La novela de Sartre,
La náusea, me parece que posee una
gran potencia conceptual, pero, a la vez, una absoluta indefinición en cuanto a
su género. Creo que se sitúa en la misma frontera entre la novela filosófica y
el ensayo filosófico. Considero que hasta el domingo en que nos describe la
villa de Bouville y la rutina burguesa de sus habitantes, uno tiene la
sensación de estar, efectivamente, ante una novela muy viva, una novela que incluso
toca la carne. A partir de ese domingo, la viveza de la novela se diluye
bastante y todo se vuelve más intelectual, sin perder, por supuesto, la
potencia de todo ese “caosmos” conceptual que gira alrededor de la vida de Roquentin.
Hay, a lo largo del recorrido, frases, párrafos y capítulos enteros, que
parecen sacados de un contexto ideológico más que de un contexto vital. Y,
aunque a ese contexto se les añade un motivo de la realidad, un café, un
jardín, la habitación de Roquentin, etc., creo que Sartre no consigue que la
novela toque allí la carne, en otras palabras, no consigue que allí esté
fluyendo la vida. Al menos a mí me parecía estar leyendo, en muchos momentos,
un contexto ideológico no muy diferente del que se puede encontrar en un
tratado filosófico. No siento en La
náusea la vitalidad de la novela filosófica tradicional, salvo, como digo,
en la primera mitad de la misma. Incluso el personaje no parece el mismo en la
primera y en la segunda parte de la novela. Su angustia, rayando la locura, es
vital y nos toca la carne en la primera parte, pero es absolutamente
intelectual, y sin locura, en la segunda.
Por ejemplo, hay una
diferencia abismal entre el tratamiento que hace del objeto en las primeras
páginas de la novela, y el tratamiento que hace de esos mismos objetos en la
segunda parte, cuando comienza a dilucidar la cuestión del absurdo y la
naturaleza de los objetos posando su mirada en la raíz negra de un árbol. Al
comienzo, los objetos que toca Roquentin nos queman en las manos, en el segundo
tiempo, la “esencia”, el “estar ahí”, la existencia, en los objetos, se deducen
de razonamientos que, a mi modo de ver, son puramente intelectuales.
Voy a detenerme en
la primera parte de La náusea tomando
como base para el comentario las dos primeras páginas. Allí están recogidos
algunos elementos que, a mi modo de ver, van a atravesar el diario de Antoine
Roquentin. Por ejemplo, ya en el encabezamiento se nos está insinuando que la
cuestión, para el protagonista, consiste en moverse dentro de la singularidad en detrimento
de la universalidad: “Es un muchacho sin
importancia colectiva, sólo un individuo” (Sartre 2017: 11).
Esta dicotomía
entre singularidad y universalidad se nos plantean en dos planos. Por un
lado, Roquentin establece el “ver claro en mí” (Sartre 2017: 20), “conocerse a sí mismo” como condición para
existir, lo cual implica dilucidar la naturaleza de su acontecimiento corporal,
la náusea, en una pura soledad. En contraposición a esto, narra las escenas en
el Café Mably en un ámbito comunicacional, donde ve a un grupo de jugadores de
cartas en una partida ruidosa. Dice allí: “Ellos
necesitan ser muchos para existir” (Sartre 2017: 21). Esta dicotomía se extiende
a lo largo de toda la novela. Es decir, Roquentin sólo concibe una auténtica
existencia desde lo singular, desde la fractura, desde la soledad, como única posibilidad
para la dilucidación de la náusea, y nunca desde la supuesta comunicación entre
individuos propuesta por lo universal.
Los escenarios son
bien diferentes si nos situamos en la singularidad o en la universalidad, en la
soledad o en la comunicación, y el carácter de la vida cambia, igualmente. En
el caso de lo universal lo que impera, como digo, es una supuesta comunicación
entre los sujetos dentro de un lenguaje en el que no parece que haya lugar para
ningún vacío: “Estos jóvenes me
maravillan; mientras beben el café cuentan historias claras y verosímiles. Si
se les pregunta qué han hecho ayer, no se turban. En su lugar yo farfullaría”
(Sartre 2017: 22). Y sigue diciendo con cierto desprecio: “Todos estos tipos se pasan el tiempo explicándose, reconociendo con
fidelidad que comparten las mismas opiniones… Qué importancia conceden, Dios
mío, al hecho de pensar todos juntos las mismas cosas” (Sartre 2017: 24). Está, claramente, señalando los movimientos en
los que se sustenta lo universal como un lugar común, de comunicación,
construido por los seres humanos para su confort, y alejados de cualquier
perturbación existencial.
