Toda la obra de esta autora prodigiosa es una
variación sobre un tema único y principal: el amor. No es especial por eso,
puesto que -como sabemos- el amor es posiblemente el mayor tema literario que
existe, el más abundantemente tratado, el que jamás pasa de moda, el que se
mantiene en primer lugar en las listas de favoritos. McCullers es especial no
solo por haber sido una de las más notables escritoras del siglo XX, sino
porque piensa el amor de una forma como no es fácil encontrar en otros autores.
Gracias a ella personalmente he logrado comprender algo sobre eso que llamamos
amor. Como ustedes saben, el psicoanálisis en el fondo no se ocupa de otra
cosa. Ha inventado un montón de conceptos, de nociones, de términos, con el
propósito de tratar de explicar cómo es posible que alguien se pueda curar de
un síntoma mediante un dispositivo que solo se vale de una sola cosa: del amor
de transferencia, un amor que en nada se distingue del que rueda por el mundo.
Un amor que no es ni verdadero ni falso, porque todo amor es ambas cosas a la
vez. Se ama de verdad, pero al mismo tiempo aquello que se ama no existe,
aunque no hay duda alguna de que, para quien ama, eso es real. Por eso nadie,
absolutamente nadie que sea un observador externo, puede comprender por qué
alguien ama ni a quién ama en verdad. El psicoanálisis consigue aproximarse un
poco a la respuesta, pero solo un poco. Cualquiera de los que lo practicamos,
salvo que seamos terriblemente insensibles, no podemos dejar de preguntarnos a
menudo cómo es ese amor posible, o este otro, o aquél. Porque el amor, primera
enseñanza que uno debe extraer de la lectura de la obra de Carson McCullers, es
una cosa siempre inconveniente. Esa es la razón principal por la que el amor es
la invención humana más extraña que podamos imaginar. Y lo más difícil de
entender es cómo Eros, ese dios-niño, logra hacerle creer a la gente que dos
seres puedan convertirse en uno solo. Ese es el misterio primero y último,
porque no hay nada en el mundo que consiga quitarle a alguien esa idea de la
cabeza. Tal vez uno que se psicoanaliza puede dejar de creerle por completo al
dios Eros. Pero no es seguro que deje de creer por completo.
Primero quiero hacer una pequeña referencia a la
técnica con la que este cuento está construido. Dejo de lado la maestría del
lenguaje, la precisión de las descripciones, la instantaneidad con la que
consigue agarrarnos del cuello y arrastrarnos al interior del relato. Un relato que transcurre en dos
planos narrativos que se suceden simultáneamente: uno se compone de palabras,
mientras el otro funciona mediante un diálogo de miradas. El lector,
inadvertidamente, se ve desplazado de un plano al otro. El niño, el hombre, el
dueño del bar y los parroquianos, cruzan las miradas. Solo hablan el niño, el
hombre y el dueño del bar, el único del que sabemos su nombre: Leo. Leo tiene
una función decisiva. Es el Otro, el Otro que es necesario como testigo, como
garante de las palabras que van a decirse. Eso no significa que las valide, las
refute o las enjuicie. Leo es tan real como los trozos de tocino que fríe en la
plancha, como el café que sirve, como la cerveza que no va a darle al niño
recordando que es un menor. Leo está allí para que lo que suceda guarde un
cierto orden, que no sea un caos, para que las piezas formen una composición
más o menos legible, que el sentido general de la escena se conserve. Porque en
realidad se trata de una conversación entre el hombre y el niño. Leo en
apariencia no quita ni añade nada, pero solo en apariencia. Porque aunque Leo
casi no le presta atención, el niño lo interroga con la mirada, buscando
inútilmente en Leo un signo. Un niño no puede saber por sí mismo si el
desconocido que tiene enfrente dice la verdad o no. A lo sumo, Leo se permite
algún comentario para restar gravedad a las palabras, pero tampoco pone
demasiado empeño en ello. El desconocido ha dicho algo muy enorme, algo muy
inesperado, algo que para el niño no tiene sentido alguno, incluso aunque podamos
imaginar que no es esa clase de niños que aún no ha visto nada en su vida. El
hombre le ha dicho que lo ama. Y así comienza la historia, y así termina. Hoy,
en un mundo en el que los códigos han cambiado lo suficiente como para que
tomemos toda clase de precauciones y nos sea prometida la transparencia y nos
adviertan de que hemos sido advertidos, nos precipitamos a comprender. Un
hombre mayor diciéndole a un niño: “Te amo”. Pero tenemos que hacer un esfuerzo
por situarnos en la época. Entonces, en esos años, en ese lugar y a esa hora,
la frase es la cosa más enigmática del mundo. Es la mejor manera de dar
comienzo a una historia que parece no tener ni pies ni cabeza.
