Este es el
tercer cuento sobre la cuestión del odio. En el primero, que tuve la
oportunidad de comentar, nos encontramos con el odio psicótico de un hombre
hacia la figura amenazante de un niño. Un odio imposible de dialectizar porque
no incluye forma alguna de amor. El segundo relato, de Onetti, nos trajo una
particular pareja unida para siempre por el odio, esos dos hombres que se
encontraban en el bar. Este último nos acerca a otra modalidad de pareja, la de
un hijo y su madre poniendo sobre el tapete la figura más universal del odio:
el odio edípico.
Como la
pareja de los dos hombres del bar, también esta pareja formada por un hijo y su
madre parece unida de por vida por ese lazo indestructible del odio. En el relato vemos desplegarse una especie de
lucha a muerte entre dos contendientes ninguno de los cuales depone su actitud,
porque en cierto modo ambos están hechos de la misma pasta “somos terriblemente
fuertes”. Esta lucha solo encontrará su fin con la muerte de alguno de ellos,
aunque el hijo, agente del relato, da por sentado que en este duelo será el
vencido.
Uno de los
ejes del relato me parece que tiene que ver con el extremo conocimiento del
otro. Hay muchas frases al principio que comienzan con una afirmación del saber
sobre el otro: “se que es ella” porque “reconozco sus pasos... etc.” “Tu sabes
que nunca consigo olvidarlo” le dice la madre al hijo más adelante.
El hijo sabe
como es la madre, lo que le gusta, de lo que goza, sus ardides, sus engaños,
sus trampas. No se deja engañar, porque la conoce mejor que a si mismo.
A propósito
de este conocimiento extremo del otro, recordé una frase de Lacan con la que
finaliza uno de sus Seminarios más difíciles (Aún) que me resultaba muy
enigmática, hasta que por fin pude comprenderla. La frase es la siguiente: “saber lo que la pareja va a hacer no es
prueba de amor”.
Y Lacan lo
transmite como una experiencia propia. En el momento de la despedida de ese
curso lanza al auditorio una pregunta “¿seguiré el año próximo? !Hagan sus
apuestas! ¿Querrá decir que los que adivinen es porque me quieren? “Saber lo
que la pareja va a hacer no es prueba de amor”.
Más bien
puede ser la prueba del odio. Efectivamente, Lacan sabía que algunos le odiaban
profundamente y eran esos, precisamente, los que mejor le leían, los que más le
conocían.
Mientras que
el amor es ciego, el odio es lúcido. Lo
que despierta el amor por el otro es aquello de lo que cojea, su falta, porque
en el amor lo que se produce es el reconocimiento del modo en que el partenaire
se encuentra afectado por los efectos del saber inconsciente. Entonces dos
saberes inconscientes entran en sintonía. El problema, nos dice Lacan, es
cuando se pasa del saber inconsciente del otro, al ser del otro. “La relación
del ser con el ser no es una relación de armonía” es una relación que conduce
al odio. A diferencia del amor que se dirige a la falta en el otro, el odio se
dirige al ser del otro, a su ser de goce.
¿Cuál es ese
ser de la madre que provoca en el hijo un odio irreductible? Hay un
significante que me golpeó al final del cuento porque es como el resumen de lo
odioso del ser materno: “molicie”. Lo busqué en el diccionario y encontré la
siguiente definición “afición a vivir
regaladamente”.
La madre
estaba deseando que el padre muriera, no por motivos pasionales, ni por
intereses económicos, sino para poder recobrar su estado de molicie “esa
indiferencia con la que observas la trabajosa miseria de los que se ven
obligados a esforzarse para vivir”.
Y es en este
rasgo donde podemos captar algo insoportable de la posición de esta mujer ante
la vida. Alguien que nunca se hace cargo del otro porque se siente en el
derecho de vivir a costa de los demás. Son esos seres de excepción que no se
consideran responsables de nada, que en todo caso toman la posición de victima,
que no quieren pagar el precio de la castración como condición universal de la
vida, representada excelentemente en el texto bajo la figura del trabajo (y no
me refiero únicamente a la vida laboral). No es casualidad que la madre le
pregunte siempre qué has hecho hoy, como si olvidara completamente que él, como
tantos otros, tiene que ir a trabajar. Y
en una frase se repite una y otra vez esa palabra “trabajo” que ella no parece
concebir.
El relato
nos muestra lo inevitable de la repetición al infinito de esta relación de odio
entre hijo y madre. Es un ritual conocido y estragante, al que, sin embargo, el
hijo no puede dejar de responder. Para que el juego de semblantes se produzca
es necesaria la intervención de los dos. Ellos comienzan haciendo un verdadero
paripé que envuelve el odio puro bajo las vestimentas de la educación, el entusiasmo,
el interés por el otro y hasta la felicidad. Un juego que es perverso porque se
nota que ambos gozan. Pero a medida que el relato avanza los velos caen y se
empieza a jugar con la verdad de la culpa. Entonces es el hijo quien ataca sin
ambages, ella no parece tambalearse y se despide como si tal cosa.
No obstante,
al final puede haberse escuchado un grito desgarrado. Entonces, ella no sería
tan indestructible como parece..., aunque también puede ser que ese grito no
sea más que la expresión del deseo de nuestro protagonista.
Rosa
López
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