Para Roquentin, por
el contrario, la comunicación no constituye un terreno fértil, sino una simple
ilusión. El auténtico sujeto está irremediablemente solo. Lo vemos en la reflexión
que lleva a cabo cuando observa a uno de los clientes del bar al que intuye en
una posición similar a la suya: “No es simpatía
lo que hay entre nosotros; somos parecidos. Eso es todo. Está solo como yo… Ha
de esperar su Náusea o algo por el estilo… Debe de saber bien que nada podemos
el uno por el otro. Las familias están en sus casas, en medio de sus recuerdos.
Y aquí nosotros, dos ruinas sin memoria” (Sartre 2017: 111).
Es lo suficiente
elocuente para señalar que la singularidad implica necesariamente habitar en un
lenguaje que no te garantiza el confort, sino la soledad, estar solo ante un acontecimiento
que produce angustia y que, inevitablemente, va a surgir: “Tengo miedo de lo que va a nacer, de lo que va a apoderarse de mi”
(Breton 2017: 20). Y especifica el carácter de la soledad, donde la palabra común,
aceptada por lo universal como verdad, viene a adquirir un carácter superfluo
para dejar un espacio vacío en el ser: “El
que vive solo ni siquiera sabe qué es contar; lo verosímil desaparece al mismo
tiempo que los amigos… pero en compensación no pasa por alto todo lo
inverosímil, todo lo que nadie creería en los cafés” (Sartre 2017: 22).
Una matización. Lo
que va a venir, más que miedo parece angustia, en el sentido de que eso que se
va a apoderar de él no puede inscribirse en el contar pues parece carecer de un
objeto definido. Es una forma de vida, la de Roquentin, en la que el tiempo
simbólico, el tiempo lineal, el tiempo de la narración, se disuelve y sólo se
concibe el instante. Es decir, uno ni siquiera está protegido por una historia,
por la memoria, por el recuerdo: “Las
familias están en sus casas, en medio de sus recuerdos. Y aquí nosotros, dos
ruinas sin memoria” (Sartre 2017: 111).
En oposición a todo
el afán de universalización que tiene el recuerdo, la memoria, la historia, los
distintos saberes, la moral, y en contra de todo el afán de clasificación, de
objetivación, de realismo y de establecimiento de la verdad, Roquentin está
devaluando la comprensión, la verdad, y el orden que deriva de esos saberes, unos
saberes que no serían más que fantasmas, habladurías en las que se homogeneiza
el mundo, instrumentos para acomodar al hombre en un mundo donde lo que manda,
en realidad, es una esencia que se sustrae. Para Roquentin, la auténtica
existencia se nos hurta, y a eso se confronta aborreciendo la comodidad del
orden, que no es más que un velo y una moral. Precisamente, ese miedo, esa
angustia, se le muestran como señal de que algo existe, de que algo “está ahí”,
pero no se deja simbolizar. En lo singular hay una verdad siempre vacía, en lo
universal se fuerza y se inventa una verdad. Eso sería, a mi modo de ver, la
confrontación que plantea entre singular y universal.
Podríamos aplicarle
a Roquentin, en esta confrontación, el párrafo de Juan Carlos Onetti en El Pozo cuando plantea lo siguiente: “Se dice que hay varias maneras de mentir;
pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando
el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes
que tomarán la forma del sentimiento que los llene” (Onetti 2007: 52). Esa
verdad es la que vienen a encarnar los personajes en la sala de exposiciones.
Una gran resonancia
tiene esta reflexión de Onetti con lo que plantea Roquentin al comienzo sobre
los objetos. Allí llega a la conclusión de que: “no hay nada que decir… no hay que introducir nada extraño donde no lo
hay… se exagera todo, forzando continuamente la verdad” (Sartre 2017: 13).
Otra cuestión que
parece muy potente en esta primera parte de la novela es el abordaje que hace
de la locura. Roquentin parece ahí
muy próximo a ella. Al menos nos muestra ciertos escenarios donde lo humano
vacila, y en todos ellos hay una separación del lenguaje. Lo vemos, sobre todo
en la relación que tiene con los objetos, en la relación con el propio cuerpo,
y en su confrontación con la sexualidad.