La segunda cosa que uno aprende cuando se adentra en
la obra de esta extraordinaria mujer, es que el amor solo en apariencia es
alegre. Es otra de las grandes virtudes mágicas del amor. Presentarse siempre
con el disfraz de la alegría. Pero debajo, la piel del amor es fina, frágil y
siempre a punto de romperse. Por eso hay algo triste en el fondo del amor. El
miedo. El amor lleva consigo la tristeza anticipada de que un buen día el
encanto se va a esfumar. Quién sabe, algunos afortunados conservan ese encanto
toda la vida. Afortunados o sabios, porque no es seguro que eso dependa completamente
del azar. Pero que eso dure no significa que esa pequeña y a menudo
imperceptible tristeza no anide en el fondo de todo amor.
Para que un cuento sea perfecto, tan perfecto como
este, es necesario que todo suceda de prisa. Uno puede creer que los detalles
ambientales con los que la autora se demora son un mero elemento ornamental,
pero no es así de ninguna manera. Hay que ir de prisa, y al mismo tiempo hay
que mantener apresado al lector, sin soltarlo ni un solo momento, hay que
agarrarle el corazón con la escritura y
dejarlo sin respiración. Así se escribe un cuento perfecto. Todo tiene que
transcurrir muy rápido y a la vez se necesitan algunos puntos de suspensión
para poner al lector de rodillas, pidiendo a gritos que se llegue al final, que
el misterio se desvele, incluso aunque a veces al final no se desvele ninguno.
No es un detalle menor que de la mujer, esa de la
que no sabemos absolutamente nada, solo se pueda mostrar un par de fotografías.
En la primera, ni siquiera el rostro se percibe con claridad. En la segunda, la
del traje de baño, únicamente se destaca una barriga que llama un poco la
atención. Pero no se nos dice nada más, ni el niño logra obtener nada
significativo al asomarse con la mirada a esas fotos.
Entonces el hombre comienza a explicar el sentido de
lo que acaba de decir y hacer, dirigiéndose a un niño, a un niño cualquiera. No
tiene -eso lo sabremos al final del cuento- no tiene otro propósito que
transmitir su ciencia a alguien. Tal vez no quiere morirse solo (porque no hay
la más mínima duda en el cuento de que el hombre, el día que sea, morirá
completamente solo) sin antes hacerle saber a alguien que posee una ciencia.
Desde ese punto de vista, tal vez es una buena idea contárselo a un niño. Es
algo que entra dentro de los deberes de un padre: transmitir algo. Es probable
que el hombre no sea padre de nadie, y en cambio el niño puede que tenga uno.
El lector es libre de imaginar lo que quiera, porque no se nos proporciona
ningún dato sobre eso. Pero al final, después de que la misteriosa declaración
de amor sea dicha y explicada, uno puede sacar la conclusión de que el hombre
le ha transmitido algo al niño.
¿Cómo sucede eso? ¿Cómo sucede el amor? Hoy se dicen
toda clase de tonterías al respecto, ya no digamos las que se fundamentan en
datos presuntamente científicos, sino también los discursos que argumentan
cosas tales como el poliamor y otras idioteces análogas. Este es un cuento muy
serio. El hombre explica que él era una persona sensible, que el mundo no le
pasaba desapercibido, que era capaz de emocionarse con muchas cosas, que había
tenido incluso su porción de mujeres. Me encanta esa manera de decirlo. Su
porción de mujeres. Una porción se puede componer de dos, tres, doscientas, eso
no tiene aquí ninguna importancia. El número no cuenta. Lo que cuenta es que
hasta determinado momento de su vida, todo lo que había vivido era una sucesión
de acontecimientos que no llevaban a ninguna parte. Una vida que simplemente
transcurría. Entonces conoce a una en una gasolinera. Una gasolinera. Eso es
todo lo que se nos dice. ¿Qué puede ocurrir en una gasolinera para que un
hombre que había tenido su porción de mujeres, pero que hasta entonces no había
sabido jamás amar, de pronto encuentre una? Una que no es cualquiera, una que no
es una cosa más, un pedazo de algo que se experimenta y se deja atrás. No. Esta
es algo distinto. Esta es alguien que hace de él un ser de verdad. Sabe mucho
Carlson McCullers sobre el amor. Esta Diótima del siglo XX sabe tanto, que
cuando el niño le pregunta al hombre cómo se llamaba ella, él responde que eso
no tiene ninguna importancia. Lo que importa verdaderamente es que ella
consigue ajustar lo que en él se encontraba flojo, que al parecer era casi
todo. Encontrarla y casarse a los tres días puede parecernos una auténtica
locura. Pero la locura habría sido dejar pasar esa oportunidad, la oportunidad
de que una hiciera de él algo parecido a un Uno. Fue feliz por un rato, porque
como sabemos, ella lo dejó. No importa el motivo. Importa que él se quedó desarmado.
