”, “no tenía ambición”, “no quería”, “no sabía”, “Respondí que no
me parecía nada”, “no respondí”,
“me callaba”, “no sé” “nadie puede saber”,
“nunca se sabe”, “pensé que debía cenar”, “nada tenía que añadir”, “no se cambia nunca de vida”, etc., etc.
Todas
estas frases vienen a señalar que, cuando me refiero al tedio, al aburrimiento,
lo que sugiere Meursault no es un cansancio de las cosas, un cansancio del
mundo, sino un tedio que tiene que ver con una alusión a ese agujero infinito
del ser, indiferente al sentido de lo humano. Meursault parece acoplar todo su
mundo, y su mismo cuerpo, a la forma indefinida de ese agujero, hasta el punto
de confundirse con él en ese tedio que ni se ocupa de los objetos, que le son
indiferentes, que no le afectan. Por eso Meursault es el mismo tedio, no de la
conciencia, sino del ser y, por tanto, el objeto, la Cosa.
Para
Meursault, las cuestiones morales, las convenciones, el amor, etc., etc., no
son siquiera adornos superfluos. Es como si hubiera nacido fuera de las
palabras, lo cual implica que no puede entrar en las instituciones humanas. En
este sentido, poco puede importarle la sentencia de muerte, porque nunca estuvo
vivo, pues estar vivo supone vivir en un mundo de palabras y de instituciones.
Tomado
en el sentido alegórico que estoy planteando, cuál sería el auténtico estatuto
de Meursault. ¿Está sujeto Meursault al lenguaje? ¿Es un sujeto de la culpa?
¿Existe en él un auténtico desarraigo, como en todo sujeto, que le haga
imprescindible la recurrencia al Otro? ¿Opera en él el deseo? ¿Opera la ley?
Diría
que, como sujeto, uno siempre tiene una opinión sobre lo que está bien o mal,
hasta dónde se puede llegar o dónde hay que parar cuando se está ante un hecho
concreto. Y lo cierto es que, por ejemplo, cuando su amigo le pide ser cómplice
en el maltrato a su amante, uno tiene la impresión de que Meursault puede hacer
cualquier cosa que se le pida, independientemente de la consideración moral que
merezca el hecho. Sería igual que le pidiese la complicidad en el mal como en
el bien. Lo mismo ocurre en el asesinato del “árabe”, pues no apreciamos ahí
animadversión, ni odio, ni siquiera surge algún afecto, sino que el asesinato, más
bien parece un movimiento involuntario surgido del mismo cuerpo. Es un pasaje
al acto que no parece determinado por un sujeto del inconsciente. Es decir,
todo sugiere que no encontramos en él un límite simbólico o legal ante los
acontecimientos. Y eso no es ser sujeto.
Insisto,
desde el lugar de la alegoría, encuentro a Meursault más próximo al objeto, en
el sentido de que se sitúa en una
identificación con la zona irrespirable de lo humano. En este sentido, podemos
evocar una cita de Jacques Lacan cuando, en el Seminario 7, refiriéndose al
aburrimiento, lo plantea como: “respuesta
del ser ante el acercamiento de un centro incandescente o de cero absoluto que
es psíquicamente irrespirable” (J. Lacan. Seminario 7) Y,
verdaderamente, Meursault parece acercarse sobremanera a ese cero absoluto.
Irrespirable
para quién. Para las instituciones. Meursault representa para la institución religiosa,
para la judicial, para la social, ese cero absoluto, ese objeto malo, irrespirable,
ese objeto que hay que destruir a toda costa. Y ello puede ser así porque,
considerando los dos planos de los que hablaba al comienzo, Meursault
representa, para la moral, para la religión, para la educación, no un personaje
que haya llegado racionalmente a asumir un vacío existencialista. Es que no
tuvo que hacer siquiera ese tránsito, porque Meursault es, para la moral, un
objeto malo, el mismo sinsentido. Él sería la misma forclusión del sentido al
identificarse con el vacío del ser, con “el objeto”.
Es
evidente que para lo institucional, para todo el entramado simbólico de una
sociedad, sea mojigata o no lo sea, Meursault es un agujero central que
cuestiona el saber instituido. Así se presenta ante el juez religioso y ante el
juez legal. Y lo potente es que el mismo párroco llega a vacilar ante ese
cuestionamiento, lo cual sugiere que ningún saber instituido es capaz de coser
todos los rotos que un tedio tan absoluto, central y radical, como el de
Meursault, provoca en el entramado simbólico.
En
este sentido, la moral que circula por la novela de Camus viene a mostrarse
como esa autoridad que viene a taponar la ausencia que simboliza Meursault, esa
autoridad que trata de detener la hemorragia que amenaza con dejar vacío el
sentido de lo humano.
En
otras palabras, la novela de Camus hay que inscribirla más allá de cualquier
tratamiento moral. Traspasa la crítica sobre ese Otro moral que juzga y que
carga de culpa a lo humano. Bien dice Meursault cuando dice: “no es culpa mía”. Porque Camus no nos
sitúa ante el hombre de la culpa ni de la religión. Es claro que ninguna moral,
ninguna religión, puede rectificar esa posición que simboliza nuestro singular
Bartleby. Si acaso, lo que hace Camus en El
extranjero es contraponer dos de las instancias que conforman lo humano, lo
simbólico –de lo cual son guardianes las instituciones— y lo real, es decir, ese
cero absoluto en el que parece moverse Meursault como pez en el agua.
Y si
en el comienzo hacía referencia a la imposibilidad de articulación entre ambas,
no es porque esas dos instancias no puedan vivir en el mismo personaje o en la
misma institución. Todo lo contrario. Más bien, la moraleja que podemos extraer
es que en el mismo centro de la institución simbólica, así como en el centro del
sujeto, hay algo indecible, extraño, ajeno, extranjero, pero demasiado íntimo. Y
la buena Literatura ha de proceder en contra de la ley para enseñarnos, de
forma radical, nuestra zona de incandescencia como la verdad de lo humano. Y
esa verdad es lo que nos hace padecer, aquello por lo que sufrimos: nuestro cero
absoluto, el cero absoluto que simboliza Meursault.
Miguel
Alonso
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