Respecto a los
objetos, en efecto, él mismo nos conduce hacia el terreno de la locura, y nos
hace dudar de su afirmación de no estar loco, al situar los cambios en el
objeto: “No estoy nada dispuesto a
creerme loco; hasta veo con evidencia que no lo estoy. Todos los cambios
conciernen a los objetos. Por lo menos quisiera estar seguro de esto”
(Sartre 2017: 15). Es ésta una afirmación extraña a la que hay que seguir la
pista.
Porque para él,
aunque trata de convencerse de lo contrario, el objeto es algo vivo. “Los objetos no deberían tocar, puesto que no
viven. Uno los usa, los pone en su sitio, vive entre ellos; son útiles, nada
más. Y a mí me tocan; es insoportable. Tengo miedo de entrar en contacto con
ellos como si fueran animales vivos… una
especie de náusea en las manos” (Sartre 2017: 27)
Es una relación con
el objeto que tiene el mismo valor que la alucinación, en el sentido de que los
objetos no tienen un valor simbólico, de tal manera que no adquiere distancia
de ellos. Se presentan en lo real, en lugar de presentarse en lo simbólico y en
lo imaginario. Por eso los siente vivos.
“Estoy inquieto, hace una media hora que
evito mirar este vaso de cerveza ¿Qué tiene este vaso? Es biselado, tiene un
asa, lleva un escudito… Sé todo eso, pero hay otra cosa. Pero ya no puedo
explicar lo que veo. A nadie. Ahora me deslizo hacia el miedo” (Sartre
2017: 24)
Igual que le ocurre
con los objetos, también Roquentin nos muestra como un cuerpo, sin el entramado
simbólico e imaginario que lo vista, es un cuerpo monstruoso que conduce a la
angustia y a la locura. En efecto, cuando el protagonista se sitúa ante su
imagen, no puede asimilar su rostro a una identidad, a un yo identitario que le
ofrezca algo en lo que pueda reconocer una imagen propia. En su lugar aparece
una otredad, una alucinación, algo indefinido, algo que lo deshumaniza:
“Es el
reflejo de mi rostro. A menudo, en estos días perdidos, me quedo
contemplándolo. No comprendo nada en este rostro. Los de los otros tienen un
sentido. El mío, no… ni siquiera expresión humana” (Sartre 2017: 36)
Y abunda en este tipo de descripción angustiosa que le
viene dada, no por el otro, por el semejante, sino que se le muestra, como en
el caso del objeto, como una especie de alucinación en la que su cuerpo se
deshumaniza, pierde la imagen:
“Sin embargo, Anny
y Vélines opinaban que tenía una expresión vivaz… mi tía Bigeois me decía: Si
te miras largo rato en el espejo, verás un mono… lo que veo está muy por debajo
del mono, en los lindes del mundo vegetal, al nivel de los pólipos” / “Me acerco al espejo, ya no queda nada humano”
(Sartre 2017: 37)
Roquentin está señalando su cuerpo vacío de imagen y de palabras,
desnudez ante la cual descubre algo inquietante, angustioso, algo real. “Me parece que
veo mi rostro como veo mi cuerpo, mediante una sensación sorda y orgánica”
/ “Tal vez sea imposible comprender el
propio rostro ¿O acaso es que soy un
hombre solo? Los que viven en sociedad han aprendido a verse en los espejos tal
como los ven sus amigos. Yo no tengo amigos: ¿es por eso mi carne tan desnuda?
Se diría… sí, se diría como la naturaleza sin los hombres” (Sartre 2017:
38)
Frases que evocan,
de forma muy atinada, como en el terreno de lo humano, uno no es un cuerpo, uno
no es organismo, uno no es naturaleza, sino que se tiene un cuerpo, y ese
cuerpo sólo se puede adquirir en el interior de los registros imaginario y
simbólico. Y lo que señala Roquentin es que él no puede distanciarse del cuerpo
orgánico, de manera que padece efectos similares a los que le ocurrían con los
objetos. Es la angustia de la desnudez, de la falta de ese revestimiento
simbólico e imaginario. Y si no tiene una distancia suficiente en relación al
cuerpo orgánico, vive y padece un cuerpo demasiado vivo.
Vemos que la
conclusión es la de siempre: la contraposición con lo universal: “¿A los otros hombres les cuesta tanto juzgar
sus rostros?” (Sartre 2017: 38), donde no encuentra solución, porque, en
realidad, la única forma de afrontar esa desnudez es en la soledad. Todo lo
conduce a su soledad, a estar solo ante lo real.
