Antoine Roquentin está poseído por la Náusea. Él
mismo lo dice en las primeras páginas del diario que se ha decidido a llevar:
estaba en un café, se dejó caer en el asiento y “veía girar lentamente los colores a mi alrededor; tenía ganas de vomitar.
Y desde entonces la Náusea no me ha abandonado, me posee”. La Náusea que
posee a Antoine Roquentin no se asimila –a pesar de que en su diario alude a
las ganas de vomitar que le sobreviene en ocasiones— a la que padecen las
mujeres durante el embarazo. La Náusea de Antoine Roquentin es un mal
metafísico, una manifestación de lo que Lacan llamó “el dolor de existir”.
¿Quién es este personaje torturado, que después de
recorrer mundo desechó la posibilidad de vivir en París para instalarse en la
ciudad de Bouville, un próspero puerto comercial del norte de Francia? Él mismo
explica que lo hizo porque Bouville tiene una biblioteca municipal en la que está
depositada la más importante documentación que registra la vida de un oscuro
personaje, el marqués de Rollebon, un aventurero que vivió a caballo entre los
siglos XVIII y XIX, y que murió en prisión después de perder los favores
reales; historiador, Antoine Roquentin acude a esa biblioteca para documentarse
acerca de esa especie de alter ego al
que finalmente abandona, huérfano ya de interés por él, como por cualquier cosa
en este mundo. “El señor de Rollebon era
mi socio –escribe- él me necesitaba para ser, y yo lo necesitaba para no sentir
mi ser”.
Jean-Paul Sartre escribió La Náusea en 1938, cinco años antes de la aparición de El ser y la nada, y cuatro antes de que
su contemporáneo y “némesis político e ideológico”, Albert Camus, publicase El extranjero. Es decir que, casi diez
años antes de que el existencialismo cobrara carta de ciudadanía como corriente
filosófica –con las derivadas políticas conocidas— Sartre sentó en La Náusea sus coordenadas fundamentales:
el rechazo al dualismo entre apariencia y realidad, al sostener que la cosa es
la totalidad de sus apariencias; la conciencia pre reflexiva consiste en percatarnos de algo, en tener conciencia
de algo, y la conciencia reflexiva surge
cuando me doy cuenta de que me estoy percatando de algo; si se resta a la cosa
lo que es debido a la conciencia, lo que constituye su esencia, lo que queda en la cosa es el ser-en-sí; el para sí, separado del ser, es radicalmente libre, y en este sentido el hombre es quien se
hace a sí mismo.
Escribe Sartre: “considerado
en sí mismo, al margen de las cosas de las que me ocupo, yo no soy nada; en
este sentido, la conciencia me arroja una y otra vez sobre el mundo,
condenándome a una diáspora o falta de identidad irremediable. Ahora bien, eso
mismo es lo que me hace libre, pues me obliga a elegir en cada situación qué
quiero ser y en qué mundo quiero estar. Mi existencia es mi responsabilidad. No
obstante, la posibilidad de realizarme, de ser definitivamente lo que decido
ser, supondría paradójicamente el fin de lo que soy, la cancelación de mi
libertad, la anulación de mi conciencia. Por eso, la existencia humana es en el
fondo una pasión absurda, colmada solo en la medida en que, ante los ojos de
los otros, sí llego a ser definitivamente esto o aquello: un ente con esencia,
una cosa”.
A pesar de representar, junto a Heidegger, la
corriente atea del existencialismo, hay en el pensamiento sartreano –aunque sea
tangencialmente- una cierta relación con el existencialismo cristiano de
Kierkegaard, para quien la existencia se revela como un misterio, una cifra
cuyo sentido debe ser comprendido en una búsqueda sin fin, o bien cuyo fin es
Dios. Para Kierkegaard la existencia, el
hecho de que una cosa exista o no, no tiene razón de ser. Se trata de algo
injustificable, inconcebible, y que, como tal, desafía la correspondencia entre
la realidad y la razón, desafía el principio fundamental de todos los sistemas
filosóficos, de que todo lo que es tiene una razón de ser. En el caso de los
seres humanos, de los individuos concretos y existentes, la conciencia de esta
situación, de este ser sin razón, provoca el sentimiento esencial de la
existencia: la angustia. La angustia se convierte así en el motor de la vida
humana, lo que impulsa a los individuos a decidir sobre el sentido de su vida y
les descubre el poder de su decisión.
