miércoles, 3 de enero de 2018

Tertulia 84. La Náusea, de Jean Paul Sartre. Comentario de Mario Coll

LA  NÁUSEA Y EL ÁRBOL DE LA ILUMINACIÓN

Hay una escena en La náusea de Sartre en la que el protagonista de la misma, Antoine Roquentin, se sienta en el banco de un jardín a las seis de la tarde y  piensa: “sé lo que quería saber; he comprendido todo lo que me sucedió desde enero. La náusea no me ha abandonado y no creo que me abandone tan pronto, pero ya no la soporto, ya no es una enfermedad ni un acceso pasajero: soy yo”.  A este fulgurante insight sigue: “Bueno, hace un rato estaba yo en el Jardín  público, la raíz del castaño se hundía en la tierra exactamente debajo de mi banco. Yo ya no recordaba qué era una raíz.  Las palabras  se  habían desvanecido, y con ellas la significación de las cosas, sus modos de empleo, las débiles marcas que los hombres han trazado en su superficie. Estaba sentado, un poco encorvado, baja la cabeza, solo frente a aquella masa negra y nudosa, enteramente bruta y que me daba miedo. Y entonces tuve esa iluminación”.

¿De qué iluminación habla Roquentin? Mucho se ha escrito sobre la aplicación de las tesis heideggerianas por parte de Sartre en esta y otras escenas de la novela, pero en ese descubrimiento que realiza el personaje de “estar de más”, de  constituir un elemento superfluo en una sinfonía absurda en la que los instrumentos tocan su partitura, cada uno la suya, sin poder salirse del surco y en la que cada uno de ellos se cree único y exclusivo, siendo perfectamente prescindible sin saberlo (y he ahí la causa de la náusea), pareciera que se hallase la entrada en una dimensión mental liberadora: “Comprendí que no había término medio entre la existencia y la abundancia del éxtasis”. 

Es obvio que no hay término medio porque han desaparecido las palabras o, mejor dicho, el vínculo intermediario, el filtro cribador entre la realidad y la conciencia se ha desvanecido. Sigue Roquentin: “Decía como ellos: el mar es verde, aquel punto blanco de allá arriba, es una gaviota, pero no sentía que aquello existiera, que la gaviota era una “gaviota- existente”; de ordinario la existencia se oculta... no es posible decir dos palabras sin hablar de ella y, finalmente, queda intocada”.

Toca la cosa Roquentin. Toca “Lo Real”, diríamos, y sus consecuencias son: “comprendí que había tocado la clave de mi existencia, la clave de mis náuseas, de mi propia vida. En realidad todo lo que pude comprender después se reduce a este absurdo fundamental.  Absurdo: una palabra más, me debato con palabras; allá tocaba la cosa”.

La salida y elaboración de Roquentin tras una escalada imparable de la náusea es el Absurdo, como un Absoluto al que hay que aceptar; siendo muy respetable la opción, no dejan de ser curiosas las analogías que se pueden establecer entre este hombre colmado de una náusea en pos de una respuesta a su absurdo existencial, sentado bajo un árbol, un castaño en este caso, y bajo el cual emplea sin reparo, al dar con la clave de dicha existencia, la palabra iluminación. Y otro hombre en la historia llamado Siddharta Gautama, Buda, que también bajo un árbol alcanzó a comprender su propia clave  y utilizó el mismo término, en su caso bajo una higuera de rugosas raíces como el castaño de Roquentin. La tradición escrita cuenta que vivió, comprendió el absurdo de la vida y alcanzó  también una iluminación. Los términos empleados que nos han llegado son muy similares: el afán por existir y el apego a una identidad ilusoria. Escribe Roquentin: “Y todos estos seres que se afanaban alrededor del árbol no venían de ninguna parte ni iban a ninguna parte. De golpe existían y después, de golpe, no existían: la existencia no tiene memoria, no conserva nada de los desaparecidos, ni siquiera  un recuerdo”. Un texto que no desentonaría en ningún Sutra budista.

Ahora bien, esta identificación total entre conciencia y objeto que ha sido motivo de debate desde antiguo, tanto en el pensamiento oriental como en el occidental, admite salidas, por lo que parece, muy dispares. Si bien en la aproximación sartreana hay una aceptación, casi sumisión me atrevo a decir, de la rueda de la vida con un correlato neutro emocionalmente; en la aproximación budista esa iluminación se traduce en  una exultante alegría por haber comprendido precisamente ese absurdo existencial en el que no hay  tampoco Dios, ni atajos, ni milagrosas recetas, sabiendo así deshacer la ilusión que origina tanto sufrimiento innecesario.

El propio Lacan se refiere al odio, la ignorancia y el apego –las tres causas de la confusión humana que ya desarrollará la filosofía budista sin ocultar el origen de los conceptos. No tengo intención  con estas líneas de hacer un desglose pormenorizado de la estructura y de la relación conciencia-percepción-objeto, sino apuntar una simple reflexión sobre los paralelismos, curiosos paralelismos, entre ese hombre, Roquentin, que es “tocado” por la iluminación en su mirada disolviendo la disyuntiva irreconciliable entre  el mundo “en sí” y la conciencia “para sí”, una tarde en un jardín bajo un árbol de raíces nudosas y espesas, y otro hombre que hace 2500 años, también en un jardín y bajo un árbol de raíces nudosas y espesas, vivió otra iluminación sabiéndose también para la muerte.

Mario Coll

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