La forma de vivir la sexualidad es otro de los elementos
que abunda en el terreno de la locura. Algo se insinúa allí como falto de
constitución: el deseo. Todo parece un ejercicio maquinal. “TUVE QUE echarle un polvo… por cortesía…
hurgaba en su sexo distraídamente bajo la colcha; luego se me entumeció el
brazo. Pensaba en el señor de Robellon” (Sartre 2017: 100). En segundo
lugar, ante la frustración sexual vive un auténtico torbellino en el que la
realidad se le distorsiona de forma absoluta, y los objetos, nuevamente,
aparecen vivos y alucinados. Nos hace pensar en la frustración de ese cuerpo
natural, sin la vestimenta simbólica e imaginaria de la que hablábamos hace un
momento, pues al estar demasiado cerca de lo natural es un cuerpo que sólo
contempla la inmediatez, es un cuerpo sin espera, solo sujeto al principio del
placer en detrimento del principio de realidad. “Me dirigía a echar un polvo, pero apenas empujé la puerta, Madeleine,
la sirvienta, me gritó: La patrona no está; fue al centro… Sentí una viva
decepción en el sexo” (Sartre 2017: 39). Inmediatamente le pregunta el
camarero: “¿Qué toma usted señor Antoine?
Entonces me dio la náusea” (Sartre 2017: 40). Y surge la alucinación del
vaso aplastando una gota que Roquentin toma como un charco, la banqueta se
hunde, etc., etc.
Tampoco el pensamiento y la palabra le aseguran un
terreno sólido a Roquentin. Sugiere una fuga del sentido que le imposibilita
crear un entramado simbólico consistente con el que construir una realidad para
sostenerse mínimamente. Y todo ello nos sitúa en una dificultad para fijarse al
universo del lenguaje: “… ni siquiera me cuido de buscar palabras. La
cosa se desliza en mi más o menos rápida, no fijo nada, la dejo correr. La
mayor parte del tiempo, al no unirse a palabras, mis pensamientos quedan en
nieblas. Dibujan formas vagas y agradables, se disipan, enseguida las olvido”
(Sartre 2017: 22)
Vive el pensamiento
como un sufrimiento debido a su volubilidad, y al hecho de que las palabras que
lo componen no sean signos unívocos, sino incompletas: “Si por lo menos pudiera dejar de pensar, todo iría mejor… Los
pensamientos se estiran interminablemente… Y además, dentro de los pensamientos
están las palabras, las palabras inconclusas, las frases esbozadas que retornan
sin interrupción… Sigue, sigue, y no termina nunca… El cuerpo, una vez que ha
empezado, vive solo. Pero soy yo quien continúa, quien desenvuelve el
pensamiento. Existo. Pienso que existo” (Sartre 2017: 162)
Un buen párrafo
para explicar cómo vivimos en el lenguaje, y la locura en la que estamos
instalados debido a la metonimia que lo rige. De una frase pasamos a otra y así
de forma indefinida. En este sentido, podríamos pensar que ser sujetos del
lenguaje implica ser locos. Sólo la posibilidad de puntuar un final, sería no
estar loco en ese fluir continuo en un sentido al que siempre se le puede
añadir una frase más y otra más.
Y para concluir este repaso por la locura, me fascinó esa
especie de plasmación de la locura en una descripción extraordinaria que hace
en la escucha de una música de Jazz, evocando un fluir infinito, donde
difícilmente puede confeccionar un tejido sólido, una estructura, un orden
reconocible, sino solamente notas que fluyen para fugarse indefinidamente, sin
retener un sentido concreto. Solo el estribillo, lo que se repite en la música,
parece salvarse de ese fluir indeterminado:
“Enseguida vendrá el estribillo. Es lo que
más me gusta… Por el momento toca el
jazz; no hay melodía, sólo notas, una miríada de breves sacudidas. No conocen
reposo, un orden inflexible las genera y destruye, sin dejarles nunca tiempo
para recobrarse, para existir por sí. Corren, se apiñan, me dan al pasar un
golpe seco y se aniquilan. Me gustaría retenerlas, pero sé que si llegara a
detener una, sólo quedaría entre mis dedos un sonido canallesco y
languideciente. Tengo que aceptar su muerte; hasta debo querer esta muerte,
conozco pocas impresiones más áspera o más fuertes” (Sartre 2017: 43)
Sólo la “voz de la negra” detiene este
movimiento, esta miríada de sucesivas sacudidas que producen las notas: “Unos segundos más y cantará la negra… tan
fuerte es la necesidad de esta música; nada puede interrumpirla; cesará sola,
por orden. Esta hermosa voz me gusta sobre todo, no por su amplitud ni su
tristeza, sino porque es el acontecimiento que tantas notas han preparado desde
lejos, muriendo para que ella nazca” (Breton 2017: 44)
Todo lo dicho
concierne a lo que especificaba como la primera parte de la novela. Y decía que
en la segunda parte de la misma no encuentro ya la vitalidad de la novela
filosófica tradicional, y que incluso el personaje no parecía el mismo, si su angustia,
como acabamos de ver, es vital en la primera parte, me parece más intelectual
en la segunda. Lo que no cesa, de ninguna manera, es la potencia conceptual de
la narración.