Antoine Roquentin está poseído por la Náusea, pero
también por un sentimiento constante de angustia, que como enseñó Lacan es el
único sentimiento que no engaña, y que confronta al personaje a la evidencia –y
él mismo lo expresa en palabras- de que está muerto para la pasión y que la
existencia misma carece de todo sentido. La existencia, escribe, es una
imperfección. Él, simplemente vive, tiene un cuerpo que por momentos duda de
que sea el suyo en relación a los objetos que le rodean, y que toca, como si
los movimientos fueran autónomos. Es un sujeto completamente incapacitado para
establecer un lazo social, que se relaciona puntualmente con la tabernera, que
le permite ocasionalmente un desahogo sexual, y con el Autodidacto, su
compañero de fatigas bibliotecarias, con cuyas convicciones humanistas Antoine
no tiene nada que ver y al que finalmente deja caer en la humillación y la
ignominia, pudiendo evitarlo. Cuando se reencuentra fugazmente en París con
Anny, su antigua amante –que lo había abandonado cuatro años antes-, adopta un
papel absolutamente pasivo y se recrea observándola, no sin cierto deleite
sádico, para concluir que está gorda y fea.
Antoine Roquentin podría muy bien definirse como un
nihilista susceptible de asumir el pesimismo radical de Schopenhauer, para
quien la vida es un paso en falso, un error, un castigo y una expiación, o
firmar él mismo el texto de Goethe en el que Mefistófeles afirma ser “el espíritu que siempre niega (…) pues todo
lo que nace no vale más que para perecer. Por eso sería mejor que nada surgiera”.
Curiosamente, en varios pasajes de su diario Antoine
se refiere a la Náusea como la cosa,
lo que remite inevitablemente a la Cosa
freudiana. Dice en un momento: “Hoy ya no espero nada, vuelvo a mi casa al
final de un domingo vacío: la cosa está allá” (…) La cosa, que aguardaba, me ha dado la voz de alarma, me ha caído
encima, se escurre en mí, estoy lleno de ella. No es nada: la Cosa soy yo. La
existencia liberada, desembarazada, refluye sobre mí. Existo”.
E inmediatamente, antes de regresar a París, escribe
en su diario: “La Náusea no me ha
abandonado y no creo que me abandone tan pronto; pero ya no la padezco, ya no
es una enfermedad ni un acceso pasajero: soy yo”.
¿Hay alguna leve esperanza de que en París Antoine
Roquentin sepa hacer con su Náusea, hacer de ella su sinthome, vivir, y no solo existir?
Luis Seguí
Addenda
Notas para la conversación:
Sartre rechazó durante décadas la noción de lo inconsciente argumentando que lo
inconsciente era un criterio característico del irracionalismo alemán. Opuso a
la teoría de Freud lo que definía como psicoanálisis
existencial, una versión pretendidamente racionalista del psicoanálisis
basado en la autocrítica del propio sujeto tendente a eliminar lo que Sartre
llamaba “mala fe”, que consistía en un autoengaño por el que el sujeto
pretendía tranquilizarse a sí mismo.
En su opinión, “un
ser humano adulto no puede ni debe estar defendiendo sus defectos en hechos
ocurridos durante su infancia, eso es mala fe y falta de madurez”.
La tarea del psicoanálisis existencial es hacer ver
que solo un análisis y dialéctica concreta de los proyectos puede descifrar los
comportamientos empíricos del hombre, concebido como una totalidad, y por lo
tanto como una realidad en la cual cada uno de sus actos (no solo la muerte o
ciertas situaciones límite) es cifra de su ser.
En el curso de este psicoanálisis existencial se
hace patente la estructura de la elección propia del ser humano y el hecho de
que cada realidad humana sea a la vez “proyecto de metamorfosear su propio Para-sí en un En-sí-para-sí, y proyecto de apropiación del mundo como totalidad
de ser-en-sí bajo las especies de una
cualidad fundamental”.
Sartre concebía la existencia humana como existencia
consciente; el ser del hombre se distingue del ser de la cosa precisamente
porque es consciente. La existencia humana es un fenómeno subjetivo, en cuanto
es conciencia del mundo y conciencia de sí.
Si para Heidegger el Dasein es un ser-ahí,
arrojado al mundo como ser para la muerte, para Sartre el hombre, en cuanto ser-para-sí es un proyecto, un ser que
debe hacerse.
En El
existencialismo es un humanismo (1945-1949) escribe: “El hombre es el único
que no solo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se
concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia
la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el
primer principio del existencialismo”.
Paradójicamente, en la polémica que sostiene
Roquentin con el Autodidacto, en el que este se muestra como un humanista,
Sartre –por boca de Antoine- está más próximo a lo que sería la posición de
Freud: el psicoanálisis no es un humanismo, en la medida en que en el humanismo
existe ese romanticismo que quiere hacer del espíritu la flor de la vida. Freud
se sitúa en una tradición realista y trágica, lo que explica que su lucidez nos
permite hoy comprender y leer a los trágicos griegos (Lacan, Seminario 3, Las psicosis).
(De ahí que Freud rechace el axioma “amar al prójimo
como a uno mismo”).
Sobre el bien y el mal, rechazaba el maniqueísmo.
Sostenía que una moral verdadera es una totalidad concreta que realiza la
síntesis del bien y el mal: el bien sin mal es el ser parmenídeo, esto es, la muerte; el mal sin bien es el no ser puro (Parménides rechazaba que el
conocimiento provenga de la experiencia sensible, que es cambiante).
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