Y la buscó por todas partes al principio, hasta que un buen día se dio cuenta
de que no lograba recordarla. Que al intentar recrearla en su mente, se
tropezaba con un agujero. Luego las cosas se invirtieron. Ella comenzó a
buscarlo a él. No de la misma manera, sino que lo asaltaba en el pensamiento
cuando menos lo esperaba. Cualquier cosa podía servir para que ella lo
visitase. No solo en su pensamiento. En su alma. Con el cuerpo se puede gozar,
pero amar, amar es otra cosa. Amar es algo que se hace con el alma. Otra
lección que uno puede aprender leyendo a esta autora.
Entonces, después de cinco años terribles donde uno
y otro se buscaron inútilmente, sucedió algo extraordinario. El hombre meditó
mucho y comenzó a adquirir una ciencia, una ciencia del amor. Una ciencia que
comienza con una observación que hasta entonces tal vez nadie había hecho. No
se menciona en el Banquete de Platón. No se dice una sola palabra sobre ello en
toda la obra de Shakespeare. Y sin embargo es algo muy sencillo, tan elemental
que parece mentira que nadie lo haya pensado antes. El hombre comprende qué es
lo que falla en todo este asunto, en dónde radica el error. Un buen día, un
hombre se enamora. No les sucede a todos, pero sí a muchos. Y a los que les
sucede, se equivocan. ¿Por qué se equivocan? Porque se enamoran de una mujer.
Como buen discípulo, el niño sigue toda la historia atentamente. Solo de tanto
en tanto lanza una mirada a Leo, como para verificar que todo está en orden,
que no está soñando.
Allí está el gran error. Enamorarse de una mujer. El
hombre no dice que no haya que enamorarse de una mujer. Por supuesto que no.
Mejor dicho, el error no es enamorarse de una mujer sino que una mujer sea lo
primero de lo que nos enamoremos. Ese es el último estadio, tal vez el más
perfecto, tal vez el único inalcanzable, pero la ciencia del amor dicta que no
debe comenzarse nunca por allí. Primero hay que poder amar un árbol, una roca,
una nube. No voy a enredarme en buscar la lógica de esos tres objetos, aunque
sospecho que existe. Lo fundamental es que la ciencia del amor debe prepararnos
para poder amar cualquier cosa. Solo así se consigue la maestría, el dominio de
esa extraordinaria ciencia. Es una cuestión de técnica. Debe de haber algo muy
serio en esa afirmación, puesto que Leo, que hasta entonces se había mantenido
relativamente al margen salvo algún pequeño comentario socarrón, le ordena al
hombre que se calle. Y lo ordena a los gritos, como si hubiese escuchado algo
que no debía haber salido nunca de la boca del hombre.
Es una ciencia que evoluciona lentamente. A una
pregunta del niño, el hombre responde que aún no ha encontrado a la mujer. Que
todavía es muy pronto. Que no está preparado. Pero que sí está seguro de amarlo
a él, a ese niño al que jamás había visto en su vida, y al que probablemente al
traspasar la puerta del bar no volverá a ver nunca.
Leo, que ha visto muchas cosas, responde
negativamente a las preguntas del niño. El hombre no está borracho, ni drogado,
ni es un loco. Es bastante probable que haya conquistado una ciencia. Nunca hay
que empezar enamorándose de una mujer.
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