Por ejemplo,
Roquentin, después de retorcerse de padecimiento a lo largo de doscientas
páginas en su singular relación con los objetos, comienza a hablarnos del
absurdo mientras contempla la raíz negra de un árbol, llena de nudosidades y
hundida en la tierra del jardín botánico. Es allí donde dice encontrar la clave
de su existencia, de su náusea y de su vida. Pero no hay ahí nada novelesco,
nada vital, sino toda una reflexión intelectual que podría tener cabida en el
más intrincado ensayo filosófico. Trata allí acerca del absurdo y como fijarlo
con palabras, pues ante él, ningún saber, ninguna explicación, ninguna razón,
tenían importancia. Y dice que ese mundo del saber y el mundo de las
explicaciones no es el de la Existencia, ese solo es un mundo que construimos
para nuestro confort, no es un mundo verdadero. El mundo coloreado que
inventamos no sería existencia. ¿Cuál sería, entonces, el mundo de la
existencia?
Deduzco de la
lectura que la existencia sólo existiría en la medida en que no se puede
explicar, en la medida en que no tiene nombre. Lo cual se presenta como una
auténtica paradoja.
Por ejemplo,
podemos siempre explicar la función de un objeto, lo que no se puede explicar
es el objeto en sí. Algo se sustrae a esa explicación. Eso sería un absurdo
absoluto para Roquentin en el sentido de que toda palabra sobre el objeto se
vuelve, entonces, superflua. Por ejemplo, siente que la mano del autodidacto no
era una mano cuando la estrechó. Los objetos le producían una sensación de
náusea que no podía explicar. Roquentin plantea esta sensación de náusea
derivada de algo en el objeto que se niega a ser o, como decíamos, se sustrae a
la palabra.
Desde este punto de
vista, nunca habría una auténtica relación con el objeto. Por ejemplo, cuando
miramos para un objeto tenemos una visión de él, pero esa visión ya es una
idea, es una de esas invenciones cómodas, destinadas a producir confort, pues
lo que estaríamos haciendo es desquitarle, tacharle lo que no podemos explicar.
Y eso que no podemos explicar es lo que provocaría confusión y náusea en
Roquentin. Podemos decir que es La Náusea. Y él mismo es la náusea en tanto
algo no puede explicar en él mismo. Ese es el momento de comprensión de
Roquentin. Lo dice en la página 210, y el razonamiento se puede seguir en las
anteriores y posteriores.
Es ahí donde,
contingentemente, surge para Roquentin la existencia. Ahí, contingentemente, se
le presenta eso que se hurta a la explicación pero que “está ahí”. Existe. Y
eso que “está ahí”, que existe, y que es absoluto, puede aparecer o puede no
aparecer, se puede dejar encontrar, pero no aparece nunca a través del
razonamiento. Contingentemente aparece, como le ocurre a él en ese momento,
como si fuese una epifanía. Y comprender la náusea sería tener conciencia de
esa existencia. Pero lo que inventamos como existencia, ser hombre, ser mujer,
amar, ser abogado, etc., es simplemente la invención de un ser necesario.
Necesario en tanto no cesa de escribirse para velar o para intentar atrapar eso
que existe por fuera de lo simbólico y que, solo contingentemente, puede
aparecer.
Dice, en lo que
parece una existencia presentándose como contingencia y diluyendo la falsa
existencia: “La existencia no es algo que
se deje pensar de lejos: es preciso que nos invada bruscamente, que se detenga
sobre nosotros, que pese sobre nuestro corazón tanto como una gran bestia
inmóvil. Si no, no hay absolutamente nada” (Sartre 2017: 211)
Es decir, el peso
angustioso que lo venía invadiendo, la náusea, sería una señal de algo
auténtico que “está ahí”, que “existe”. Fuera de ese peso angustioso, el
razonamiento que sigue respecto a su liberación parece flotar más en el aire.
