lunes, 14 de mayo de 2012

El velo atroz de la memoria; Sara Veiras comenta Desvelo, de Ovidiu Stoicescu

Los primeros párrafos oprimieron mis entradas de aire, creo que no volví a respirar hasta la palabra Todavía.
Después el asombro se extendió, y creció.
¿Hablar de una relación de esa manera?, me dije, y no volví a leer. Me quedé con lo que conservó mi memoria.
Reflexioné sin poder evitarlo. Más tarde desapareció la extrañeza.
Acepté que no. No es tan extraño que entre una madre y un hijo que ya trabaja y que continúa viviendo en la casa familiar, se de una relación semejante.
No es tan extraña la perversión en este tipo de vínculos, y algunas situaciones encaminan a los hijos hacia el cinismo.
Con los días la historia empezó a parecerme cotidiana. Incluso pensé que en muchos hogares de hoy se vive como cuenta Stoicescu en Desvelo.

Ahora opino que este es un relato moderno. Tanto por la escritura -me gusta mucho la inclusión de los diálogos en el texto-, como por el tema.
Además me llevó a reflexionar sobre nuestras costumbres: ¿Nos permite una educación judío-cristiana hablar de la madre como hace Ovidiu Stoicescu en este relato?
Parece que sí, aunque con el mismo miedo que trasmite el narrador desde que escucha esos pasos en la escalera, que acaban de despertarlo a medianoche para cumplir un ritual que es Destino a Muerte.
El narrador habla en primera persona, sin dar más detalles, y dice que sabe que ella va a ganar, pues se trata de una partida decidida desde el inicio. Y yo agregaría: Escrita como una ley. Ley que obliga a amar a la madre, y que implica que quien se niegue estará perdido y no habrá oscuridad que lo proteja, como dice él, porque ella siempre lo encontrará.
Ella, que posee el mérito de haberlo conseguido todo a cambio de nada. Porque a la madre se la ama naturalmente, sin pedirle que sea legal, razonable, ni guapa; ni siquiera que nos trate bien.
Lo interesante es que aunque se puede hablar del odio hacia una madre y este relato lo demuestra, poniendo de manifiesto un odio que se despliega hasta la saciedad, un odio recíproco según el narrador aunque no podemos asegurarlo pues para conocer la posición de la madre necesitaríamos una voz omnisciente que no es el caso en este relato. Lo interesante, repito, es que se habla sobre el fondo implacable de la culpa, manifestación de la decencia.
Decencia que llega de la mano de un tercero.
Culpa asociada a un tercero, el padre, único lugar del amor para estos dos personajes enfrentados, que se arrancan, el uno al otro, la vida a trozos.

Este relato, propuesto para ejemplificar el odio, obviamente lo consigue; sin embargo encontramos un amor latente que va cobrando fuerza en pocas líneas y convierte esta batalla de silencios y miradas en una máscara detrás de la cual se oculta un amor idealizado.
Amor de un hijo hacia su padre, al cual defiende y reivindica ante una madre en la que sólo ve una máscara vacía -su mejor papel es fingir que no finge-.
Amor hacia un padre que desemboca en culpa por la falta de atención prestada mientras pedía auxilio, con pudor.

Vamos comprobando a lo largo de las tertulias de este año que encontrar ejemplos para el odio resulta difícil.
Incluso es inevitable preguntarse si existen el odio o el amor como experiencias desligadas la una de la otra. Yo en este relato veo rencor, mezquindad, reproches, incapacidad de hacerse cargo de la propia insatisfacción, violencia, falta de reconocimiento, culpa, y, por sobre todo, veo algo que me parece muy interesante: El tratamiento que se hace de los recuerdos, de la memoria.
En este relato la memoria viene a ejercer como cómplice del desamor entre hijo y madre.
¿Dónde se atacan y se hieren estos personajes, tirándose verdaderas flechas envenenadas el uno al otro?
En los recuerdos.
No comparten los mismos recuerdos, él dice que ella es capaz de “grandes giros mortales en el aire de la memoria, para acabar de pie”.
Y este relato deja claro que los recuerdos son el meollo. Son todo el odio o el amor que estos personajes pueden reconocer, sostener, y compartir.
Desde los recuerdos, ellos se odian; y ella, sufre y se queja de no poder dormir acosada por los recuerdos.
Es curioso que algo invisible sea tan difícil de cargar, dice la madre. Y el hijo responde: Como con la culpa.
Estos dos personajes, él y ella, los que están vivos y se juntan a medianoche para matarse, son dos enemigos enfrentados desde los recuerdos.
Qué absurdo.
Se odian desde el recuerdo, y cuanto más se odian más aman a un tercero: Que fue decente, que fue pudoroso, que hizo el esfuerzo de conversar en presencia del hijo, mientras a ella la dejaba sola.
El odio del hijo consiste en negar el recuerdo benévolo que conserva la madre. El odio de la madre se manifiesta al decir que si de alguien pudo sentirse orgullosa, ese ha sido el ausente al que no consigue olvidar por la noche. La persona real a quien despierta para hablarle de nada, su propio hijo, parece tener tan poca importancia para ella que ni siquiera merece una taza de té caliente ofrecida a tiempo. Claro, si toda demanda es demanda de amor, la demanda de amor existe. Pero, la demanda, ¿es el amor?

Para concluir destacaré dos cuestiones en este relato:
Una, la culpa por la incapacidad de amar a tiempo. Algo muy extendido en el mundo humano. Culpa que requiere un castigo, o sea un verdugo, que en el caso particular de Desvelo, parece venir encarnado por la madre.
La segunda cuestión se refiere al coraje de abordar un tema prácticamente censurado: El odio hacia la madre y la denuncia de la mujer que se vale del hombre para obtener su sustento -abusó del padre obligándolo a conseguir la seguridad de un lugar caliente donde el cazador volvía trayendo su presa-, llevándolo, según se lee, a la desesperanza, el mutismo, y, la muerte en vida.

El primer aspecto cuenta con la fuerza de referir un asunto que atañe a una extensa mayoría; y, el segundo, es un tema moderno en contrapunto con la santificación de la madre y el feminismo, por lo cual abre una vía temática de lo más interesante.

El velo atroz de la memoria

Yo, lo que tengo que hacer es escribir un poema sobre un muro

hace días que pienso en ello

En realidad ya escribí ese poema en mi mente, pero se me ha olvidado

Sé que el muro es tan alto que quien lo construye ya no baja a buscar las piedras en el suelo

Veo a Ese

encaramado, subiendo y subiendo

mueve los brazos, las manos, y hasta mueve los dedos

y dice, a gritos

que nosotros somos la cárcel

también Yo.


¿Quién pone la primera piedra del desencuentro?


Ahí va el amor

como una turba quiere huir


Sara Veiras

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