LA
NÁUSEA Y EL ÁRBOL DE LA ILUMINACIÓN
Hay una escena
en La náusea de Sartre en la que el
protagonista de la misma, Antoine Roquentin, se sienta en el banco de un jardín
a las seis de la tarde y piensa: “sé lo que quería saber; he comprendido todo
lo que me sucedió desde enero. La náusea no me ha abandonado y no creo que me
abandone tan pronto, pero ya no la soporto, ya no es una enfermedad ni un
acceso pasajero: soy yo”. A este
fulgurante insight sigue: “Bueno, hace un
rato estaba yo en el Jardín público, la
raíz del castaño se hundía en la tierra exactamente debajo de mi banco. Yo ya
no recordaba qué era una raíz. Las
palabras se habían desvanecido, y con ellas la
significación de las cosas, sus modos de empleo, las débiles marcas que los
hombres han trazado en su superficie. Estaba sentado, un poco encorvado, baja
la cabeza, solo frente a aquella masa negra y nudosa, enteramente bruta y que
me daba miedo. Y entonces tuve esa iluminación”.
¿De qué
iluminación habla Roquentin? Mucho se ha escrito sobre la aplicación de las
tesis heideggerianas por parte de Sartre en esta y otras escenas de la novela,
pero en ese descubrimiento que realiza el personaje de “estar de más”, de constituir
un elemento superfluo en una sinfonía absurda en la que los instrumentos tocan
su partitura, cada uno la suya, sin poder salirse del surco y en la que cada
uno de ellos se cree único y exclusivo, siendo perfectamente prescindible sin
saberlo (y he ahí la causa de la náusea), pareciera que se hallase la entrada
en una dimensión mental liberadora: “Comprendí
que no había término medio entre la existencia y la abundancia del éxtasis”.
Es obvio que no
hay término medio porque han desaparecido las palabras o, mejor dicho, el
vínculo intermediario, el filtro cribador entre la realidad y la conciencia se
ha desvanecido. Sigue Roquentin: “Decía
como ellos: el mar es verde, aquel punto blanco de allá arriba, es una gaviota,
pero no sentía que aquello existiera, que la gaviota era una “gaviota-
existente”; de ordinario la existencia se oculta... no es posible decir dos
palabras sin hablar de ella y, finalmente, queda intocada”.
Toca la cosa
Roquentin. Toca “Lo Real”, diríamos, y sus consecuencias son: “comprendí que había tocado la clave de mi
existencia, la clave de mis náuseas, de mi propia vida. En realidad todo lo que
pude comprender después se reduce a este absurdo fundamental. Absurdo: una palabra más, me debato con
palabras; allá tocaba la cosa”.
La salida y
elaboración de Roquentin tras una escalada imparable de la náusea es el Absurdo,
como un Absoluto al que hay que aceptar; siendo muy respetable la opción, no
dejan de ser curiosas las analogías que se pueden establecer entre este hombre
colmado de una náusea en pos de una respuesta a su absurdo existencial, sentado
bajo un árbol, un castaño en este caso, y bajo el cual emplea sin reparo, al
dar con la clave de dicha existencia, la palabra iluminación. Y otro hombre en
la historia llamado Siddharta Gautama, Buda, que también bajo un árbol alcanzó
a comprender su propia clave y utilizó
el mismo término, en su caso bajo una higuera de rugosas raíces como el castaño
de Roquentin. La tradición escrita cuenta que vivió, comprendió el absurdo de
la vida y alcanzó también una
iluminación. Los términos empleados que nos han llegado son muy similares: el afán
por existir y el apego a una identidad ilusoria. Escribe Roquentin: “Y todos estos seres que se afanaban
alrededor del árbol no venían de ninguna parte ni iban a ninguna parte. De
golpe existían y después, de golpe, no existían: la existencia no tiene
memoria, no conserva nada de los desaparecidos, ni siquiera un recuerdo”. Un texto que no
desentonaría en ningún Sutra budista.
Ahora bien, esta
identificación total entre conciencia y objeto que ha sido motivo de debate
desde antiguo, tanto en el pensamiento oriental como en el occidental, admite
salidas, por lo que parece, muy dispares. Si bien en la aproximación sartreana
hay una aceptación, casi sumisión me atrevo a decir, de la rueda de la vida con
un correlato neutro emocionalmente; en la aproximación budista esa iluminación
se traduce en una exultante alegría por
haber comprendido precisamente ese absurdo existencial en el que no hay tampoco Dios, ni atajos, ni milagrosas
recetas, sabiendo así deshacer la ilusión que origina tanto sufrimiento
innecesario.
El propio Lacan
se refiere al odio, la ignorancia y el apego –las tres causas de la confusión
humana que ya desarrollará la filosofía budista sin ocultar el origen de los
conceptos. No tengo intención con estas
líneas de hacer un desglose pormenorizado de la estructura y de la relación
conciencia-percepción-objeto, sino apuntar una simple reflexión sobre los
paralelismos, curiosos paralelismos, entre ese hombre, Roquentin, que es
“tocado” por la iluminación en su mirada disolviendo la disyuntiva
irreconciliable entre el mundo “en sí” y
la conciencia “para sí”, una tarde en un jardín bajo un árbol de raíces nudosas
y espesas, y otro hombre que hace 2500 años, también en un jardín y bajo un
árbol de raíces nudosas y espesas, vivió otra iluminación sabiéndose también
para la muerte.
Mario Coll
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