Si los “existentes aparecen, se dejan
encontrar, pero nunca es posible deducirlos” (Sartre 2017: 211), en el Roquentin
de la primera parte sólo aparecen por el peso de la angustia. Pero,
paradójicamente, en esta segunda parte habla de liberación (Sartre 2017: 211),
una liberación que, en realidad, sólo parece provenir de todo este razonamiento
puramente intelectual, de una intuición de que lo que existe “está ahí”, pero
fuera de la angustia no consigo ver cómo sabe que “está ahí”. Parece una
contingencia que surge fuera del cuerpo, a través de un razonamiento. Y dice
que esa conciencia le otorga una liberación. ¿Se libera porque deduce que “está
ahí”? ¿Porque tiene conciencia de ello? ¿De dónde surge esa conciencia? Si dice
que no puede venir de la razón, no veo más que deducción a través de ella. Aquí,
Roquentin me sugiere un juego intelectual que no toca el cuerpo.
Por eso digo que no
veo en todo ese razonamiento la vivacidad de la novela, pero sí tiene el peso
de un ensayo filosófico intrincado, problemático, pero, sin duda, muy potente.
De una gran riqueza
me parece el paseo que lleva a cabo Roquentin por el museo de Bouville,
observando los retratos de sus próceres. Es la puntilla a ese afán universalizador,
la puntilla al discurso del amo, a los “profesionales
de la experiencia” (Sartre 2017: 114) que, en realidad, no hacen sino
edificar un edificio moral represor. Es decir, descubre allí la mentira del saber,
de la historia, del derecho, del orden, cuya función es normativa y disuasoria respecto
a lo que no se acomode a la norma: “En esos
retratos pintados sobre todo con fines de edificación moral” (Breton 2017:
141), Roquentin ve implícito el enorme poder de una educación moral dirigida,
sobre todo, a la juventud. Como cuando el “sabio” doctor Parrottin, uno de los
próceres de Bouville, consigue encauzar la vida de un joven rebelde y escribe
Roquentin al respecto en su diario: “Y para terminar, como por arte de
magia, la oveja descarriada que había seguido a Parrottin paso a paso, se
encontraba en el redil, ilustrada, arrepentida. “Ha curado más almas que yo
cuerpos” (Sartre 2017: 145)
Lo significativo es
que Roquentin ve la verdad detrás de la vanidad de esos rostros ejemplares, y
la ve precisamente allí donde pierden su brillo para mostrar el residuo que hay
detrás de toda construcción humana: “Cuando se mira a la cara un
rostro resplandeciente de Derecho, al cabo de un momento ese brillo se apaga y
queda un residuo ceniciento; ese residuo era el que me interesaba” (Sartre
2017: 146)
Por eso se despide con un: “Adiós Cabrones” (Breton 2017: 155)
Y como conclusión
decir que lo importante de La náusea,
a mi modo de ver, es poner en valor lo que hace farfullar, la ausencia, la
falta que circula por debajo de todas las construcciones humanas. Toda
escritura, toda historia, toda memoria, todo recuerdo, toda contabilidad, todo
registro, no hace más que velar esa ausencia. Una ausencia que produce miedo y
angustia, pero, paradójicamente, sólo ese miedo y esa angustia son la señal de
algo auténtico, de algo que existe, que “está ahí” y en su aparición
contingente puede producir una liberación. Parece muy elocuente y concluyente
esa escena en la Biblioteca donde observa al Autodidacto. Él nos muestra, con
su afán de recorrer la biblioteca universal, el anhelo del conocimiento, que
nada quede fuera de él en el afán de atrapar la verdad. Pero en ese anhelo, el
conocimiento, desde la A a la Z, queda retratado como eso que no cesa de
escribirse alrededor de un vacío inevitable que nunca va a poder ser agarrado
por ese conocimiento. Y cuando Roquentin descubre la secuencia alfabética con
la que el Autodidacto lee en la biblioteca, se plantea:
“Y se acerca el día en que se dirá, cerrando
el último volumen del último estante del extremo izquierdo: “¿Y ahora qué?”” (Sartre 2017: 57)
Miguel
Alonso
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